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«Dante y su universalidad», por Patrizia di Patre

Conferencia pronunciada por la doctora Patrizia di Patre en el marco del III Congreso Internacional de Estudios sobre Dante Alighieri en el Ecuador: Dante desde distintos ángulos. La reproducimos a continuación:

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Dante y su universalidad*

Conferencia pronunciada por la doctora Patrizia di Patre en el marco del III Congreso Internacional de Estudios sobre Dante Alighieri en el Ecuador: Dante desde distintos ángulos. La reproducimos a continuación:

La universalidad de Dante: menudo tema. Tendremos que dividirlo cartesianamente, por componentes mínimos. Mas podríamos partir también de una definición tomada del propio Dante, y tomada nada menos que del Paraíso. En el canto XXV del sector paradisíaco el poeta afirma que en su poema “han puesto mano cielo y tierra”. Por más que se haya reflexionado bastante sobre este enunciado, queda aún mucho que decir, a mi parecer: porque el poema ha de ser considerado, a la luz de esta aserción, al mismo tiempo sacro, y profano; conjuga todas las facetas del mundo, reúne a Platón y Aristóteles, estos grandes sabios que, según se dijo, han dividido el mundo en dos: el cielo del Paraíso, la tierra variamente infernal, o redentora. No en balde a Aristóteles y Platón se los representaba en dos actitudes opuestas: el uno con los ojos levantados al cielo, el otro con el dedo índice apuntando a la tierra. Pero Dante pretende sin más haber reunido los dos extremos, ambas formas de considerar el mundo: “cielo y tierra”… ¿La universalidad no consiste en eso? Y también la eternidad, en cierto sentido; “Durará cual el largo movimiento del mundo”, exclama Beatriz a propósito de Virgilio, de su obra emblemática. Pero el elogio es en parte autorreferencial. Lo sentía así el Dante joven, al escribir en la Vida Nueva que el poema dedicado a Beatriz -entiéndase la Divina Comedia– sería tan grande, que jamás se había dicho antes ni se diría después nada semejante. Beatriz está destinada a volverse cifra de todo, guía y pasión, decodificación y misterio. Todo lo que puede encerrar el mundo aglutinante del pensamiento generado por la técnica, de un real que transforma los arquetipos; pero también la idea capaz de cambiar, retroactivamente, los caminos andados. Y ¿qué implica eso? Simplemente el hecho de reconciliar la vida con el arte, la recreación con el dato.

Daré inmediatamente un ejemplo. Ya se sabe que Beatriz, la mujer cantada por Dante, no es más que un modelo, pura imagen sublimada. Ni siquiera tiene rasgos corpóreos bien definidos: es la mujer ángel, por antonomasia. De aquí surgirá un filón ininterrumpido de mujeres angelicales, en la literatura de todos los tiempos: incluso en la obra de un postromántico como Medardo Ángel Silva, con sus caracterizaciones filomodernistas. Pero lo que no se considera suficientemente es la funcionalidad atrevida, meramente dantesca -valga el adjetivo- del prototipo en cuestión. Dante logra insertar en el tronco platónico del amor sublimado una noción eminentemente aristotélica –la de analogía, analogía con el ente creador–, en virtud de la cual la mujer se convierte en un análogo de la suprema beatitud (en cuanto se refleja en ella la divina majestad, por supuesto); la mujer se vuelve así puro instrumento salutífero: un vehículo para llegar al Cielo. En la Divina Comedia, le bastará a Dante contemplar los ojos maravillosos de su mujer, cuando a su vez la criatura beata está mirando a Dios, para ver en ellos la proyección refleja de la deidad.

La funcionalidad del fenómeno descrito queda evidentemente garantizada por el carácter universal de su esencia. Lo absoluto del mecanismo estilnovista, de esta corriente a la que adhiere Dante Alighieri, permite una objetiva “intercambiabilidad” de los agentes. Y es que la inspiración subjetiva, peculiarmente romántica, no es propia del Dulce Estilo, ya que la experiencia amorosa no se refiere al individuo empírico, sino a un ideal trascendente de hombre, a la encarnación de una categoría inmaterial.

Paralelamente, y por consecuencia lógica, la mujer pierde cualquier atributo histórico, y es “Madonna” por antonomasia (no la cantante), simplemente “mea domina”, mi señora: es un ángel encarnado, la figura que despierta Amor (en la superior atribución señalada).

¿Y Dante, qué? Dante innova tremendamente, dentro de esta temática. Dante va más allá de cualquier atrevimiento poético, sosteniendo con descaro que la función “beatífica” (lo decimos entre comillas) de la mujer no se limita en realidad al “saludo, que da salud”, según la etimología del vocablo. Porque cuando, por circunstancias que sería difícil aclarar aquí, la cruel de Beatriz le niega el saludo a su amante (amante platónico, naturalmente) este no se da por vencido; al contrario, afirma ante el sarcasmo de los incrédulos que ahora es más feliz que nunca: posee la dicha de escribir sobre ella, puede transferir y concentrar su alegría en las rimas que constituyen su elogio. A partir de este momento, el amor de Dante se vuelve totalmente gratuito; gratuito y autosuficiente, ya que nadie puede arrebatarle su posesión y el gozo de los correspondientes efectos.

Una felicidad consistente en la mera alabanza del objeto amado, la pasión cuyo disfrute se reduzca a la pura carga emotiva de una contemplación desinteresada, representa el más cumplido modelo del amor cristiano. Dante no bromea, con sus parámetros analógicos; puede que corra el riesgo de quemarse, como Paolo y Francesca en el V canto del Infierno, pero no abandona aún su postura. Finalmente, decide “escribir sobre ella -sobre su amada ideal- lo que nunca jamás fue dicho de alguna”: y compone la Comedia, comedia divina, enteramente dedicada a Beatriz, pero con vistas a un objetivo trascendente, el peregrinaje de la mente religiosa, la aspiración del ser humano a una conquista diuturna, imperecedera.

Esto era algo, quiero advertir, tremendamente revolucionario desde el punto de vista poético: haciendo de sus fantasmas artísticos el reflejo técnico de una aventura humana (la felicidad colocada en los versos), Dante muestra y opera una auténtica transferencia de superficies dramáticas, opta por una expresividad polivalente: es decir que pasa de la vivencia al dato poético, y viceversa, hasta llegar a una mutua reconversión, a un intercambio constante. El hecho vital se vuelve instrumento de la praxis poética: el instrumental técnico-artístico se torna episodio anímico y sugiere una práctica existencial. La dantesca Comedia no es sino la apoteosis de una mujer, como emblema y cifra de la aventura humana. (¿Es mucho pedir, tal vez?). Fascinante y nuevo, todo un hito en la historia de las ideas.

Pasemos ahora al binomio carne-espíritu: realismo versus idealismo, estos dos polos de la humanidad sensible y pensante.

En el canto XXXI del Infierno dantesco hay un episodio que será recreado, pero con los términos invertidos, nada menos que en el capítulo VIII del Don Quijote, primera parte. Me gusta referirme a esta operación emuladora por parte de otro gigante de las letras, pero españolas, ante la academia ecuatoriana de la lengua. Es como cuando le reprocharon a Juan Montalvo el hecho de ser demasiado castizo, de expresarse en un lenguaje arcaico: “La culpa la tienen”, replicaba él, “fray Luis de Granada, Santa Teresa de Ávila, y todos los demás del Siglo de Oro. Tanto había leído yo sus obras, que se me pegaron, sin que lo advirtiera”. Un trozo del escritor granadino reaparece, en efecto, en la primera de las Catilinarias de Montalvo: potencia de las fuentes, del intercambio constructor operado por las letras.

Pero vayamos al episodio en cuestión. Virgilio se dirige a Dante advirtiéndole lo siguiente: “Antes que en esta vía te adelantes, / sabe que no son torres: son gigantes / hundidos en la fosa, y esto explica / que sus bustos se yergan arrogantes”. “¡Mire usted que no son gigantes, son molinos de viento!”, le gritará a don Quijote un Sancho partidario del buen sentido, de las prácticas prudentes y de cuanto es sano, verificable y patente. Dos mundos que se oponen en una exclamación, en un grito de advertencia.

En el mundo de Dante, lo que pasa es lo siguiente: con la rectificación operada por Virgilio (“No son torres, sino gigantes”) la mente acoge otro cuadro, absorbe otras radiaciones: el intelecto se reforma con base en las nuevas sugestiones, se amplía dramáticamente, es otro. Un universo jamás visto ocupa el espacio polimorfo de la interioridad. “Mira bien: cata que no son torres, sino gigantes”, se dice entonces en la Divina Comedia. Pero en el mundo de Quijote, donde todo está al revés con respecto a la percepción común, los que parecen molinos son, en realidad, gigantes, gigantes verdaderos; y las presuntas aspas solo encubren sus brazos. En lo que respecta a Dante, la verdad se abre camino progresivamente; pero en el segundo caso es el protagonista quien la instaura: y es que don Quijote tiene el mundo en su cerebro. Su geografía ocupa todos los mapas, y estos remiten siempre al trazado de un encefalograma específico. La realidad quijotesca no tiene necesidad de interpretar los datos sensitivos, los crea.

¿Cuál es en definitiva el discrimen entre estas posturas antitéticas? El hecho de que la realidad dantesca se interioriza, al tiempo que –ya lo sabíamos– el universo mental de don Quijote, inevitablemente, se externa. El uno anticipa la visión realista cartesiana, el otro aspira al subjetivismo de interrelaciones personales, forjadas con el poder de la imaginación. Pero hay un rasgo en común entre los dos episodios considerados, y es el de la gigantez: un desprecio enorme hacia las pequeñeces de la vida, por todo lo apocado y vil en aspiraciones y designios. Más allá de las apariencias, tanto Dante como Cervantes quieren descubrir, por obra de una intelección superior, esa realidad que constituye su universo. Mas para ambos la existencia accesoria es solo un velo de la realidad sempiterna, respectivamente objetiva o interior. Su verdad está basada en una visión original del mundo -característica de los auténticos innovadores-, o sea el aspecto macroscópico en que se cifra, o al cual se reduce, su universo privado. Todo un cosmos encerrado en unas cuantas líneas: “Mira que no son torres, son gigantes”; “No son gigantes, solo molinos de viento…

La capacidad de representarse todo un mundo por medio de una frase es propia de un titán: no desperdició la ocasión el gigante español de las letras, y se puso a demoler el universo de Dante con un recíproco celular, otro núcleo de infinita densidad, como un Big Bang de la imaginación poética. Y si quieren saber más sobre este duelo minimalista entre gigantes, pueden consultar en línea al artículo que escribí para divertirme, y apareció en la revista filológica “Tonos”: se titula justamente “Entre gigantes, torres, y molinos de viento: cuasi una fantasía”.  Otro artículo que escribí para divertirme apareció en “Anales Cervantinos” bajo el siguiente título: “Sancho elocuente, Sancho listo, Sancho sincero”: aquí se muestra el mundo desde la perspectiva invertida del escudero, que es la más simpática, en definitiva, y nada burda en realidad: muy inteligente en cambio. También este trabajo se puede leer en línea, si alguien tuviera este original antojo de buscarlo e incluso leerlo.

Pero hablando de células: fue Borges el que le atribuyó a Dante la capacidad de representarse una vida, definir a cabalidad un personaje, a través de un verso, y en un solo momento espaciotemporal. Borges declaraba también haber aprendido él mismo este mecanismo de su ídolo poético, del propio Dante; y a él refería características totalmente emblemáticas, hasta el punto de forjar, sobre la base de su consideración, un auténtico paradigma artístico, la imagen ideal de la poesía. “Materiales para una epistemología de la creación poética”, titulamos nuestro proyecto los integrantes del relativo grupo de investigación, refiriéndonos así al Borges estudioso de Dante, el de las conferencias y de los Nueve ensayos dantescos. Estos ensayos son maravillosos, una verdadera obra maestra; respecto de las conferencias, pueden acudir tranquilamente a una grabación disponible online: vean particularmente la primera de las “Siete noches”, un ciclo de conferencias borgeanas que empiezan, naturalmente, por Dante Alighieri. Será una experiencia altamente gratificante: es difícil no salir de ella absolutamente extasiados, como de una aventura encantada. A propósito, fue Dante quien habló primero de un bajel mágico que anduviera a merced de las olas, con una tripulación enteramente ocupada en tejer sueños, razonar de amor, pronunciar palabras creadoras. Así como su amada se convertirá después en pura filosofía, la filosofía considerada como búsqueda incesante, aspiración eterna al conocimiento y posesión: otra forma idealizada del amor, lo que atrae y arrastra, y llevará al secreto último de la verdad conquistada para siempre.

Son metáforas que se vuelven realidad, traslados fontales, podríamos llamarlos. Y antes de llegar al aspecto probablemente más celebrado del universalismo dantesco, o sea el de la lengua, ocupémonos un poco de las figuras elaboradas por Dante, esa peculiar operación de constructivismo léxico. Dante logra imponer a la lengua el esfuerzo de transmitir pensamientos inusitados, volviéndola más refinada a consecuencia involuntaria de la adecuación; y esto con rimas preciosísimas, palabras raras o completamente inventadas, hápax -o sea términos que recurren una sola vez- de increíble elaboración. Pero si el lenguaje recibe ese empuje decisivo por parte del referente, este –el referente en sí– quedará a su vez potentemente condicionado por el registro verbal. Ya vimos el intercambio de términos entre la pura técnica y el acontecer prosaico en el universo de Dante. La Divina Comedia presenta continuamente una dialéctica de este tipo: cuando una experiencia vital ya está extinguida y se quiere dejar definitivamente atrás, paralelamente cesa el estilo con que solía manifestarse. El repudio de cierta fase vital lo será también de sus características lingüísticas, y se podría incluso afirmar que la escalada estilística se corresponde siempre, en Dante, con una ascensión místico-espiritual. Cuando Dante abandona un episodio, es porque le ha dado la espalda a un estilo poético, a cierta tendencia o técnica argumental.

Entonces, nos preguntamos, ¿cómo es que a Dante se le considera sin más el padre de la lengua italiana? Con esa individualidad potente, y pese al refinamiento intelectual que hemos tenido la oportunidad de constatar, aun en el transcurso de esta breve charla. ¿Cómo ha de ser posible?

Creo que llegaremos a disipar un mito y, paradójicamente, a acrecentar su importancia colateral. Dediquemos una mirada al universo lingüístico de Dante. El italiano, como idioma unificado y propio de la península itálica, no existía en tiempos de Dante. ¿Cómo así? El hecho es que tampoco existía algo llamado Italia; solo había un conjunto de municipios, ciudades-estado como las poleis griegas, cada una con su habla característica: variedades regionales. Uno de estos idiomas era el hablado por el propio Dante, o sea el florentino. “El italiano coincide con el idioma toscano, en particular con el florentino”, suelen proclamar los maestros. Y cualquiera podría pensar que, efectivamente, Dante tenía sobrados motivos para privilegiar su propio idioma, e imponerlo finalmente como única alternativa posible. En realidad, eso es completamente falso. ¿Quieren saber realmente qué decía Dante del idioma toscano, y en particular del florentino? Decía… que le parecía aborrecible, realmente asqueroso. “Es nauseabundo”, afirmaba con aplomo: es verdad que lo decía en latín, en un tratado que él mismo compuso, sobre la elocuencia en lengua vulgar –en lengua romance, o sea derivada del latín–. ¿Y qué opinaba Dante de los que pretendían asumir el idioma florentino como lenguaje oficial de la nueva nación itálica? Afirmaba que se encontraban bajo los efectos de una demencia etílica.

“Vos deliráis”, gritaba furibundo, presa de una auténtica cólera.  Es verdad que sentía un poco de resentimiento hacia sus conciudadanos: lo habían desterrado. En los primeros años del siglo XIV escribió una hermosa canción, destinada a suscitar la compasión de los florentinos, a los cuales pedía literalmente perdón.  “Bien me podrían perdonar ahora”, exclamaba en los versos finales; mas si no lo hacen, es porque en realidad no saben quién soy”. Con esta alusión evangélica, orgullosa y titánica así como apasionadamente dolorida, Dante renuncia a toda esperanza de poder volver algún día a la ciudad que le vio nacer.

Volviendo al Alighieri lingüista, él afirmaba no expresarse en el romance, el idioma nativo, de Florencia: él utilizaba nada menos que el “vulgar ilustre” (y no es este un oxímoron, una conciliación de opuestos: por este término se entiende el romance, por ejemplo el francés, o el español: vulgar porque no gramatical e ilustre, como el latín); Dante entonces afirmaba utilizar el romance ilustre o depurado, la lengua italiana por definición. Y al que le objetara que el tal idioma no existía, se las ingeniaba para urdir una réplica sutil, en forma de parábola. “Italia”, decía, “es como un bosque, poblado por diferentes fieras: entre ellas, la más notable es la afamada ‘pantera invisible’”.  Una especie de “chupacabras” medieval.

Los bestiarios de la época hablaban en efecto de una pantera que nadie había visto nunca, pero cuya existencia podía tranquilamente inferirse por las señales que dejaba: en especial cierto olor característico y muy penetrante (¡un auténtico Chanel!), que no daba lugar a dudas sobre su procedencia. Ese perfume se encontraba, al parecer, en todas partes, sin que la presencia física de la pantera se registrara en ninguna. Nació así toda una semiótica ligada a la creatura, por la cual se justificaba plenamente la hipótesis de sus continuas apariciones; del mismo modo que, por el hallazgo de animales destripados o degollados de forma despiadada, cualquiera siente el íntimo deseo (y supone la conveniencia) de postular la existencia del chupacabras…

El vulgar ilustre es así, prosigue Dante implacable, posee estas características: se advierte en todas partes de Italia, mas no reside enteramente en ninguna. Su presencia y, podríamos decir, su perfume puede percibirse en cualquier municipio; pero ninguno de ellos podría jactarse de haberlo visto nacer. Finalmente, no se identifica con ningún idioma en especial, si bien cada uno presenta trazas de él.

¿La propuesta?

Elaborar una suerte de paradigma o prototipo de romance, construyendo -artificialmente- su tipología mediante la eliminación de los rasgos locales (peculiares de cierta región, y por lo tanto excéntricos), y la conservación y sucesiva reunión de los elementos comunes.  Se trataría de captar, en suma, el perfume de la pantera, y venderlo en frascos: bien tapados e inclusive contramarcados con una etiqueta que rece: “El auténtico romance italiano”.

La idea del autor se corresponde, en realidad, con una operación matemática, y su pretensión se nos antoja tremendamente ambiciosa: una verdadera locura. Pero Dante era capaz de todo: no en balde es un genio universal.

¿Sucedieron las cosas tal y como las postulaba Dante?

Deberíamos ser muy ingenuos para creer eso. La evolución de una lengua no responde, por supuesto, a esquemas preestablecidos, ni puede secundar la voluntad de nadie. Sucedió lo inevitable (desde un punto de vista histórico). El toscano, empleado en un área de gran prestigio político-cultural, se volvió la nueva y reconocida lengua italiana.

Una vez más, una mente poderosa impulsó de hecho un proceso, del cual negaba obstinadamente la existencia a nivel consciente y declaraba, bajo el punto de vista lógico, la falacia.  Eso equivale a decir que Dante realizó -o contribuyó a realizar- las condiciones históricas que hicieron del toscano la lengua oficial italiana, mientras gritaba contemporáneamente a los cuatro vientos que eso sería absurdo, inaceptable. “¡Sobre mi cadáver!”, proclamaba en ese tratado suyo “de vulgari eloquentia” (sobre la elocuencia en lengua vulgar o romance). Y los italianos pasaron, efectivamente, por encima de su cadáver, utilizando sapientemente las cenizas que el Grande dejó.

Ya ven, entonces: un modelo de tipo platónico, una realización totalmente aristotélica, o factual, individual. Volvemos de nuevo a la simbiosis anteriormente descrita, señal de universalidad certera.

Vayamos ahora al capítulo de los artificios métricos: a la famosa rima de Dante, al cursus (ya diremos qué es). Hay una frase de Humberto Eco que describe a la perfección el carácter de la genialidad dantesca; es como un lema, y suena más o menos así: “Hay que imponerse constricciones, para poder crear libremente”. Y a Dante le encantaban los problemas. No en balde compuso la Comedia (“divina”, le dirán después) en el metro más peliagudo que encontrar se pudiese: tercetos de endecasílabos en cadena, sujetos al siguiente sistema de rimas:

a b a / b c b / c d c,

etc., donde la rima del verso mediano se convierte sucesivamente en la de los extremos, obedeciendo a una dinámica de trinomios progresivamente desplazados. ¡Cerebral, exacto, mortal! Un mecanismo de infarto. Y Dante, sintiéndose ahí como un pez en el agua, concentrando en la rima (que debería haber sido su peor pesadilla, una atadura insoportable) la más delicada de sus invenciones, lo más sutil de un ingenio volcánico. Umberto Eco no se refería a Dante cuando dijo: “Hay que inventarse impedimentos, si se quiere crear libremente”, esta ingeniosa paradoja; pero tales palabras describen en modo prodigioso el arduo esfuerzo creador de Dante Alighieri, capaz de convertir un estorbo técnico en el vértice de su espontaneidad imaginativa.

Pero es en la prosa (prosa latina, naturalmente) donde nuestro genio se luce más. En la prosa había también cadencias, sucesiones rítmicas aptas para definir cláusulas ben determinadas. De esta forma, podemos encontrar un ritmo sincopado o rápido, denominado velox (del tipo “Ómnia videántur”), al lado de uno mediano (“ésse vidétur”) conocido como planus (ritmo llano, un andante); mientras que el lento era definitivamente tildado de tardus (ésse vidébitis).

Naturalmente cualquier binomio verbal podía estar en lugar de los modelos indicados: todas las posibles palabras, con tal de responder al correspondiente sistema acentual. Por supuesto eso debió de ser ‘focazo’, como se diría ahora o en la jerga de hace algún tiempo: no sé si lo sigan diciendo; o sea, una verdadera ‘lata’. Uno se aprestaba a concluir una frase estudiosamente meditada, algo forjado con solemnidad al crisol del ingenio individual…, cuando a la criatura etérea se le cortaban las alas, no podía elevarse, tenía que bajar a la fuerza. ¿Y por qué? Por culpa de un dichoso acento, de una alternancia prosódicamente equivocada. Cualquiera se enoja, pues…

¿Creen ustedes por ventura que a Dante le asustara eso? Ciertamente que no; pronto aprendió a manejar este sistema peculiar de cadencias buscando una ondulación característica, algo que fuera solo suyo. Paralela y sucesivamente, se manifestó la exigencia crítica (crítico-filológica) de encontrar lo más privativo de la prosa rítmica dantesca en especial relación con temas peliagudos, como la autenticidad de una epístola “endemoniada”, una especie de ‘Código da Vinci’. Se trata de la carta que Dante envió a su mecenas del momento, el señor de Verona Cangrande de la Escala (Escalígeros, se llamaban los representantes de esta principesca familia). 

Tal misiva es particularmente importante, con un contenido eminentemente didáctico. En ella el autor de la Comedia le ofrecía al Señor de la Scala la tercera cántica de la obra maestra (o parte de ella), su principal orgullo, nada menos que el Paraíso. Se lo dedicaba muy prolijamente al gran señor de Verona, pero además de eso añadía todo un tratado sobre el significado, los modos, los fines etc., de esta obra inmortal. Decía entre otras cosas que él no había descendido de verdad a los infiernos, no faltaba más, y que nunca se había elevado a las alturas de la ‘divina rota’, ni contemplado a la Virgen en persona, o a San Bernardo tejiendo su panegírico con celestiales palabras: todo eso fue “de a mentiritas” o, con expresión medieval, “a manera de alegoría”. ¿Esto suena mejor, o no? La alegoría era una suerte de representación simbólica, un suceso susceptible de interpretarse en términos morales. Por ejemplo, la “selva oscura” del preámbulo al Infierno era, sí, una selva, pero también podía considerarse como el estado del mal, del pecado: lo intrincado de una conciencia sucia. Y así sucesivamente. A raíz de esta cartita declaratoria, tan inocente a simple vista, se crearon escuelas de pensamiento y llegaron a formarse aguerridos bandos interpretativos: yo por ejemplo, si en algo puede considerarse mi persona, tengo el honor de pertenecer al grupo florentino, cuyo representante más ilustre, en relación con este problema, puede considerarse Francesco Mazzoni; su rival más empedernido, el tremendo Bruno Nardi, quien no sé bien a qué escuela podría asignarse, por su multiforme actividad y parábola intelectual. Piensen que unos cincuenta años antes de que se publicara un artículo de mi autoría en Deutsches Dante Jahrbuch, allá por el año 2010, donde pretendía alegar pruebas irrefutables de la autenticidad de la Epístola (y aún lo pretendo), los dantistas D’Ovidio y Schneider creían haberle dado el golpe más terrible con sus razones en contra.

No me pregunten, por favor, cómo llegó a dudarse de la autenticidad de la Epístola, en el siglo XIX; sería el cuento de nunca acabar, y compondría otra selva de proporciones verdaderamente… dantescas. Solo les diré que la polémica duró siglos, que se prolonga como hemos visto hasta ahora, y que tuvo divididos a los dantistas como un auténtico demonio de la discordia. La cuestión es grave, y se puede solventar de una sola manera. Hay que encontrar en la Epístola XIII (la de Cangrande) una singularidad tan imperceptible, tan sutil, que a ningún falsario pudiera ocurrírsele fijarse en ella y, consiguientemente, pensar en copiarla. Debe ser un fenómeno absolutamente singular, pero también discreto en grado supremo, y de lo que podría exclamarse: “Únicamente Dante puede ser capaz de algo así”. Hay que intentar capturar, a toda costa y por todos los medios posibles, la célula de indudable procedencia dantesca.

Y aquí está (enseguida lo digo). De hecho se constata en Dante otro mecanismo de infarto, una periodicidad muy calculada de las cláusulas, un orden rígidamente simétrico, con secuencias obedientes siempre al siguiente esquema:

Ac  bc  ab,
llamando a el planus, b el tardus y c el velox.

Es decir que el cuadro completo de las posibilidades rítmicas (al final de una oración o en sus puntos nodales) de un texto epistolar dantesco prevé, o se reduce siempre, a este tipo fundamental. La disposición es única y, desde luego, altamente funcional. Recordemos por favor, solo para poder apreciar la genialidad del mecanismo en cuestión, que las cláusulas son solo ritmos, encubiertos por palabras diferentes. Cualquier conjunto de palabras puede manifestar un ritmo determinado, así que no es tan fácil administrar los vocablos en función de algo tan rígido como lo expuesto. Al comienzo nuestro autor juega con el binomio tardus/velox; luego se asiste a una reiteración de la pareja planus/velox, para rematar con el “dúo”, no dinámico sino todavía ausente, tardus/planus.  Et voilà !

Perfecta disposición numérica de las cláusulas (con otros “accidentes” simétricos que no describiré aquí); sinuosidad en el trazado, con “picos” de diferente altura colocados a distancias sapientemente distribuidas –mediante calculados intervalos– a lo largo de todo el texto; un correr (recordemos el significado de la palabra cursus) ralentizado o acelerado según la ocasión, desde el paso del descanso preparatorio, hasta el galope frenético que cierra la carrera.

No es todo. La prosa dantesca de las Epístolas prevé una aparición de “tercetos” (las tres cláusulas importantes en fila, sin interposición de elementos extraños o replicados) dotados de una periodicidad perfecta: se muestran después de un número fijo (el mismo en cada carta) de otras cláusulas rítmicas. Y aun así, con este intervalo rígido, a veces considerable, que los separa, los tercetos aparecen rotados según el mismo sistema de los tercetos encadenados en la Divina Comedia; pongamos:

Abc … bca… cba,
donde el elemento mediano se vuelve primero.

Siempre pienso en la exactitud de Bach al considerar estos fenómenos; en su progresión calculada de las fugas, en la inversión meditada de las que se denominan “au miroir”, al espejo; en la ciclicidad analítica de todas las composiciones bachianas. Solo eso puede dar un paralelo de los procedimientos utilizados por Dante. Se trata de cerebros volcánicos cuya aparición es tan rara, que dos o tres de ellos pueden marcar todo un milenio. Parece que la universalidad no es más que la enfatización de la lógica humana, que la creatividad se limita a poner al descubierto los infinitos recursos intelectuales; y que tal vez la belleza sea solo eso, el raciocinio explotado con fines artísticos, los placeres de la inteligencia, como decía Proust, de una inteligencia vital y compartida.

Lo cierto es, que Dante consideraba esta inteligencia a la par del talento evangélico: un tesoro que sería un delito sepultar. Y será este en definitiva el secreto de su genio, de su permanencia en el tiempo y difusión universal: la capacidad de hablar en todas las lenguas, en cada registro y a cualquier persona (un maestro mío de Florencia, gran filólogo románico, Silvio Avalle, nos contaba cómo les leía la Divina Comedia a sus compañeros de trinchera, durante la segunda guerra mundial): hablarle a cualquiera, decíamos, en el lenguaje único de la intelectualidad sensible y operante, dueña de mundos.


* En este texto confluyen y he utilizado libremente los siguientes textos de mi autoría:

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