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«De la tolerancia y otras mentiras», por don Fabián Corral

El pragmatismo electoral hace imposible una mínima pedagogía política. Nadie arriesga un punto por decir la verdad y obrar en consecuencia. Pero algún día será preciso hacerlo, si se quiere edificar una democracia auténtica, en la que el “soberano” vote...

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La sociedad política está construida sobre una telaraña de hipocresías, discursos vacuos y dogmas. Sin embargo, en ese universo de equívocos, no faltan los iluminados se atreven a decir que la tolerancia es el piso sobre el que se edifica nuestra democracia, que el debate sirve para desentrañar la verdad y conceder al adversario la oportunidad de hablar; sostienen que el “progresismo” es el capítulo supremo de la civilización. Se dice todo eso. Pero, ¿es verdad?

No, no es verdad, porque la táctica fundamental en la escalada al poder es la intransigencia, cuando no el fanatismo. Y el estilo es “lo políticamente correcto”, esto es, un “idioma” de eufemismos, sonrisas y habilidades para salirse por la tangente, un método para esquivar la verdad y encubrir las intenciones de los redentores en beneficio de los sondeos, o de las revoluciones, haciéndole siempre un juego falso a la “esperanza de la gente”, para después, una vez en el asiento pontifical, quitarse la máscara.

Este es el problema fundamental de la democracia, porque “el pueblo”, el que vota y designa, tiene un pacto implícito de consentimiento con el caudillo o aspirante a jefe; basta escuchar la vaciedad de las proclamas y el estruendo de los aplausos, y ahora, el pulseo de las encuestas. Es un problema fundamental porque nunca, y menos aún ahora, se ha votado por proyectos factibles, por realidades y certezas, en suma, por verdades. Se ha elegido por imposibles. Y se lo hace a sabiendas. Allí está la clave del populismo que articula mentiras con resentimientos y negaciones con disparates. Allí está el secreto de esa suerte de ideología de mentirillas que satura el aire.

El pragmatismo electoral hace imposible una mínima pedagogía política. Nadie arriesga un punto por decir la verdad y obrar en consecuencia. Pero algún día será preciso hacerlo, si se quiere edificar una democracia auténtica, en la que el “soberano” vote con conocimiento de causa y sentido crítico, deseche las promesas de humo, rechace la literatura barata de las salvaciones, y se tome la molestia de averiguar si es viable el proyecto del redentor, cuáles son los recursos con que cuenta, cuáles son sus asesores, etc. Y se tome la molestia de recordar, porque sin memoria no hay libertad.

Admito que esto es pedir peras al olmo. A veces, sin embargo, hay que decirlo, porque el sistema que tenemos, saturado de corrupción, está, además, agobiado por la ceguera. Y así, caminamos sin ver el derrumbe de las instituciones, la caducidad de la vergüenza y la locura de emprender camino hacia cualquier abismo tras el flautista que fascina al “público consumidor” y , que, entre cantos y bailes, ofrece salvaciones, en un escenario que con malabaristas que entretienen y carcajadas que ocultan la siguiente tragedia.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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