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«De la voz armoniosa y profunda», discurso de incorporación de doña Cecilia Ansaldo Briones en calidad de miembro de número

Compartimos con ustedes el discurso de doña Cecilia Ansaldo para la ceremonia de nombramiento de miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, previo a ocupar el sillón de la letra H.

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Foto: cuenta de Twitter de María Josefa Coronel

De la voz armoniosa y profunda
Mujer y poesía en la obra de María Piedad Castillo de Leví y Aurora Estrada i Ayala

Discurso para la ceremonia de nombramiento de miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, previo a ocupar el sillón de la letra H, jueves 7 de julio de 2022.

Debo y quiero empezar esta intervención recordando y honrando el nombre del enorme intelectual que ocupó la silla H de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, cuyo lugar se me designa, y del que la fortuna me hizo amiga y admiradora, el entrañable JUAN VALDANO MOREJÓN.

No puedo precisar cuándo conocí a Juan Valdano, pero debe de haber sido hace muchos años: mis primeros recuerdos vienen de cuándo él ostentaba la responsabilidad de coordinar una colección de títulos para Editorial Planeta, que tenía oficina en Quito (recuerdo que allí se publicaron Pájara la memoria, de Iván Egüez y Las criaturas de la noche, de Jorge Dávila, por solo dar dos títulos). En ese amor por el hallazgo y la representación, algunos años después dirigió la colección bibliográfica titulada Biblioteca Básica de Autores Ecuatorianos en 28 volúmenes y publicada por la Universidad Técnica Particular de Loja (2015-2016), entonces me pidió algunos prólogos.

Juan era un hombre de libros. Más de 35 títulos se fueron desgranando en una laboriosa vida profesional que rompió las fronteras nacionales. Pero quiero poner énfasis en su dimensión humana. Era un hombre de bien, de palabra fluida y amable, que gustaba de la conversación y que respondía fácilmente a las invitaciones de trabajo. Como le pasa a la mayoría de los escritores en este país, empujó sus publicaciones con mano propia —me llamaba por teléfono por cada libro nuevo, me lo enviaba, quería conocer mi opinión, que yo le daba, a veces, por escrito en una columna—, y así y todo no estuvo en primera fila a la hora de que los lectores buscaran un nombre ecuatoriano cuya obra consumir.

Pese a que consiguiera el Premio Espejo en 2020, en medio de antipáticas discusiones por las redes sociales, que exhibían méritos de unos candidatos a costa de desconocer a otros, la enorme obra de Valdano no era cabalmente conocida.

Entre los tantos contactos intelectuales con Juan Valdano, fui favorecida por él para presentar en Guayaquil, en 1990, su novela más precisa, Mientras llega el día. Por cierto, yo había sido uno de los 9 miembros de jurado de la Primera Bienal de Novela Ecuatoriana donde participó la pieza de Juan y alcanzó mención y no la condición de ganadora. Recuerdo que en la votación yo había dado mi aquiescencia a su novela.

Naturalmente, no llegué a conocer toda la obra de este gran trabajador. En mis clases de la Universidad Católica de Guayaquil, me valí de su libro Cultura y generaciones, de 1985, como herramienta para historizar la literatura ecuatoriana. Eran tiempos en que el enfoque tanto de Hernán Rodríguez Castelo, como el de Juan, atenidos a la teoría generacional, eran impugnados desde el punto de vista dialéctico de los marxistas. Pero era importante conocer cómo se proponía la ubicación de los grupos creativos e ideológicos a partir de sus fechas de nacimiento y en relación a hechos nutrientes de la visión de los autores.

Pasaron los años. Hubo más libros, más encuentros. Nos convertimos en compañeros en la Academia Ecuatoriana de la Lengua, donde era una hormiga laboriosa, enormemente propulsora de iniciativas. Fue un regalo de la fortuna compartir una semana de estudios cervantinos en Loja, al auspicio de la Universidad Técnica de esa ciudad, en 1916. Me siguieron llegando sus libros. Cuando conocí sus estudios sobre el ensayo en Brújula en el tiempo, encontré la reflexión más válida sobre este género literario, teoría y práctica, por la cantidad de breves y amenos artículos que incluye en el segundo tomo. Entonces vi que ese tema le hacía falta a la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, cuyos contenidos lidero, y lo invité a participar en una mesa que concebí con dos figuras idóneas para el tema. Esto ocurrió en 2019. Fue una gala para la mente escucharlo disertar junto a la mexicana Margo Glanz, sobre el quehacer que, en numerosas páginas ensayísticas, ambos le han regalado a América Latina.

Así, en este comentario somero, llego a la perla de la corona, al libro de Juan con el que más vínculos he hecho. Dentro del atrapamiento de la pandemia ese libro fue escrito, publicado y presentado de manera virtual, en un acto en el que participé, junto a Carlos Pérez Agustí, Fernando Tinajero y otros, el 18 de mayo de 2021. Tras las huellas de Odiseo me gustó muchísimo, me parece un libro que, pese a que los ensayos sobre identidad ecuatoriana representan mucho al escritor, en este, Juan Valdano luce todo el panorama de su pensamiento, la galanura de su estilo.

En Tras las huellas de Odiseo todos los textos están fechados y permiten ver la enciclopedia personal del autor: un caudaloso acerbo clásico sobre el que se levanta su cultura, un talante reflexivo para el cual muchas de sus referencias de lecturas afloran con naturalidad; una fluida capacidad de contar historias tan poderosas que en esta ocasión brota de un yo testimonial que mira la realidad y se inserta en ella, una prosa transparente.

Este es parte del legado intelectual de Juan Valdano. el 2 de agosto de 2021 se fue para siempre y su carácter de hombre bueno, generoso y decente, de escritor y pensador de fuste se merecen este y todos los homenajes del mundo. Que yo me siente en su sillón de académico me honra a mí de una manera que nunca pude imaginar. Todo honor y toda gloria para Juan Valdano.

LA POESÍA

¿Acaso sobrevive la antigua impronta sobre el misterio de la poesía? Vivimos tiempos de profusión lírica. Aunque represente en el horizonte literario, la expresión menos consumida y valorada; todavía mirada artificiosamente, como si el discurso poético fuera un producto que la tradición ha marcado como respetable, pero en el fondo, es inútil y sin puesto en la vida real y práctica de los seres humanos. La poesía viene de antiguo, fue la primera expresión —ya fuera en forma de cantos tribales, ya como arengas guerreras— de la psiquis en términos que guardaban verdades más para el grupo que para el individuo.

Pertenezco a una generación que fue educada oyendo y leyendo poesía. Hice como tarea escolar álbumes manuscritos de poemas que me permitieron una educación del oído y una fijación en la memoria: lo agradezco, fue una riqueza. Sin embargo, admito que a la hora de la docencia y hasta del consumo propio, trabajé más con otros géneros literarios. Pero siempre vuelvo a la poesía como a un territorio que me depara el legado literario completo: ese rostro del idioma donde el sonido es tan importante como el sentido.

Mucho se ha dicho en el intento de explicar qué lleva a ciertos escritores al lenguaje específico de la poesía, por qué la distribución en líneas, la sujeción a rima —antes— siempre al ritmo, una buscada violencia a la sintaxis de tal manera que las palabras digan mucho más de lo que significan porque su combinación produce otra realidad y porque su recepción se mide por el efecto. Fue Octavio Paz el que concretó en tres ideas los alcances del poema: “Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario”.

A costa de escuchar el testimonio de quienes han dedicado su vida a poetizar habría que aceptar lo que dijo alguna vez Jorge Enrique Adoum: “yo escribo porque no sé hacer otra cosa”, sugerencia del poder de una vocación que no permite el soslayamiento, que dobla sobre la página en blanco (hoy diremos, sobre la pantalla) y obliga a vivir para consignarlo todo en palabras. Creemos que en los poetas hay mirada especial, vivencia profunda y múltiple, oído afinado hacia las melodías que pueden brotar de la sintaxis poética. Creemos, también, que ese tipo de expresión literaria tiene una historia caudalosa y que cada siglo está captado y trasuntado por la voz que cifró en líneas cortadas una manera de ser personal y epocal en cada caso. El poeta es antena de su tiempo y pese a que ahonda en sus entrañas, otea el horizonte.

Como estudiosa de la literatura nacional he recorrido el ya largo tramo de nuestra lírica, desde el Atahualpa huañui, primer poema de nombre conocido, como se decía antes de que la poesía aborigen abundara en acercamientos, pasando por el flujo barroco de la colonia —no tuvimos una Sor Juana Inés de la Cruz, pero sí monjas de claustro que escribieron y autores criollos que respondieron a los estímulos creativos de la metrópoli—. El romanticismo me puso frente a los ojos la parva obra de Dolores Veintimilla de Galindo y la leí decenas de veces para apreciar más intención que fruto: los valores de esa gran mujer estuvieron más en su vida que en su obra y puedo decir que su género fue fuente de problemas sociales y de expresión poética: ¿Acaso no dijo “¿Qué hice yo, mujer desventurada/ que en mi rostro traidores escupís /de la infame calumnia la ponzoña…?” en versos perfectamente situados en su biografía?

Prolífico fue el modernismo ecuatoriano. Mi adolescencia se sostuvo en esos versos y he sido fiel toda mi vida a la desadaptación de los decapitados, a su angustia existencial y a sus quimeras mortales. Poetas tentados por el simbolismo francés, en la frontera casi de las rupturas —en sus últimos poemas Medardo Ángel Silva daba pasos hacia el verso libre— pero muy autoexigentes con una concepción sublime de la poesía: ella era para todo lo alto, lo ideal, lo enorme. ¿Hubo mujeres poetas dentro del modernismo? ¿Qué brotaría de una pluma de mujer dentro del lenguaje subjetivo e intimista por antonomasia?

MARÍA PIEDAD CASTILLO DE LEVÍ

María Piedad Castillo de Leví nos permite una respuesta. Esta guayaquileña de padres afuereños, que emerge de familia ligada al periodismo y a la política, ostenta esa dualidad habitual en muchos intelectuales: una vida de enorme movimiento y productividad que cuando toma la pluma ofrece una voz de melancolía y pesimismo, como si sus dos facetas, la humana y la creativa, adolecieran de una desarmonía básica. Malo mirarla como una dualidad sabiendo que no hay blanco y negro en la psiquis humana sino una enorme gama de grises. La joven que tuvo maestros superiores, que viajó a Paris para estudiar en la Sorbona, que se casó con un inmigrante judío-alemán que hizo fortuna en Guayaquil, al punto de ser dueño de boticas y empresas farmacéuticas y que levantó la famosa Quinta Piedad en la calle Rocafuerte (hasta hace poco de visible localización) y que fundó una emisora radial, ella también destacó en una sólida relación diplomática y feminista en los Estados Unidos, se hizo mujer madura fielmente ligada a la poesía. Su obra cubre un espectro de 55 años de escritura, cuyo seguimiento de temas está a la vista: un fino hilo de situaciones biográficas: placidez juvenil, los afectos personales —enamoramiento, matrimonio, hijos, pérdida de un niño, de los padres—, así como —y por esta vía va su mejor aporte— los hitos históricos y sociales que le toca vivir.

Su obra circuló en folletos de juventud, en las páginas de El Telégrafo que dirigía su padre y en revistas de buen nombre: “Hogar Cristiano”, “El Telégrafo Literario”, “Patria”, “Renacimiento”, “La Ilustración”, etc. de Guayaquil y “Letras” de Quito. Extrañamente, solo publicó un libro que intentó recoger casi toda su obra lírica en un ejemplar titulado Poemas de ayer y hoy, que no alcanzó a ver porque ya estaba completamente enferma y murió poco después, estamos hablando de 1962. El libro trae un prólogo muy laudatorio y florido de parte de Carlos Alberto Arroyo del Río, expresidente del Ecuador, de triste recordación porque está ligado a nuestra guerra y pérdida de territorio con el Perú. Ese libro es el que llega a mis manos por buena iniciativa del Municipio de Guayaquil, que celebró, entre otros fastos, el Bicentenario de Octubre, con una colección de textos, 74 títulos, entre los que brilla el de María Piedad.

La poesía de María Piedad Castillo de Leví revela una clara evolución que va de lo íntimo personal a la conquista que es salirse del yo para asumir la voz y las significaciones de lo colectivo. Me agrada por ejemplo que en uno de sus primerísimos poemas denuncie la falacia de ser llamada “musa” porque escribe poesía (como en el viejísímo caso de Sor Juana, por Lope de Vega) y declara que ella también la tiene, es decir, que las mujeres son creadoras porque, en herencia clásica, tienen una deidad que les sopla en el oído ya que porta “mágicas historias que aletean como aves en mi mente”. Cosa extraña: en el prólogo escrito 50 años después, Arroyo del Río vuelve a la vieja confusión y llama a la poeta “musa”.

Los tópicos modernistas afloran con abundancia en su poesía juvenil (entre los 18 y 25 años), como Noboa y Caamaño, su hablante lírica quería “perderse en lo ignoto”, anhelos de soledad, de evasión y hasta de muerte reavivan el lenguaje de los Decapitados. Esas confesiones en primera persona que pueden confundir al receptor tomándolas como autobiográficas, son señas de sensibilidades próximas al spleen de fin de siglo (aunque ella ya esté bien situada en la década de los veinte del siglo veinte) y aún hacia más atrás, hacia la sed de libertad de los románticos: “quiero ser cóndor, volar a lo infinito…”

El más tierno de los modernistas, Arturo Borja, interrogó: “¿Por qué siento señor esta pena, siendo tan joven como soy?” y la hablante de María Piedad lo sigue en un poema dirigido a Dios: “¿…por qué misterio espiritual suscito/ esta angustia que mata mi terrena alegría?”, calificando de “enfermo” al propio corazón. Lo que se lee nutre lo que se siente, me digo, y afloran estos caracteres duales, bifurcados, que son capaces de vivir divididos. Debe identificarse también una cierta soberbia de ser distintos, de marchar con la frente prematuramente marcada por tristezas interiores, como esos a quienes Rubén Darío reconoció como “los raros”: la voz de la poeta describe que “hay almas delicadas, hay almas silenciosas” y se explaya en un soneto que determina las distancias sociales con esos raros y a los que se integra. Eco del Darío de “Lo fatal” es el verso “no sé dónde camino e ignoro lo que soy” que figura en el poema “Mis sueños”.

Tan contradictoria es la marca de “la rareza” que la hace prorrumpir en una queja pagana: “Quizás oculto maleficio / me hirió al instante de nacer”, como si, injustamente, ella pagara una culpa heredada, unos dolores cuyo efecto sufre sin conocer su causa. De antiguo viene esa actitud porque románticos y modernistas pusieron en primera persona el dolor de vivir, aunque sus contextos no justificaran esos sufrimientos.

Y como la razón busca ansiosamente y la religiosidad no contesta todas las dudas, la voz lírica se hizo angustiosas preguntas: “¿Por qué mueren los niños, Señor, tú que lo sabes”, con brotes de creencias orientales como la reencarnación, pero sin llegar a extremos de irreverencia. Su fe tambaleó también cuando afirmó “Nadie sabe el arcano ni quien mueve los hilos/ actuamos por ajena voluntad animados”, para, como se constata al contrastar sus etapas, recuperar la firmeza de creencias católicas, en su madurez.

Resalto un específico poema que demuestra una real proximidad modernista; el que escribió para glosar “El alma en los labios”, de Medardo Ángel Silva, en forma de romance —lo que le permite buena dosis narrativa—: cuenta someramente paisaje, hechos y muerte que se atribuye a la noche del fin del bardo del Guayas, y con datos que superan la fecha de junio de 1919, porque recuerda a la madre que dura 20 años más, porque afirma que no cree en la teoría del suicidio ya que “no iba a buscar la muerte/ quien su fiesta celebrara /y que feliz y risueño/ por siempre dejó su casa”.

Donde más rindió el estro de doña Piedad fue en los temas de identidad cultural y americanismo. Es frecuente y poderosa la veta que la llevó a elevar la voz sobre su ciudad, sus raíces raciales en conflicto y las cualidades que encontró en conductas y paisajes nacionales, en líderes americanos. Me parece que nos ha legado una poesía para leerla, precisamente en nuestros días de desencanto y desapego: rehuimos el carácter de ecuatoriano por crítica o por vergüenza de los infinitos problemas de nuestro país. De esta poesía, en cambio, recibimos un chorro de amor, de adhesión y de esa vieja pasión que se llamó patriotismo. Tenía 23 años cuando escribió un poema que puede pasar inadvertido en el conjunto de su obra, se llama “Las tolas” pero en el que yo entreveo una visión solidaria con la cultura indígena nombrada raza “doliente”, que tuvo un “Inca altivo” que debió mirar con orgullo las vegas fértiles que en el tiempo de la poeta, en cambio, guardan “los despojos yertos de su raza”. Recuerden ustedes que los poemas tienen algo parecido al espíritu y al lector le toca conectar con él. Aquí empieza la enorme faceta de cantora cívica y patriótica.

La ciudad de Guayaquil le provocó numerosas referencias. Cuando circulaba feliz por París, haciendo estudios en la Sorbona, se detiene y se plantea la felicidad: y responde: “¿Cómo he de serlo en otro suelo/ sin ver mi sol ni ver mi cielo /lejos de mi riente Guayaquil?” Su poema “Canto a Guayaquil” empieza con clarinadas neoclásicas, están escrito en alejandrinos —versos de 14 sílabas y de arte mayor, propios del tono solemne y engrandecedor— y crea un cuadro histórico completo: el paisaje acuático, la exaltación al indio huancavilca con el que Huaina Capac no pudo pero que sí cayó ante el conquistador español. La voz poética comprende el mestizaje y lo celebra: “de indios y españoles la mezcla indomeñable / justifica los fueros de tu estirpe indomable” que ante el ataque pirata reacciona y que “pese a la angustia y el dolor que la hería / mil veces más hermosa Guayaquil resurgía” (les confieso, amigos, que estos versos me consuelan). El mayor estallido sonoro y elocuente lo provoca la Independencia de octubre: “Y llegó la hora inmensa de libertad y gloria…”

El poema cierra con un vaticinio que me impone una enorme pesadumbre porque es optimista y yo tengo la cabeza doblada por los nubarrones del presente:

Oh Perla del Pacífico, de inmaculada albura
Crecerá con los años tu grandeza futura
Las naves surcarán por el Guayas a miles
Los altos rascacielos de ríspidos perfiles
Formarán la diadema de tu soberanía
Próceres y guerreros te darán pleitesía
Primera en dignidad, soberbia entre los grandes
Alzarán sus picachos para verte los Andes
De progreso y trabajo serás constante ejemplo…
Las centurias son soplos en los labios del Tiempo

La autora es consciente de que no estará viva para cuando se cumpla su oráculo y pide humilde a la tierra de sus amores que la acoja en una tumba y que su nombre se olvide. ¡Qué grandeza espiritual la de esta poeta, qué pluma iluminada y cuánta nobleza de alma!

En semejante línea su mirada se abre a hitos históricos de países hermanos: ganó un concurso internacional con su poema “Colombia”, escrito para el centenario de la independencia de ese país, es decir, en 1919, luego insertada en contextos de representación del Ecuador en organizaciones latinoamericanas cantó a Panamá, a Paraguay, Puerto Rico, Venezuela. No es lo mejor de su lira porque se le hace muy fácil loar a personas y colectividades, con imágenes poéticas que empiezan a parecerse mucho. Pero cuando mira el conjunto de países, aflora un panamericanismo muy contemporáneo y recuerda que una vez fuimos parte de la Gran Colombia, bajo la espada de Simón Bolívar a quien le dedica las más sublimes hipérboles porque lo llama “Redentor de Cinco Naciones, Titán augusto, semidiós, superhombre” con auténtica veneración.

Pongo énfasis en su dedicación a exaltar al campesino costeño, su pieza “El poema del montuvio” es notable: con una libertad de composición que la saca de metros tradicionales para presentar a un hombre de múltiples cualidades, centauro en su ligazón con su cabalgadura (¿no se pasea por allí el fiero Lamparita de Pareja Diezcanseco que lloró al abandonar a su caballo Escorpión?), dominador de sabana, machete y ganado, dueño de “agreste carcajada” y de pasiones fuertes al ritmo de guitarra y amorfino. Resalto por encima del perfil autóctono que esta poeta no se engaña sobre la suerte laboral del héroe al que canta porque:

Montuvio
Tú eres el que trabaja por la patria;
Vigoroso y resuelto
Tu pan conquistas en tarea ingrata
Laboras las haciendas
Cosechas las naranjas
Cuya dulzura habrá de ser para otros

Es clarísima la denuncia de la explotación del trabajador del campo, doblado sobre la tierra produciendo riqueza para los patrones. En esta actitud ese y otros poemas participan de la mirada del Grupo de Guayaquil que en el mismo tiempo en que María Piedad está escribiendo su poesía, los escritores de la Generación del 30 se pusieron a rescatar a los prototipos del trabajar ecuatoriano.

En otro poema contradice a Gallegos Lara que fue el autor del epígrafe del libro de cuentos que inaugura la literatura del montuvio, Los que se van. Como recordarán ese epígrafe dice:

Porque se va el montuvio. Los hombres ya no son
Los mismos. Ha cambiado el viejo corazón
De la raza morena enemiga del blanco
La victrola en el monte apaga el amorfino
Tal un aguaje largo los arrastra el destino
Los montuvios se van pa’bajo der barranco.

Pues nuestra poeta escribió un poema y lo tituló NO SE VAN para negar los prejuicios urbanos sobre el hombre autóctono (y sugerir prejuicios de los autores como Gallegos, Aguilera, José de la Cuadra me pesa), y sostuvo:

“Allá creen que mueres, que se extingue tu raza / como si se extinguiese la selva secular / porque el rayo rompiendo troncos secos y añosos /en su maraña hirsuta lograse penetrar” e intensifica su elogio a los trabajadores del campo, negando con énfasis que pudiera morir. Y lo repite: no te vas, no morirás…

He refinado la mirada para encontrar las huellas de una hablante que imponga una impronta de mujer que rompa con el lugar que le impone la sociedad. De hecho, el acto mismo de poetizar y haberlo asumido durante toda su vida, la convierte en una mujer excepcional. Fue una voz viva y constante, se hizo escuchar, su palabra circuló por todos los medios cultos del país a lo largo de 50 años. La crítica feminista sostiene que la falta de una tradición literaria de las mujeres las hizo apegarse a los modelos de quienes siempre habían tenido dominio de la expresión, es decir, a los modelos que desarrollaron los hombres. Esta afirmación sirve para todas las expresiones del arte y de la cultura. Pocas escritoras, escasas pintoras, casi inexistentes compositoras de música, minoría en la ciencia, invisibilidad en la política. Por eso es tan rupturista que Sor Juana Inés de la Cruz haya terminado su iluminado poema El primero sueño con la identidad femenina del ser que emprendió el alto vuelo del conocimiento, con su inmortal “y yo, despierta”.

Doña María Piedad ratifica la temática que parecería natural en una mujer que escribe, destaca con singularidad en el apego a los temas patrióticos que recogieron detalles —el sonido de la campana de la ciudad, la flora costeña— y volaron alto cuando hizo de la historia del país materia poética, así como de sus emblemas y paisajes. Este es el punto más copioso e intenso de su obra poética, como si su individualidad diera un paso atrás para asumirse fundamentalmente, como parte de un grupo.

Hija del modernismo, acompaña a su generación en su constante alusión a la muerte, no sublima la vejez, al contrario, la denuesta y denuncia, advierte cuán disociada del cuerpo debilitado puede seguir la psiquis —dualismo inevitable— porque “el espíritu alienta en su cárcel enjuta” y se resiste a terminar.

Fue clarificador encontrar un poema como “Déjame” en el que resalta la actitud laboriosa de una mujer activa que reclama al invisible crítico “Me dices que trabajo sin cesar, que te asombra/ verme haciendo siempre algo. Ya llegará la sombra”…”déjame trabajar, déjame que me mueva” porque, obviamente, ya llegará “la noche”.

Con todo esto, insisto en que se cumple en la obra de esta proficua poeta lo que se espera de la poesía: que vuelva extraño el lenguaje para que se fije la atención, fundamentalmente en los sonidos. En su caso, usando abundantemente los recursos que le legó la tradición poética: la métrica, el ritmo y la rima.

AURORA ESTRADA I AYALA DE RAMÍREZ

No es una guayaquileña de nacimiento, pero sí de vida y corazón porque nació en Puebloviejo, Provincia de Los Ríos, en 1903 (15 años más joven que Castillo). Sus acciones en el panorama literario de los primeros cincuenta años del siglo XX fueron semejantes y próximos: tempranas poetas, participantes de círculos literarios, mujeres casadas y madres que no se alejaron de vida creativa y pública en aras de lo doméstico; estuvieron juntas cuando recibieron en Guayaquil a Gabriela Mistral, y ambas le dedicaron poemas de elogio a la gran visitante chilena. Son próximas, pero diferentes. A pesar de su intensa dedicación a la vida cultural, Aurora no se preocupó de que su obra se publicara en libros, por eso quedó mucho inédito, y se pueden nombrar solamente cuatro títulos como huella fija: Como el incienso y Bajo la mirada de Dios, ambos de 1925, Nuestro canto, de 1929 y Veinte trenos y una canción de cuna, de 1943.

Estrada empieza su poetizar dentro del modernismo: rige su opción por crear una hablante lírica que recoja su angustia y se desdoble en un frecuente diálogo entre el alma y la sombra —sus personajes líricos de esta etapa— como demuestra este par de versos: “Mi alma ha vivido mucho voy a contarte hermano / lo que dice la Sombra de su viejo vagar” extendiéndose a un recorrido por seres y materiales de la Naturaleza, que permitió a cierta crítica reconocerle una vertiente panteísta. Resuena Darío cuando se pregunta por el árbol y la piedra, así como la monja mexicana en la pintura del viaje del alma, pero no hay verdad cierta ni estable. La voz confiesa el no saber, la cerrazón en el mundo de lo arcano. Invadida por la Sombra hace afirmaciones en primera persona sobre fantasmas interiores, grandes dudas y temores profundos.

Pese a repetidas alusiones religiosas —el trigo que se convierte en hostia, la crucifixión de un “Nazareno bohemio” (y es muy inusual este adjetivo), y cierta actitud de imploración—, la hablante de Aurora no es una creyente ortodoxa, a ratos ni siquiera cristiana, que cultiva dosis de paganismo con proyecciones míticas, aunque a ratos use los calificativos “místico” y “divino”. Su “Tríptico”, reunión de tres sonetos con nombre propio —El templo, El dios y Eros vivo”— desarrollan tres estancias poéticas donde el amor llamado con nombre griego —Eros— tiene escenario, deidad y desarrollo paganos.

Ya se sabe que modernismo y vanguardia coexistieron en el Ecuador durante un buen par de décadas: los poetas con capacidad rimadora se sentían mejor en el primero, sus versos se comprendían a primera lectura porque no había violencias sintácticas que desquiciaran el sentido ni imágenes poéticas, producto de combinaciones explosivas. Cuando Aurora Estrada elige los versos pareados del poema “La ruta” se hacen presentes sus ya identificables obsesiones con gran claridad, pero también la novedad: “Vivimos engañando a la propia mentira / pues solamente somos ceniza que delira”: la metáfora conseguida en este verso es vanguardista, una chispa incendiaria que pone al receptor a arder. Pero regresa al adjetivo “azul” y hasta le hace un guiño a un poema de Medardo A. Silva cuando termina el suyo con “nos aguarda anhelante la blanca Enmascarada” (Medardo escribió La muerte enmascarada).

No hay poeta que prescinda de la naturaleza —hoy llaman paisaje urbano al contexto de cemento y asfalto—, la voz de Aurora se recrea en árboles, flores, estrellas y fuentes, símbolos agoreros, es capaz de escucharlos, sollozar con ellos, entender sus significados. Me detengo en “La canción de la semilla” donde aúna su casi irreverente fe —que le hace decir “y Aquel que para el hombre está ciego y callado /habrá de conmoverse a mi ruego acendrado” con el tema que la tendrá ocupada durante varios años, cuando su palabra se liga con el cuerpo, el amor y la maternidad, al declarar “Yo llevo en lo más hondo de mi nada escondida / la milagrosa copa perenne de la vida”.

Si hay un poema de Aurora Estrada y Ayala que no falta en ninguna antología es “El hombre que pasa” (debió haber tenido entre 21 y 23 años cuando lo escribió): fue audacia suprema registrar una mirada femenina y erótica que cruzó género y clase social para expresar el deseo al hombre hermoso, moreno y pobre que pasa indiferente pero despierta la ola que llama “eclosión de vida” y que la lleva a imaginar la fusión sexual.

Cuando en su poesía aparece el Amado (con mayúscula, como en el Cantar de los Cantares, la Amada) se producen todos los pasos del Eros: la expectativa, la sugerencia, el llamado, la unión. “Óyeme desde lo hondo de tu entraña”, gritó; (yo pensé en “Óyeme sordo que me quejo muda, de la Sor, pero no, doña Aurora no es barroca). En un poema largo titulado “Epístola al amado” resume una historia amorosa porque luego del estallido inicial viene la calma, el proyecto y hasta el maltrato (he besado tus manos si me hirieron airadas) rematando con una actitud que merece ser reivindicada: “yo soy la que te aguarda”.

La analista quiteña Rosario A’Lmea, autora de una publicación titulada Aurora Estrada: voz y simbología del cuerpo, desarrolla con minuciosidad una visión de toda la obra de la poeta basada en hipótesis sobre el cuerpo. Cuando llega a los poemas que a primera vista (impresionismo, subjetivismo) se identificarían como “poesía social”, la analista habla del cuerpo social, escindido por luchas e intereses disímiles, que impiden el diálogo del alma social con el cuerpo social. La voz poética se manifestará con “angustia por los otros”, se liberará de la rima y se pondrá del lado, de la más libre manera, de las madres que trabajan, de los niños que pasan navidades sin juguetes. Será “una poesía con cronotopo”, dirá, es decir, una poesía con espacio y tiempo, como en el caso de URSS, largo poema donde clama por la situación de Rusia frente al ataque nazi, privilegiando lo enunciativo antes que lo expresivo. Sale el poeta de su proverbial soledad, del yo individualista que le es preferente y se convierte en nosotros. Hay ecos nerudianos en ese poema.

Para mi gusto y criterio lo mejor de la poesía de esta gran autora se concentra en Veinte trenos y una canción de cuna, que no oculta la proximidad con Veinte poemas de amor y una canción desesperada donde el tema de la muerte, tema que nos previene de todos sus tópicos (ustedes saben que estas dos palabras NO son sinónimas), pasa por el loco trajín de todas las facetas del dolor. La voz poética llora la muerte de una madre en esos breves y clásicos poemas dedicados al ser arrebatado de la vida: las repeticiones caen como aldabonazos de lo irreversible —NUNCA, PERDÓNAME, MÍA, AY— las preguntas están condenadas a quedar sin respuesta, los apóstrofes desesperados jamás serán oídos por la prenda amada y perdida. Clama “perdóname si no puedo renunciar a tu presencia…PERDÓNAME por hacerte vivir en el impuro vaso de mi carne” y el dolor la lleva casi a renegar de sí misma: “De nada me sirvió ser poeta…para qué me sirvió ese don que no levantó tu corazón enfermo”.

Con “La canción de cuna” la voz se serena, los versos de arte menor aligeran la carga subjetiva, se mece en ternura y oímos el canto:

Sigue durmiendo, Madre
como duerme una niña
Yo te acosté en tu lecho
como si fueras mi hija.

Poderosas, grandes poetas estas María Piedad Castillo de Leví y Aurora Estada de Ramírez. Así ellas firmaron sus nombres, así las recojo y las exalto. He llenado tardíamente mi propio desconocimiento de la literatura con sus obras y culpo a la ceguera de los historiadores, al egoísmo de los críticos o tal vez, peor, a la proverbial misoginia de los estudios literarios. ¿Por qué sus nombres no afloran junto a los modernistas que en las listas se agotan con la Generación Decapitada? Igual pasa con el puesto que Nela Martínez debe tener dentro de la Generación del 30. Aún hoy, en tiempos dizque justicieros con la mujer la cultura peca de carecer de las publicaciones que nos permitirían leer, comentar y enseñar sus obras.

Ha tenido rauda pluma doña Piedad: sus pininos se fortalecen con el tiempo y fue capaz de salir de típico intimismo sentimental de los primeros años hacia largos poemas de entendimiento histórico, aunque dominados por actitud laudatoria: sus poemas Canto a Guayaquil y A Guayaquil hacen depositaria de bravura a la sangre huancavilca y la voz poética trasunta admiración y comprensión por el mestizaje costeño. De arrancada romántica pero muy influida por el modernismo, la poesía de Castillo se enmarca mayoritariamente, en lo que entonces se llamaba “poesía femenina”: sentimientos familiares, llamado a las virtudes, emociones patrióticas, pero a ratos se decanta por un existencialismo vital que lleva a la hablante lírica a hacerse las fundamentales preguntas por el ser, por el tiempo, el dolor y la muerte. Sin frivolidad y con amplitud de fronteras, la voz percibe valores en países extranjeros y en personajes de otras latitudes.

También puedo afirmar que gracias a la Colección Bicentenario he llenado el vacío sobre esta importante poeta guayaquileña.

Cecilia Ansaldo Briones
Jueves 7 de julio de 2022

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