Discurso de bienvenida de doña Susana Cordero de Espinosa a doña Rosa Amelia Alvarado [archivo]

Compartimos con ustedes, desde nuestro archivo, el discurso pronunciado por doña Susana Cordero de Espinosa en la incorporación, en calidad de miembro correspondiente, de doña Rosa Amelia Alvarado, el 7 de enero de 2010.

Discurso pronunciado por doña Susana Cordero de Espinosa, académica de número, en la incorporación, en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de doña Rosa Amelia Alvarado Roca. Guayaquil, enero 7 de 2010.

En primer lugar, quiero atraer su atención respecto de los tres momentos en que he dividido este discurso. Al inicio, abordo la génesis de la Real Academia Española y de las academias americanas. Luego pretendo dar una mirada a nuestra comunicación de cada día a fin de entrar, en el tercer momento y por contraste, en el significado del supremo riesgo de la expresión poética, que Rosa Amelia Alvarado ha emprendido…

En 1714, en casa del marqués de Villena, luego de tres años de reuniones y cónclaves de humanistas del tiempo, que habían visto la aparición de la Academia de la Crusca, en Italia, así como la más cercana Académie Française, de París, para la protección y el lucimiento de las respectivas lenguas, se firmó el acta de fundación oficial de la Real Academia Española bajo el amparo del rey Felipe V, que contiene, entre otros, el párrafo que reproduzco, gracias a cuya lectura retornamos a la época en que se gestó mucho de lo vivido y pensado, hasta hace no tanto tiempo, en lo relativo a nuestro idioma y su cuidado y mucho, también, de lo que hoy combatimos:

…habiendo el Excmo. Sr. D. Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, duque de Escalona, caballero de la insigne Orden del Toison de Oro, mayordomo mayor del rey nuestro señor […] ideado establecer una Academia en esta villa de Madrid, corte de nuestro católico monarca y señor don Felipe V, que Dios guarde, como la que hay en la de París, que se compusiese de sujetos condecorados y capaces de especular y discernir los errores con los que se halla viciado el idioma español, con la introducción de muchas voces bárbaras e impropias para el uso de la gente discreta, a fin de advertir al vulgo (que por su menor comprehensión se ha dejado llevar de tales novedades) cuán perjudicial es esto al crédito y lustre de la Nación, lo que fácilmente se podría lograr por el medio de formar un amplio Diccionario de la lengua castellana…

Aunque no sea el momento de volver sobre el antiguo concepto según el cual existe un esplendor histórico de las lenguas más allá del cual esperan su decadencia y acabamiento, sí quiero referirme a la génesis de las academias y a su actual función. Ciento sesenta años más tarde, en 1871, se fundó en Colombia la primera academia americana de la lengua, y tres años después, en 1874, la segunda y también más que centenaria Academia Ecuatoriana. A lo largo del siglo XX, seguirían fundándose las respectivas academias correspondientes a las 19 naciones americanas hispanohablantes, además de la Academia filipina y la última, en 1973, la Norteamericana de la Lengua Española, establecida en Nueva York, que trabaja asiduamente por la difusión y el esplendor del español en los Estados Unidos. Todas ellas acogidas hoy, bajo la égida de la Asociación de Academias, fundada en 195l.

Las funciones que tradicionalmente se atribuían a las academias de la lengua eran las de la elaboración, difusión y actualización de la Ortografía, el Diccionario y la Gramática, los tres ámbitos en los cuales se registra, hoy cotidianamente, gracias a los medios de comunicación electrónica, la norma que rige la vida de las lenguas, y que asegura su unidad, más allá de los inevitables cambios. El antiguo anhelo de mantener la pureza de la lengua, de evitar la influencia en ella de términos y expresiones de origen extranjero, ha dado paso a una encomiable labor panhispánica, con la colaboración de cada una de las academias americanas, y que se ha verificado a partir de 1999 con don Víctor García de la Concha como director, quien pronto culmina su último período a la cabeza de la Real Academia y de la Asociación de Academias, y de quien se dice que ha permitido que “la Real Academia pase de ser Real Academia a “academia real””. Más allá de esta ponderación, sin duda merecida por el actual director de la RAE, con la publicación del manual académico de ortografía española que se redactó con la colaboración de las academias americanas, el trabajo realmente panhispánico, es decir, de toda la hispanidad, ha dado frutos magníficos a partir del Diccionario panhispánico de dudas, con la edición de la Gramática Académica, recién presentada en España y por presentarse aún en los países americanos, así como gracias al recentísimo primer Diccionario académico de americanismos que será presentado el próximo mes de marzo; entre todas estas publicaciones, a las que se añaden las del Diccionario esencial del español, el Diccionario práctico del español y el Diccionario del estudiante, se han realizado ediciones académicas conmemorativas, entre las cuales hay dos, realmente inolvidables: la de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y la de Cien años de soledad, ambos libros acompañados por estudios, ensayos y glosarios de críticos y especialistas, y publicados en bellas ediciones a precios asequibles para el lector español y americano… De la edición conmemorativa del Quijote se han vendido hasta hoy dos millones de ejemplares; de la edición de Cien años de soledad, se vendieron alrededor de ochenta mil el mismo día de su presentación en Cartagena de Indias, en el homenaje que rindieron las academias a Gabriel García Márquez.

Dentro del espíritu de preservación y estudio de la lengua española en cada uno de los países hablantes, las academias aceptan hoy en plenitud la inevitabilidad del cambio lingüístico, pues las lenguas cambian a tenor de la vitalidad y de los ineludibles acontecimientos políticos, históricos, sociales, de los países en que se hablan. Su uso es garantía de su dignidad, así como el seguimiento de los cambios y el estudio lingüístico pormenorizado, que hoy realizan las academias, al par de descubrirnos el vigor del pueblo en el que se habla el idioma, nos entregan su idiosincrasia, sus preocupaciones y anhelos siempre otros, siempre influidos por el entorno —que hoy, gracias a los medios de comunicación electrónica, es un entorno universal que trasciende fronteras y nos urge a mirarnos mejor, a conocernos y reconocernos, a prepararnos para defender aquello que es inevitablemente nuestro, contra todo lo que no constituye nuestra identidad particular y nuestra circunstancia—.

Para terminar esta breve noticia sobre la existencia y la labor de las academias, baste un ejemplo de la gramática de 1931, la última que precedió al conocido Esbozo y a la magnífica Gramática académica de recentísima publicación. La Real Academia Española, entonces única redactora de dicho libro, se pronunciaba así:

Por ignorancia, pues, y por torpeza escriben y estampan muchos: acaparar, por monopolizar; accidentado, por quebrado, dicho de un país o terreno […] aprovisionar, por abastecer, surtir, proveer; avalancha, por alud; […] bisutería, por buhonería, joyería; […] debutar, por estrenarse; etiqueta, por marbete, rotulata, rótulo, título; finanzas, por rentas públicas; revancha, por desquite y otras innumerables palabras…

Baste esta cita de 1931, para mostrar de qué manera términos entonces difamados por los académicos constituyen hoy parte esencial de nuestra comunicación ejercida, no solamente en el registro idiomático coloquial, sino en el repertorio culto… ¿Quién diría hoy buhonería, en lugar de joyería o bisutería?, ¿quién, rentas públicas en lugar de ‘finanzas’, monopolizar en lugar de acaparar y rotulata, por etiqueta o letrero?

He de dejar aquí esta breve pero urgente descripción introductoria del espíritu actual de la ‘casa’, la Academia Ecuatoriana, a la que Rosa Amelia Alvarado Roca se incorpora en calidad de miembro correspondiente, ya que este hablar mío prosaico e historiado que no se esperaba esta tarde debe dar lugar a la invitación justa y cálida, a la bienvenida al ámbito en que nuestra lengua, el español, encuentra su refugio y estímulo, en el que ennoblece más aún su propia nobleza, fomenta su conservación a la par de su actualización y espera de nosotros, académicos, cuanto acompaña al bien decir y al mejor escribir, con la conciencia del orgullo de expresarnos en la lengua de Cervantes, de Borges, de Darío, Carrera Andrade, Vallejo, Machado o García Márquez y de tantos escritores cuya palabra constituye nuestra verdadera y última e íntima patria.

He tenido conmigo estos días dos libros de poesía publicados por Rosa Amelia Alvarado: Hilaré mi nostalgia y Arena blanca. Más allá de sus artículos -breves y sensibles ensayos sobre temas cotidianos-, de algún discurso suyo en el que no traiciona un ápice su amor por la vida en cuanto contiene de pasión y belleza, estos dos libros han sido objeto de mi más minuciosa lectura y a ellos me atengo.

Antes de sumergirme con ustedes en el que para mí es el sentido poético de la lengua, vayamos un momento, de manera quizá extravagante en este discurso, a lo que fue en la Francia de mediados del siglo XX, el teatro del absurdo. Mientras leía palabras esenciales recordé, por contraste, los diálogos vacíos que fundaron esa genial dramaturgia.

Los escuché en el París del 69 y en el Petit Théatre de la Huchette, en el décimo segundo año de representación -hoy siguen representándose, y ya son 52 años consecutivos -, de dos piezas magistrales: La cantante calva y La lección, de Eugenio Ionesco. Los diálogos surgieron en la mente del autor a partir de su intento de aprender el inglés en el entonces conocido manual Assimile que ofrecía entregar al estudiante todo el inglés necesario en treinta días, y decía, entre otras cosas, algo como:

—¡Qué gusto de conocerle!
—¡El gusto es mío!
—Me llamo Jean, ¿y usted?
—Yo me llamo Claudine…
—Yo vine a Londres para aprender inglés.
—¡Qué casualidad!, yo también vine a Londres para aprender inglés.
—¡Usted vino también a Londres para aprender inglés?
—Sí, yo también vine a Londres para aprender inglés…
—¿Le gusta a usted la mermelada inglesa?
—Me encanta la mermelada inglesa, ¡y a usted?
—A mí me gusta la mermelada de naranja inglesa…
—La de naranja inglesa, por supuesto…

El talento magistral de Ionesco realizó, con un inglés que nada comunicaba a fuerza de expresar la pequeña marea cotidiana en que todos nos vemos apresados, el milagro de mostrarnos la triste redondez de nuestra incomunicación, la infinita superficialidad en que existimos, para no complicarnos. El señor Smith y la señora Smith expresaban en este mutuo decirse, lo que algún crítico llamara la “perfección de la normalidad”… En este mundo nuestro de la insignificancia, a fuerza de creernos comunicados acabamos por no decirnos nada, y si algo nos decimos, por no valorarlo. Repetimos, cansados e inseguros, fórmulas exhortatorias y exiguas. El universo se llena de libros de recetas para el éxito, sinónimo de felicidad, y dicha y éxito se reducen al bienestar económico. Nunca la comodidad se sintió más cómoda que situada en este mundo anonadante.

Y cuando al cabo de un diálogo insustancial, enfermo de lugares comunes, el señor y la señora Smith descubren con idéntica falta de sustancia que han sido durante muchos años y siguen siendo marido y mujer, se produce en el espectador la penosa constatación de que también nosotros…, de que quizá nosotros… De que… ¡qué casualidad!, porque estas palabras que nada fundan constituyen el hábito y el ámbito de la vida absurda, el espejo en el que todos nos encontramos, y nos producen miedo y desolación. Espejo de las vidas de cada día, de la falta de sustancia de nuestras experiencias y sentimientos y, en último término, del absurdo del poder, cuyo juego siniestro se basa en la ignorancia, en la posibilidad de manipulación y de mentira que se ejerce sobre cada uno y que cada uno de nosotros, por conservar su pequeño poder, ejerce tan a menudo sobre los demás.

Pues de esta comodidad, de estos lugares comunes y frases hechas, de esta cotidianidad de compra y venta solo pueden liberarnos el amor por la bondad, la verdad y la belleza, el amor por la sabiduría, como lo intuían los antiguos filósofos griegos; la búsqueda de expresión personal y, en lo álgido de esta búsqueda, una posibilidad expresiva que es don de muy pocos: la expresión poética.

Así, desde mucho antes de Heidegger, pero con mayor precisión desde sus estudios de la palabra poética, “la poesía es la forma más elevada y a la vez más fundamental del hablar”; para el filósofo, el poetizar no es el manejo de un lenguaje particular y, en cierta manera, caprichoso por original y distinto, sino el fundamento mismo de todo lenguaje. Para él, los poetas fundan el ser por la palabra.

¡No es, acaso, la palabra la primera realidad bíblica, la que fundamenta el ser de toda la creación? “En el principio era el verbo” no es metáfora inútil: es expresión de cómo palabra y creación son, en el universo del misterio, una sola realidad… La palabra metaforiza la realidad: la realidad imita, reproduce, se vuelve más real en la palabra. El verbo fundó, al ser pronunciado poética, creativamente, la realidad del mundo…

Por supuesto, esta afirmación a primera vista discutible no es, como no lo son las intuiciones primordiales, pasible de prueba… ¿Cómo, de qué manera, con qué argumentos probaríamos, por ejemplo, que no es el amor el que dicta a Rosa Amelia sus poemas de amor más intensos, sino que ella funda el amor, su amor, con su palabra?

Más allá de tu lejanía / y de tus ojos mansos / de tu poema llorado en lluvia / y del perdón de tu nostalgia // más allá de tu ternura encarcelada / y de la herida sangrante del costado //más allá del recuerdo que redime / y de los miedos que socavan las pasiones … // te amo.

De igual manera, funda la soledad:

Entre tu soledad y la mía / solo media el recuerdo / que se deshoja en tiempo / tiende un puente comunicante / entre dos sombras vivas / encalladas en la mitad de la nostalgia/ sus dos mitades /entre dos metáforas de viento…

La palabra poética revierte aquel principio según el cual el ser no es la palabra con que es designado: la palabra mesa no es la mesa… Pero la palabra mesa, dicha poéticamente, funda la mesa que nosotros no hemos podido olvidar, aquella que existe en nuestra evocación y que, gracias a la poesía, transmite a quien nos lee la misma emoción indefinible que vivimos al evocarla en las situaciones, los sonidos y la magia de nuestra infancia o de nuestra juventud…

Pusiste la mesa, madre, / el mejor mantel de hilo pusiste, / copas de cristal y / tu mejor vajilla / mientras el espejo sonreía contigo // serviste el vino, madre, / aquel que se brinda para calentar el alma / encendiste las velas / vi tu rostro tomar el rubor de las llamas // colocaste las flores, madre, / y las charolas de plata fina / pusiste pan fresco que olía / a hogar de leña buena // pusiste la mesa, madre, / de la cocina llegaba el aroma de tus manjares // la mesa está servida, madre, / pero ¡ay!, no te quedaste para presidirla.

Solo así se explica el que la antigua mesa de la madre obtenga en nuestro corazón, como en el corazón de quien la funda en la palabra, en este caso Rosa Amelia, una connotación que la hace diferente de todas las mesas posibles, que la vuelve lo que es, lo que fue en nuestro ánimo: única, nuestra, aquella que creamos al nombrarla con nuestro corazón… Esa que permanece, por encima o más allá de la que, fuera de nosotros, ha dejado de ser, arrinconada en un tiempo trastero y que ya no reconocemos porque dejó de existir para tomar su verdadera condición, su ser en la palabra que la dice y, al decirla, la funda. En el poema de sencillez franciscana, los distintos elementos del comer cotidiano se han vuelto referentes de una presencia que habiendo huido, permanece en el mantel y las copas, en el pan fresco con olor a leña buena de la poesía… El lenguaje literario, tan normal en este poema, es anómalo respecto de la normalidad de la expresión común, así como el altamente poético lo es respecto del lenguaje literario; la poesía es por definición la potenciación hasta su máximo grado, de la escritura literaria, ya que no todo lenguaje literario es, necesariamente, poético. Es cierto que su característica básica es la creación, pero solo la creatividad que lleva a la comunicación a base de recursos distintos permite retoñar el sentido no trivial de viejas realidades comunes que desaparecieron y el olvido de otras que hoy, decantadas, no son imprescindibles, aunque alguna vez lo parecieran. El logro poético esencial es rebelión contra toda forma de vulgaridad, particularización extrema, empleo estético de todo recurso para expresar la esencia escondida del ser en su misterio o en su cruda opacidad.

En los poemas de Rosa Amelia encontramos anáforas, homofonías, rimas, ritmo, musicalidad que convoca a la imaginación, y, a menudo, una dulce ironía ejercida sobre sí misma; asociaciones sin previsión ninguna, y una especie de historia, la suya, que, quizás sin quererlo, ha puesto a nuestro alcance; estos dones elevan sus diarias certezas al pensamiento inseguro, sintético y bello de la poesía.

Sus temas son variados y ricos. El mar y su repetición, el amor, la paz, preocupaciones actuales y antiguas: las que siempre han herido al hombre y la mujer sensibles… El tiempo y la nostalgia de su paso… Se expresa sin miedo, sin falso pudor, descubriéndose a sí misma como asustada de su atrevimiento, en el gozo discreto de sentirse distinta porque puede, porque anhela decirse… Temas, personas, recuerdos, miedos y rupturas y la certeza de su propia incertidumbre.

No puedo pretender agotar sus temas y su forma de decirlos, que es lo que los constituye en poesía, ni definir el grado en que ella alcanza ese universo, en el que se rebela contra la vulgaridad y logra fundarse y refundarse a sí misma… Sé que le falta toda la vida de decir, para decirse, como a mí misma en este instante me queda todo por decir: todo lo que permanece en sus libros para ser leído y refundado en su lectura por cada ser que a ellos se acerque, afanoso de belleza y de búsqueda.

Nos encontramos con Rosa Amelia, y quizá no por azar, en una misma lengua materna, en la que hemos crecido y hemos sido. En un idioma del cual extraer cuanto nos constituye y nos define. Ella, en su cotidianidad hecha también de mermelada de naranja y de ‘qué casualidad, yo también vine aquí para aprender inglés’, como los días de cada uno de nosotros, en el mundo del éxito y en el pragmático universo del tener para ser, escapa de fruslerías verbales al anhelar expresarse en otro horizonte de sensibilidad, al ver el mundo, su mundo, con ojos distintos de aquellos con que se nos exige mirar, para ser aceptados. Por esto, sus libros han sido posibles en un universo de creatividad y de conquista de su libertad en la palabra en que anhela decirse.

En nuestra lengua lo aprendemos todo, sobre todo, lo que jamás seremos: aprendemos la muerte, el pasado, el instante que se desliza en nada, en ella sabemos lo que somos porque a fuerza de decir la palabra, de buscarla y hurgar en su intimidad, reconocemos nuestros límites y la meta que nunca alcanzaremos… No por estas constataciones, dejamos de decirnos, al contrario. Como Machado, decimos y caminamos para mostrar que “no hay caminos, sino estelas en la mar”… La sugerencia de estas incertidumbres es infinitamente más rica que la seguridad en que tantos creemos existir auténticamente… La palabra es el destino de nuestra libertad, y en la libertad con que nos decimos, vamos siendo más libres en nuestro ser para la muerte… Que a todos nos llegue el tiempo de la interrogación y de la duda, de la inquietud por la verdad, y que a todos nos asista la poesía para construir el pensamiento esencial que al decirnos, nos funde para una patria más viva, más de todos; que sigamos preguntándonos, para que todo se renueve…

Hoy, la Academia culmina el proceso en el que ha querido reconocer la búsqueda literaria y cultural de Rosa Amelia: ella se incorpora a esta casa en la que encontrará, lo hemos encontrado cada uno de nosotros sin haber sido, como lo pretendían los primeros académicos, “sujetos condecorados y capaces de especular y discernir los errores con los que se halla viciado el idioma español”, amistad, sabiduría; hemos sido llamados a seguir trabajando con la palabra, no solo por la ilusión, siempre precaria, de permanecer en la mente de los demás, sino por la alegría, esa sí, perenne, de haber amado el decir y haber puesto en la palabra, en medio de nuestros límites, nuestra verdad esencial y seguir haciéndolo mientras el trabajo y el tiempo que nos han sido dados tengan aún porvenir…

Designada yo por nuestra Academia Ecuatoriana para darle la bienvenida a nuestra casa, solo puedo repetir: Bienvenida, Rosa Amelia, al ámbito en que hemos de buscar que las palabras no se ofusquen ni ofusquen, no engañen, corrompan ni mientan; al de la palabra atenta a sí misma, aquel ámbito que procura, por antiguo destino, que el estudio del español lo vuelva más vivo y esencial en la existencia de cada ecuatoriano.

Bienvenida, bien llegada a la Academia Ecuatoriana, a la antigua casona, con tu propia palabra, con tu búsqueda, tus incertidumbres, tu amor y tu melancolía…

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