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«Dante y la Comedia», por doña Cecilia Ansaldo

Se trata del viaje de la vida y el de las almas. Con la metáfora del movimiento, el autor impulsa a seguir adelante: los seres humanos están abocados al paso del tiempo, a la caída en el error...

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Me dije que iba a reservarme de los libros, luego de la clamorosa acogida a la VII Feria Internacional del Libro de Guayaquil. Cinco días dedicados a plenitud, a visibilizar la presencia de tales objetos preciosos en nuestras vidas, en medio de un trasiego incalculable y feliz, exigían un retiro a otros lenguajes. Pero las fechas se imponen. Esta semana el mundo recuerda al bardo florentino que nos legó una narración inmortal, cuyo título consiguió el adjetivo de “divina” por admiración de los lectores. Que a los 700 años del fallecimiento del autor se siga leyendo universalmente al margen de especializaciones y academias, es un logro incomparable.

Creo que la mayoría ha leído una versión prosificada de los 14.233 versos escritos en tercetos, dentro de su compacta simbolización de todo cuanto puede significarse con el número tres. Por tanto, nos hemos adentrado en el poema como si fuera una novela, emprendido con el ímpetu de una voz personalista —qué moderna la decisión— que no disimuló que se trataba del autor, el discípulo de Virgilio, el miembro del partido de los güelfos. ¿Autoficción en tiempos medievales?

La divina comedia siempre estuvo en mis programas de bachillerato. Recuerdo a la madre de familia que lo celebraba porque sus hijos podrían leer cualquier texto juvenil por su cuenta, pero que nunca iban a elegir un libro de tan memorable antigüedad, confiando en que la profesora conseguiría que les interesara. Acertó. La imaginación de Dante, que impregnó de llamas y castigos idóneos al pecado (los lujuriosos arrastrados por un viento eterno, como el de sus pasiones; los golosos, hundidos en un charco de estiércol), les dio material a los pintores y ejemplos concretos a los predicadores.

Se trata del viaje de la vida y el de las almas. Con la metáfora del movimiento, el autor impulsa a seguir adelante: los seres humanos están abocados al paso del tiempo, a la caída en el error, a la persecución del poder (Dante vivió acorralado entre las tensiones políticas que suponía apoyar al papa o al emperador). Y en algún momento se da cuenta de que su alma inmortal —el catolicismo era verdad única— corre el riesgo de perderse. Entonces se abre el telón de las posibilidades sobrenaturales que le esperan: infierno, purgatorio y paraíso. Los lectores de la Biblia saben cuán libremente pasó el poeta por encima de las alusiones a la eternidad: concibió círculos de padecimiento, espera y premio; colocó a personajes históricos en lugares precisos (el papa Nicolás III aparece entre los fraudulentos por simoníaco), creó el limbo para los virtuosos que no tuvieron la suerte de ser bautizados.

Una figura femenina se yergue en la más santa y sabia representación: Beatriz es la conductora del ascenso al paraíso, encarnando el amor supremo y angelical que pueda sentir el hombre. Cercana a la idealización de la poesía trovadoresca, la feminidad es cifra de lo más alto, bien lo ilustró después Petrarca. Acaso amarró a la mujer a una concepción que le costaría siglos de manipulación y servidumbre, tras la máscara de lo sublime.

¿Por qué no escribió su ambicioso poema en latín, la lengua general y dominante? La elección fortaleció el idioma toscano y el triunfo de la lengua popular. La literatura mayoritariamente ha optado por el pueblo.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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