El ejercicio de la libertad ha permitido tejer el hilo argumental de la crítica, ese examen riguroso de los actos, los hechos, los sistemas y las normas.
Con la lupa de la crítica se mira de mejor forma la verdad, y se la distingue de la mentira; con ella, es posible limpiar la hojarasca de la retórica y descubrir lo que la palabrería encubre, lo que el discurso oculta, lo que la política confunde.
La crítica sin coacción y sin perversos intereses, es necesaria. A ella no se puede renunciar, a menos que la sumisión y el miedo obliguen a callar, o a suplantarla con alabanzas, falsificaciones o mentiras.
La democracia, que no es simple electoralismo, es, en cierto modo, una paradoja, porque, a la vez, es posibilidad y obligación de criticar, y también vocación de tolerar, de admitir.
La libertad tiene dos caras: la de los derechos y la de las responsabilidades; la de decir y actuar, y la de enfrentar las consecuencias.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la crítica y el “análisis” se han convertido en censura sistemática, en negativismo cansino, en radical intolerancia, en método de demolición.
Del derecho hemos pasado al exceso, de la libertad razonable, al libertinaje. Y así, empezamos a matar todo referente, a bloquear las ideas y a encerrarnos en el pesimismo, y hasta en el fanatismo.
Esas posturas son las aliadas perfectas de los extremos y de las ideologías que conducen a desastres previsibles, que capitalizan los rencores, matan los entusiasmos y arruinan toda posibilidad.
La intolerancia nace del enorme malentendido de que cada cual es propietario absoluto de la verdad, y que hay dueños de los secretos de la felicidad colectiva, y adivinos del futuro.
Las circunstancias pueden conducir a transformar la crítica en censura, a anular lo que queda de tolerancia, a nublar todas las mañanas, a desconfiar, a satanizar sin pausa todo y a todos, a adherir a tesis que son pistola cargada, odio elaborado, enfermedad del repudio.
Pero, ante los contratiempos y los fracasos, ante la pandemia y el desempleo, frente a los miedos y a los recelos, es preciso conservar un mínimo optimismo para salir adelante, un ápice de objetividad y otro tanto de fe para remontar los desastres.
¿Cómo salieron los países de las ruinas de la guerra, del horror de los holocaustos, de los terremotos y los sunamis? Con voluntad, con tesón, con el ánimo indispensable para echar a andar ignorando a los agoreros del desastre.
Claro que ver un noticiero conduce a la depresión. Pero, poner atención a los esfuerzos que hace la gente, a sus proyectos y emprendimientos, y mirar la paciencia y la esperanza de las personas de tercera edad que, en cualquier calle, hacen cola para vacunarse, devuelve el optimismo y renueva el sentido de solidaridad.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.