“Yo sacaré un fantasma del sombrero,/ un ángel de la manga,/ una sombra del traje, una apagada estrella del bolsillo./ Sacaré de la espalda una joroba/ que tocarán como amuleto/ las vacías manos de los desheredados de la suerte./ Del fondo del baúl levantaré un cadáver/ que volverá a morirse para cada función/ exactamente/ no sin antes agradecer/ los aplausos del público”.
Vocación y creación vividas a plenitud, con corazón grande, con latidos de poeta consumado, signan la palabra de Fernando Cazón Vera (1935). Su obra luce consustancial a él, brota del magma de su ser osadamente. Amores, olvidos, soledades, desconsuelos, rebeliones, desamores, exploraciones en el ser y en el no ser, persecuciones, caídas y levantamientos, integran el amasijo de su oficio.
Me seduce su hondura: elucidaciones sobre el amor, la vida o la muerte, trasiegos de sus sensaciones ocultas o sus turbadores escrutinios sobre Dios, y en otras ocasiones, me subyuga su juego de manos encubiertas, sus malabares, pirotecnias, rotaciones, al filo mismo de la palabra, que es decir de la vida o la desmuerte, esencia de la poesía: “Esa rosa que cuelga de una niña./ Esa niña que cuelga de un espejo./ Ese espejo ya roto/ allí no estamos./ Tal vez nunca estuvimos/ ni la rosa, ni la niña, ni el espejo”.
Creo que todo arte es un juego y que sin juego no hay arte. El de Cazón Vera se resuelve desencadenando su clarividencia para recurrir al inconsciente del lector. En su obra se pueden evidenciar sus preocupaciones sociales y su intimismo más puro, espacio evanescente donde el duende del poeta que lleva dentro alardea sobre materia religiosa, social, amorosa o simplemente retoza y juega.
Cazón cultiva la poesía social desde una noción poética (limpia sus textos con rigor de lo que es o parecería ‘cartelismo’). En esta vertiente me luce como esos héroes que luchan solos por la libertad y la verdad, sin entregarse, y por eso son exiliados a su soledad por mandato de todos: poderosos y humillados, represores y ambiguos.
La muerte, trascendente y misteriosa, se ampara en el dolor para sellar el vacío. Esta, otra raíz de sus poemas. Cazón Vera discurre sobre ella: amaga, corteja, asedia, travesea, despoja, extrae sus aromas sagrados: “la muerte, ya desnuda,/ se acuesta con nosotros,/ quiere tener un hijo póstumo, la muerte/ entra y sale/ por la misma tangente, se cambia de disfraz y firma autógrafos/ sobre un blanco epitafio”.
Así, este poeta único (creaciones que aunque pertenezcan a este o aquel estilo son una ruptura que libera al poeta y lo impulsa a ir más allá) ha trabajado el libro de su vida: un haz de poemarios a través de los cuales fisgonea en la condición humana. Emergidos desde una sutil estirpe de amor, que asoma como un impalpable dibujo de muerte, soledad y penumbra, pero también de sueños que nos arrancan amor de nuestra condición de solitarios: venimos solos, nos vamos solos, aferrados al amor, aunque siempre a punto de eclipsarse en nuestra manos.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.