Siempre será grato recordar aquellos versos de fray Luís de León con los que da inicio la oda A la vida retirada y que dicen: «¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruïdo, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido…» Es la voz de aquel que, abrumado de agobios cotidianos, busca recuperar la paz del ánimo refugiándose en un lugar tranquilo y silencioso donde pueda hallar sosiego para su alma y desahogo para su cuerpo. Y es esta misma voz la que, muy dentro de nosotros, nos insta alguna vez a bajar el ritmo de una agitada vida.
Sin embargo, disfrutar de los beneficios del silencio y de la paz interior resulta cada vez más difícil en este mundo contemporáneo asediado por el ruido y la estridencia. Todo indica que el silencio y ese estado de bienestar y calma que produce han sido expulsados de la vida urbana.
A partir del siglo XIX, cuando en Occidente prendió la primera Revolución industrial, el incesante traqueteo de las máquinas, símbolo de progreso material, empezó a ser parte de la vida diaria de las ciudades. Desde entonces el estruendo producido por toda clase de máquinas y aparatos: ferrocarriles, automotores, aviones, radios, televisores y altoparlantes ha ido en aumento, tanto que ha llegado a copar el espacio acústico de la vida cotidiana eliminando los pocos resquicios de pausa y silencio que aún nos quedaban. Cercado por sonidos desagradables, este planeta navega en medio de basura acústica generada por la moderna civilización.
La discoteca a la que religiosamente acude mucha gente los viernes por la noche es un templo del estrépito; allí nadie logra hablar con nadie, cada uno es un náufrago que se ahoga y gesticula en un océano de bulla. Nada raro es ver a muchos jóvenes marchando por la calle mientras escuchan música a través de unos auriculares prendidos a sus oídos. Aislados del entorno y desconectados del mundo de los otros trabajan, estudian, hacen sus cosas igual que autómatas; sumergidos en el ruido que a altos decibeles, estalla en sus oídos, aborrecen el silencio. No está lejano el día en que tengamos generaciones de sordos con incapacidad para concentrarse.
Mi generación bailaba con la música suave y cadenciosa de un bolero susurrado por Los Panchos o un Lucho Gatica. Y mientras bailábamos con la chica de nuestras preferencias conversábamos con ella sobre la vida de cada uno de nosotros. Muchos sueños surgían de ahí y no pocos insomnios también.
Si escribo esto es porque jamás me sentí cómodo en un ambiente de bulla, jaleo y disonancia; amo la música suave de los clásicos y más si son barrocos o románticos; amo la acogedora paz del campo, el silencio de un templo o de una pagoda; huyo del hervidero de las multitudes y, al igual que un monje tibetano, prefiero entrar en un ámbito en el que pueda escuchar mi propia voz emergiendo de mi interior.