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«De la dignidad y otros olvidos», por don Fabián Corral

Pese a la reiteración de los argumentos, a las divagaciones y a los discursos sobre los derechos. Pese a los alegatos en beneficio de innumerables personajes...

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Pese a la reiteración de los argumentos, a las divagaciones y a los discursos sobre los derechos. Pese a los alegatos en beneficio de innumerables personajes, pese a la jurisprudencia, densa, farragosa y agobiante. Pese a que las leyes se multiplican, cargadas de mala poesía y de peor redacción, y pese a la proliferación de los núcleos de poder que dicen defender a las personas, pese a todo eso, hemos olvidado la dignidad, ese pequeño gran detalle, esa nota distintiva de la humanidad de cada cual.

Hemos olvidado el viejo sentido de la honra. Y de ese modo, se ha anulado el sonrojo y ha caducado la vergüenza.

El descalabro que vivimos no es solamente político y legal. Es una crisis integral de las instituciones, es la quiebra del Estado de Derecho, es el miedo a mirarse al espejo porque refleja todas las negaciones y en cada una de las complicidades.

El descalabro es, ante todo, moral. La evidencia está en cualquier noticiero, en todos los periódicos y en cada una de las redes. Está en la falta del respeto a la vida, en el escándalo semanal, en el olvido de la decencia, en la ley convertida en referente para ingenuos, en papel mojado que sirve como escudo para esconder las picardías, como argumento contra el sentido común, como negación de lo que se enseña en la universidad.

Al tiempo que ocurrió el olvido de la dignidad entendida como compromiso, como derecho y, a la vez, como deber, se inició el descalabro de las instituciones, porque ellas se sustentan en el piso firme de sociedades sensibles, conscientes de la importancia de cada una de las personas y de las instituciones; sociedades en que el imperativo moral rebasa el mandato legal; sociedades en que importa el honor y prevalecen la convicciones sobre los pactos, la austeridad sobre los cálculos y la integridad sobre todo lo demás.

No se trata, por tanto, de encontrar remedios legales solamente, porque la ley no sirve si no hay sentido de la dignidad, y sin principios que la anteceden.

La norma sin operadores éticos se convierte en mala consejera de la trampa. La norma, sin sabiduría del legislador, es una mentira promulgada. La norma sin jueces de verdad, no sirve para procesar ni la legitimidad ni para alcanzar la justicia.

De lo que se trata es de entender la verdadera la dimensión y naturaleza de la crisis, y no es el caso de explotarla en beneficio de cualquier grupo o caudillo, o de algún interés por un cupo de poder.

Se trata de admitir el verdadero valor de las personas y de las instituciones, de plantearse la responsabilidad que está detrás de cada derecho, y de honrar la libertad.

Se trata de educar, de usar la política en beneficio de la comunidad y de rescatar la dignidad como argumento, como nota distintiva, como signo de civilización.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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