La página web de la RAE recibe millones de consultas mensualmente. Pero su plantilla ha sufrido recortes y el Gobierno del PP no le presta el menor interés.
LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, que en 2013 cumplió tres siglos, solía financiarse en buena medida con las ventas de sus publicaciones, sobre todo con las del Diccionario, antes abreviado en DRAE y ahora en DLE (Diccionario de la Lengua Española, al ser obra de todas las Academias, no sólo de la de nuestro país). No es una institución estatal, sino mayormente privada. Desde hace años, sin embargo, esas ventas en papel han caído drásticamente, más que nada porque el DLE puede consultarse desde el ordenador, la tableta y el móvil, infinitas veces y gratis. De modo que casi nadie se molesta en adquirir el volumen impreso: para qué, si éste pesa y abulta y es más rápido buscar online las definiciones. De la utilidad del Diccionario da cuenta el número de consultas que recibe mensualmente: unos setenta millones, que a veces llegan a ochenta. Los visitantes no son sólo personas con curiosidad por la lengua ni “profesionales de la palabra” (escritores, traductores, editores, correctores). También sirve a los poderes del Estado a la hora de redactar leyes o enmendar la Constitución, por ejemplo; a los juristas, jueces, fiscales, abogados y notarios (más aún les servirá a todos éstos el reciente Diccionario Jurídico, dirigido por Muñoz Machado, actual Secretario). Cabe suponer que todo el mundo se congratula de que desde el siglo XVIII exista una norma, o más bien una referencia y orientación, para los vocablos. Que ayude a percibir los matices y las precisiones, que aclare los sinónimos y los que no acaban de serlo, que recoja y registre las evoluciones del habla, que señale lo que es anticuado o desusado y lo que es peyorativo. Que nos ayude a entender y a hacernos entender cuando hablamos o escribimos.
La RAE sirve a la sociedad española y a las latinoamericanas, sirve a los ciudadanos y al Estado. Pues bien, el Ministerio de Educación, que contribuía a su mantenimiento con una cantidad anual, la ha ido reduciendo a lo bestia.
Hace una semana traté aquí de la gratitud menguante. Veo pocos casos de mayor ingratitud que la dispensada a la RAE. Lo habitual es que se lancen denuestos y burlas contra ella; que se la considere vetusta y “apolillada”. Cuando tarda en admitir términos nuevos, se la critica por lenta y timorata; cuando se apresura a incorporarlos (y a mi parecer lo hace en exceso, sin aguardar a ver si una palabra arraiga o caduca en poco tiempo), se la acusa de manga ancha y papanatismo. Si rehúsa agregar vocablos mal formados, idiotas o espurios, probables flores de un día, se le achaca cerrazón y si se niega a suprimir acepciones que molestan a tal o cual sector (es decir, a ejercer la censura), se la tacha de machista, racista, sexista o “antianimalista”, sin comprender que las quejas han de ir a los hablantes, los cuales emplean las palabras que se les antojan independientemente de que figuren o no en el DLE. Lo que rarísima vez se expresa es gratitud hacia el trabajo de tantos académicos que han dedicado su mejor saber y su tiempo a precisar el idioma desde hace trescientos años. No digamos hacia los desconocidos lexicógrafos y filólogos sobre los que recae la mayor parte de la tarea. Huelga decir que esas personas perciben un sueldo, como es de justicia. Los académicos percibimos unos emolumentos modestísimos, en función de nuestras asistencias. Y si no asistimos, nada, como es lógico. Este año esos emolumentos se verán reducidos en un 30%, por la escasez de ingresos y ayudas. Desde el inicio de la crisis la plantilla de trabajadores ha sufrido recortes y mermas y aun así no alcanzan los presupuestos.
Si una institución recibe entre setenta y ochenta millones de consultas al mes, su utilidad está fuera de duda. Bastaría con que cada usuario aportara diez céntimos al año para resolver las penurias. Pero es que además salen gratis, esas consultas. La RAE sirve a la sociedad española y a las latinoamericanas, sirve a los ciudadanos y al Estado. Pues bien, el Ministerio de Educación, que contribuía a su mantenimiento con una cantidad anual, la ha ido reduciendo a lo bestia. Si en 2009 aportaba 100 (es un decir, para entendernos), en 2018 aporta 42,34, y en 2014 se quedó en 41,26. Al Gobierno y al PP se les llena la boca de patriotismo y presumen sin cesar de que nuestra lengua es hablada por casi 500 millones de individuos, de que sea la segunda o tercera más utilizada en Internet y otras fanfarrias. Pero vean que es todo pura hipocresía. Su desinterés, su desprecio, su animosidad hacia la cultura son manifiestos. Buscan arruinar a la gente del cine, el teatro, la música, la literatura, el pensamiento y la ciencia. ¿Por qué no a la de la lengua? Quienes no deben hacerlo ignoran lo difícil que es definir una palabra. Hace poco, en mi comisión, nos tocó redefinir “reminiscencia”. Había que diferenciarla de “rememoración”, “remembranza”, “recuerdo”, cada vocablo está lleno de sutilezas. También nos ocupamos de términos coloquiales: ¿cuál es la diferencia entre “pedorra” y “petarda” (o “pedorro” y “petardo”, desde luego)? Nos las vemos con lo más sublime, lo más técnico y lo más zafio, y a todo hemos de hacerle el mismo caso. Rajoy ha mostrado su desdén no pisando jamás la Academia. Muchos no lo echamos de menos. Pero a los trabajadores sí les preocupa su subvención cada vez más tacaña, ya que ven peligrar sus puestos. Y a la institución también, que a este paso bien podría dejar de prestar un día todos sus gratuitos servicios.
Hasta aquí, las palabras del académico de la RAE, el filósofo y novelista Javier Marías. Pero…,
la Real Academia Española ha cumplido trescientos cuatro años de existencia. La Academia Ecuatoriana, ciento cuarenta y tres años, durante los cuales ha estudiado, calificado, definido y contribuido a que se valore la lengua y se registren en el diccionario del español general, términos del español ecuatoriano –fundamentalmente influido por la lengua quichua- que van mostrando su valor y su significado esencial para nuestra expresión oral y escrita, y que revelan nuestra idiosincrasia; años de buscar la perfección del nuestra habla; de escribir léxicos cortos, glosarios y sesudos diccionarios; de escribir en la prensa sobre corrección idiomática (recordemos al gran lingüista Humberto Toscano, muerto tan prematuramente; a Piedad Larrea Borja, al padre Miguel Sánchez Astudillo, a Hernán Rodríguez Castelo, a Carlos Joaquín Córdova, a monseñor Alberto Luna y mucho antes a Juan León Mera, Pedro Fermín Cevallos, Justino Cornejo, en fin, a tantos individuos excelentes, que constituyen una pléyade de intelectuales y estudiosos, que han contribuido a afianzar el trabajo y la fama de nuestra Academia y vivieron sobriamente, a menudo, de sueldos ínfimos. Con el esplendor (llamémoslo así) del internet, se atienden casi a diario consultas de lectores inquietos, y se contribuye a la redacción correcta e idónea de leyes. Se prologan y presentan libros, se discuten y critican, se piensa y escribe por todo y por todos los que apeas piensan y nunca escribe y, sin embargo, necesitan que alguien ilumine su mundo con la palabra. Al mismo tiempo, el presupuesto anual de que gozamos hoy es irrisorio. Quizá los 600 pesos anuales que atribuyó a la Academia Ecuatoriana el expresidente Gabriel García Moreno en 1875, cuando aprobó jurídicamente nuestra existencia como la segunda Academia americana y la tercera en el mundo, entre las 23 que existimos hoy en Europa, América, África y Asia, equivalían entonces a lo que recibimos hoy, con muchísima más capacidad de influencia en el pueblo y en el mundo, lo que quiere decir con mayores exigencias y obligaciones.
De este modo, el contenido del artículo Desdén nos toca y toca a los gobiernos indiferentes ante la cultura y el trabajo intelectual, sin los cuales, sin embargo, ningún país podría vivir digna y humanamente. Hasta cuándo la cultura, la lengua y su dominio, la belleza del teatro y de la poesía tienen que regalarse, mientras se gastan en basura cada día, millones de millones… ¿Hasta cuándo?
Fuente: EL PAÍS