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Colaboración: «Cruce de rieles (desentrañando las fronteras)», de Marialuz Albuja Bayas

Me subí al tren como arrojada a un pozo, convertida por mí misma en la moneda que se juega en cara o cruz. No calculaba cuánto iba a perder, y no quería detenerme a imaginarlo justo a punto de...

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Me subí al tren como arrojada a un pozo, convertida por mí misma en la moneda que se juega en cara o cruz. No calculaba cuánto iba a perder, y no quería detenerme a imaginarlo justo a punto de franquear el territorio de lo que se esperaba de mí: un desafío al que no pude resistirme.

Dicho esto, queda poco que contar, salvo la frontera: ese momento en que volver aún es posible, pero el deseo de cruzar, o atravesar, o como quiera que se llame la osadía de seguir, ocupa todo el horizonte.

El tren avanzaba por el paisaje apocalíptico que separa a Tianjin de Beijing, el mundo entero sumergido en una niebla de carbón. Así se disipaba el frío de la incipiente primavera y se encendían los motores, las fábricas, las incontables chimeneas, ilustrando el resultado del Gran Salto Adelante. No había un límite que separase a una ciudad de otra. Ambas se habían derretido en una mega sucesión de tonos grises.

Casas con techos terminados en aleros hacia arriba, como en las ilustraciones de los cuentos, colindaban con edificios de bloque, idénticos a los que se levantan en la periferia de cualquier ciudad latinoamericana y que me hacían, pese a su falta de estética o justamente por eso, sentir un poco menos desarraigada. De rato en rato, una parcela cubierta de ceniza se abría paso entre las construcciones, un par de bueyes con arado, un familiar olor a leña.

Cada vez que recorría ese trayecto me afirmaba en la constatación de que Tianjin no podía ser «la balsa celestial», significado de su nombre y, menos aún, la puerta del cielo, aunque a los emperadores les haya sonado tan poético y aunque, en realidad, constituya una entrada a la capital por motivos geográficos y portuarios. Tianjin, la ciudad en donde entonces yo vivía, era —para mis ojos que extrañaban la nitidez de los Andes— una viva muestra del fracaso que llamamos industrialización.

Pero ese día, en ese viaje, la catástrofe ambiental me importó poco. Iba luchando internamente para aplacar las voces de mi intuición venida a menos. A fin de cuentas, un sentido al que ignoramos de manera constante acaba por convertirse en fondo estático, en ronroneo sin la fuerza necesaria para sujetarnos antes del punto de no retorno.

El recorrido duró aproximadamente una hora y media, y la idea de bajarme en una estación temprana fue sofocada varias veces por mi imbatible necedad.

Encendí el iPod que me había comprado pocos días antes, de contrabando, en Tianjin Xingang, el mayor puerto del Norte de la China, y escuché canciones de Simon & Garfunkel hasta que el tren se detuvo en la Estación Central de Beijing. Al cabo de los años, puedo decir que no recuerdo el viaje sino la música y, sobre todo, se mantienen nítidas en mi cabeza las notas y la letra de Homeward Bound, “Volviendo a casa”, que repetí la mayor parte del camino hasta que las casi lágrimas se amortiguaron por el acostumbramiento de los sentidos a las palabras y a la melodía:

Y cada pueblo me parece el mismo, los cines y las fábricas, y el rostro de cada desconocido me recuerda que anhelo estar volviendo a casa…

…cuando lo que en realidad hacía esa mañana era dirigirme a Beijing para poner mi firma en un papel y entrar automáticamente en el amor institucionalizado, lejos de todo espacio conocido.

Tantas veces pulsé play sobre la misma pista que me bajé anestesiada, feliz, junto a mi prometido norteamericano que había viajado —también silencioso, también posiblemente a punto de arrepentirse— en el mismo vagón de segunda, dos filas adelante porque ese día el tren iba repleto y no pudimos conseguir asientos contiguos.

Tomamos un taxi y llegamos a nuestro destino. Faltaba más de media hora hasta el momento de la cita en la Embajada del Ecuador, así que antes de hacer la entrada triunfal en el despacho de la Cónsul, donde se llevaría a cabo por primera vez el matrimonio civil entre una ecuatoriana y un gringo al otro lado del mundo, anduvimos lentamente por el Mercado de la Seda, juntándonos y separándonos según el ritmo de lo que nos llamara la atención.

Colores y formas se agitaban con el viento y transformaban el entorno a cada instante, con la facilidad con que se mueven los gusanos al doblar sus húmedos anillos. A ratos perdía de vista a mi futuro esposo. Imaginaba que se confundía entre la gente para no volver o que yo huía por alguna callecita estrecha, dejándome tragar por los tejados chinos hasta alcanzar la Gran Muralla y descubrir, al otro lado, desconocidas posibilidades. Pero en las urbes no hay fronteras. Al contrario, los límites se funden entre sí para que exista solamente la ciudad omnívora, consumiéndose a sí misma, sin permitir la salvación de nadie.

It’s time, me despertó de aquella ensoñación la voz anglosajona de mi novio. Empujé con el rostro un pañuelo celeste que se interponía entre él y yo, y sentí el roce de la seda como si fuera agua. Se dispersaron los olores, las imágenes, las caras olvidables de la gente.

Caminamos una cuadra y tocamos el timbre de la puerta principal del edificio. Me reconfortó pensar que un gran poeta había pasado por allí. Mientras subíamos en ascensor, se me vinieron a la mente algunos versos de Rubén Astudillo, que había terminado su misión de Embajador apenas un mes antes de que yo me mudara a Tianjin para trabajar como profesora de idiomas.

Sus palabras resonaron con fuerza en mi nostálgico cerebro:

La misma luna que esta noche
cruza, con su mata
de estrellas, por encima
de los pinares de Xian, mañana alumbrará
los eucaliptos y las
capulicedas
de mi pueblo
.

Me sacudió un escalofrío: ya estábamos en la oficina de la Cónsul. Habíamos atravesado el mar, la geografía, los idiomas, las muchas formas de comer o de hacer signos con las manos para señalar los números. Pero, además, yo había pisoteado mis propios límites, sin escuchar la voz que me decía: ten cuidado y hazle caso a tu intuición.

Entonces era yo muy joven para hacerme caso. No podía ser que me dejara intimidar por miedos ridículos a indicios, solo a indicios, de algún trazo de violencia; una posibilidad de maltrato que quizás únicamente estaba en mi imaginación. En un par de ocasiones, sí, digamos que… Pero, al final, seguro no eran más que diferencias culturales, fronteras que se pueden superar.

En cuanto la Cónsul leyó en voz alta nuestros nombres, respiré por última vez, desde mi estado civil previo, ese aire con partículas visibles por lo turbio. El Embajador y su esposa hicieron de testigos, mientras algunos funcionarios, todos ellos transportados desde la mitad del mundo al Asia, silenciaban su emoción frente a un partido del Mundial Corea-Japón en una salita aledaña. No recuerdo quién jugaba.

Me equivoco: jugaba yo, apostando a cara o cruz, aunque la moneda —lo sabía— tenía falla de fabricación, sin ofrecerme la más mínima oportunidad de triunfo.

Pudo ser peor. Salí con vida, doce años después y casi víctima de femicidio, pero viva. Con la intuición afilada y sin miedo. Ahora veo las fronteras invisibles, los límites que nadie debe atropellar. También he derribado murallas inútiles, he aprendido a ya no hacer lo que de mí se espera.

He vuelto a casa.

La frontera, un instante

Las montañas de Guilin se parecen a las de Vietnam, ese paisaje antiguamente sepultado bajo el mar. La misteriosa geografía kárstica. Miro las cumbres puntiagudas tras la niebla; sería fácil confundirlas con una pintura si no fuese por la humedad o por el cálido empellón del viento. Desde la barra del bar donde me bebo una cerveza se escucha Scarborough Fair, otra canción de Simon & Garfunkel que persiguió mis pasos por la China. Pienso en Vietnam, al otro lado de la frontera, a tres días de distancia -en bicicleta- del sitio en donde estoy. Imagino a los soldados anhelantes por regresar a una normalidad irrecuperable. Cada cosa que la voz lírica le pide a su amada para volver es imposible de cumplir. Y es que, cuando las fronteras del horror se han traspasado, ya nada puede ser como antes. Scarborough Fair, un recordatorio de lo perdido, sea en una guerra medieval o en nuestros días, aquí o en China. Cuánta verdad se esconde en un lugar común.

Los volcanes de mi país se elevan entre las hoyas pero, en vez de dividir a la población, deshacen sus nudos en el descenso y reparten sus laderas entre pueblos con culturas culinarias, costumbres y formas de hablar tan diferentes entre sí como los climas y las altitudes que componen la diversidad que nos caracteriza. Son capaces de encender, si es necesario, una cadena de fogatas subterráneas conectadas unas con otras. Antisana, Cotopaxi… Chimborazo, Altar, Reventador… Los invoqué como se invoca a los ancestros o a los santos la noche en que mi depredador venía a destrozarme. Cuando el avión aterrizó, los agentes migratorios le negaron el ingreso y lo deportaron por algún motivo burocrático, arrebatándole —sin darse cuenta— la oportunidad de hacerme daño. Entonces experimenté lo que es decir: «mi territorio».

«Dos niñas, de dos y cinco años, provenientes de Ecuador, fueron arrojadas por el muro fronterizo», dice el periódico. Se trata de la barrera entre Estados Unidos y México, en el estado de Nuevo México, una mole de 4,2 metros de altura. No será la primera ni la última vez que algo así ocurra. Sus padres las han enviado solas, a manos de un coyotero, para que crucen el umbral que bien podría ser la muerte. Avanzan con una caravana de personas que no ven más allá de sus propias piernas y que no se detienen cuando las pequeñas son empujadas y se estrellan contra el suelo desértico. Cada quien busca salvarse a sí mismo. Las niñas cargan los sueños de sus padres sobre los hombros, lo que hace más dura la caída. No mueren porque sus huesos son flexibles y se quiebran sin dañarse para siempre. Es una pérdida recuperable, no como la del hombre que se mata de un tajo, o la de la mujer que queda paralítica y con lesión cerebral. Pero, a su edad, las dos pequeñas no consiguen comprender lo que ha pasado. El dolor se les imprime en cada célula como una información corpórea. No son capaces de explicar esa ansiedad de huir que las perseguirá toda la vida.

Si la frontera es un río, las lamas cubrirán los rostros de los muertos.

El aire, el agua, las placas tectónicas desconocen líneas divisorias. Las catástrofes no detienen sus efectos al llegar a las fronteras. Cuántas nubes tóxicas se han formado en Beijing o en sus alrededores; han viajado hacia el mar; se han instalado en otras ciudades o países. La agencia AFP anunció, hace apenas unos meses, que la producción de carbón en China aumentó en un millón de toneladas diarias, justamente cuando se llevaba a cabo la COP26 sobre cambio climático en Glasgow. No hay frontera que detenga las partículas. Incluso si las nubes tóxicas se diluyen con medidas urgentes que no resuelven nada —sino que crean la ilusión de un Gran Hermano protector que cierra escuelas, que decreta alerta roja para que la población pueda mirar el cielo gris por la ventana—, el aire, el agua y la tierra cultivable continúan acumulando desechos. Mientras no veamos la correlación que existe entre consumo y producción, seguiremos procreando ruina. Culparemos a los países que aparentemente la ocasionan, cuando estos son los que ejecutan el trabajo sucio de un sistema que va mucho más allá de las buenas intenciones de individuos sin poder alguno. El horror no se detiene con un mapa político, sino ¿por qué no fue posible contener la radiación generada por accidentes nucleares, la ocasionada por pruebas programadas, la que han dejado las temibles bombas arrojadas a propósito? El horror es y en él coexistimos dentro de una sola atmósfera, sin límites impuestos por cadenas montañosas o por ríos que demarquen el fin de algo que quisiéramos dejar atrás.

El horizonte de eventos es una frontera imaginaria que determina el punto de no retorno en un agujero negro. Para volver sería necesario superar la velocidad de la luz. Así, con nuestra vida: la realidad colapsada no es modificable (al menos, hasta hoy). A partir de su horizonte, solo quedan las opciones que allí se nos ofrezcan; no las que hayamos rechazado; no las que pudieron haber sido… Sin embargo, todo agujero simbólico, todo pozo que nos traga, toda frontera, encierra su propia velocidad, sus galerías, sus desvíos. Una vez dentro, no vemos más allá de lo observable. El ser humano inmerso en su circunstancia se olvida del entorno y se ensimisma. Quizá la salvación esté en mirar a los demás.

El escritor, según lo plantea Sábato, no se guía por una búsqueda racional sino casi “teológica”. La escritura novelística hurga en el infierno personal del sujeto y está más marcada por el misterio que por una indagación filosófica. Sin embargo, ¿dónde se encuentra la línea divisoria entre ambas posibilidades? Misterio y conocimiento se entrelazan en el lenguaje. De ahí que la realidad esté «donde somos capaces de engendrar una forma», como lo afirma Roberto Juarroz en su ensayo La poesía, la realidad, la poesía. En el lenguaje se disuelven las fronteras entre lo posible y lo imposible porque «la visión poética es, además, visión verbal», sin que haga falta una correspondencia entre las palabras y lo que está fuera de ellas. Así es como la literatura se funde con la vida y la resignifica desde su propia forma, sin dejar por ello de dialogar con la experiencia «práctica» o «real». Más aún en nuestros días cuando se han disuelto los límites entre los géneros literarios y el acto de escritura puede arriesgarse a transitar abismos que antes fueron insalvables.

La línea divisoria entre la mortalidad y la inmortalidad no existe. Todo es mortal: cualquier trazo que dejemos será olvidado por muerte, por enfermedad o por descuido de los otros. No se diga de uno mismo. Mi abuelo nos olvidó cuando le sobrevino un accidente cerebro vascular. Pero no solo se le borraron nuestros nombres e historias personales, sino que desconoció a Shakespeare, a Cervantes y a Jesucristo, por citar algunos ejemplos notables. Olvidó su propio ser. Su dolor, incluso, le era ajeno. Cuando el mundo se termine, sea por destrucción masiva, por extinción de nuestra especie o por simple acto de abandono, también se borrará toda memoria colectiva y personal, grandiosa o insignificante. La inmortalidad no es más que un espejismo; por eso, no existe un punto de inflexión que pueda separar ambos posibles territorios. Hay uno solo: el ser mortal. Entonces, ¿para qué diablos escribir o perder tiempo en cualquier cosa que parezca trascendente? Tal vez (seguro, mejor dicho) para que el viaje sea compartido.

Pensar en fronteras reales o imaginarias resulta imposible sin hacer referencia a lo que ha escrito Zygmunt Bauman sobre la modernidad inestable y líquida que experimentamos hoy en día. Una modernidad superficial en la que los distintos ámbitos se disuelven tan pronto surgen: el amor, las comunidades, las propuestas artísticas, incluso las identidades. Básicamente, la fragmentación dictamina la manera en que percibimos la realidad, que ya no puede ser aprehendida sino a partir de mucha información poco profunda y sin un hilo conductor que permita comprender los fenómenos actuales o pasados. Esto, explica, obedece a la necesidad de los mercados, cuyo éxito se basa en el candor de individuos poco críticos, egoístas, incapaces de ver más allá de su inmediatez. Sin embargo, me pregunto si esta vacuidad no fue algo que se impuso, desde siempre, sobre lo que llamamos “masas”, a fin de mantener controlada a aquella franja de la población que, para efectos de conservar el statu quo, ha sido excluida de una educación que le permita comprender los mismos mecanismos que la excluyen, valga la redundancia y valga la perversidad subyacente en este juego de palabras. Siempre se han fabricado desechables. Al poder le ha convenido y le conviene que así sea. Por ello, lo que ahora llama la atención en este mundo de fronteras líquidas es que la falta de solidez —esta caducidad inmediata de las ideas y las experiencias— arrastre consigo también a los intelectuales, a sujetos «educados» y supuestamente «críticos». Solo el tiempo nos dirá si la vacuidad actual se vuelve una herramienta de supervivencia ante los vertiginosos cambios que debemos enfrentar o si, al contrario, se erige como la causa principal de todo olvido.

La pandemia agudizó las fronteras, antes solapadas, que diplomáticamente dividían a los vecinos, a los desconocidos, a los países, a los continentes… En un mundo en donde hay tanta soledad, por un lado, y tanto individualismo, por otro, una peste es la mejor excusa para desentenderse de los demás, sacar las garras y los dientes sin empacho, cerrar la puerta en las narices. Que cada quien viva su propio hacinamiento o su abandono; que se suicide o que asesine; que maltrate y sea maltratado. Que se evaporen de este mundo los prescindibles. De alguna forma, así ha ocurrido. Una pandemia con afán de selección.

Los niños viajan sobre los hombros de sus padres o van sujetos por una chalina a las espaldas de sus madres. Los no tan chicos vienen andando, seguidos por los perros que, a veces, se juntan a la caravana. Toda una historia de migraciones desde que el mundo es mundo. Causan tristeza las imágenes, si son remotas. Para algunos, constituyen un motivo de oración, pero cuando se manifiestan en tiempo real, frente a tu casa, despiertan odio y xenofobia.

¿Hay frontera más ancha que el prejuicio y abismo más insalvable que la apatía? ¿Habremos alcanzado el punto de no retorno?

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