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Discurso de incorporación de don José Luis Ramírez Luengo, en calidad de miembro honorario

Compartimos el discurso que pronunció don José Luis Ramírez Luengo el pasado 13 de octubre durante la ceremonia de su incorporación, en calidad de miembro honorario, a la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

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Compartimos el discurso que pronunció don José Luis Ramírez Luengo el pasado 13 de octubre durante la ceremonia de su incorporación, en calidad de miembro honorario, a la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

El indigenismo en la configuración léxica del español ecuatoriano dieciochesco: los datos de la Historia del reino de Quito de Juan de Velasco (1789)*

1. Introducción: el proceso de americanización léxica y sus estrategias

Dentro de las transformaciones que se producen en la lengua española a resultas de su traslado al continente americano, no cabe duda de que las que afectan al léxico se muestran especialmente relevantes, pues dibujan un proceso de americanización que −por medio del establecimiento de “un mapa léxico propio que va a identificar a una región por medio de un conjunto de voces que, sean conocidas solamente en la zona o tengan un significado especial en ese lugar, constituyen un rasgo de identidad que distingue esa variedad del español de todas las demás del mundo hispánico” (Ramírez Luengo, 2012: 395)− termina por contribuir en gran medida a dotar a las distintas variedades del continente de la relevante personalidad que exhiben hoy desde este punto de vista. Es necesario señalar, a este respecto, que tales transformaciones no son un capricho del sistema, sino una necesidad relacionada con la función básica de la lengua, que no es otra que facilitar la más rápida y efectiva comunicación entre sus hablantes: en efecto, los emigrados al Nuevo Mundo descubren desde muy pronto que no cuentan con el vocabulario necesario para dar cuenta del entorno desconocido que América les ofrece, por lo que se ven obligados a “adaptar su herramienta de comunicación y hacerla útil para esa nueva realidad a la que se enfrentan, esto es, americanizar la lengua para poder explicar, así, el nuevo mundo que los rodea” (Ramírez Luengo, 2017: 605).

Por lo que se refiere a los procesos de adaptación en sí, es importante señalar que numerosos estudios basados en corpus muy diversos (Buesa Oliver y Enguita Utrilla, 1992; Ramírez Luengo, 2021, 201b) aportan un primer listado de las estrategias que se aplican a la hora de desarrollar esta americanización léxica, entre las cuales destacan sin duda cuatro fundamentales: a) la incorporación, es decir, la asimilación de vocabulario tomado de otros idiomas con los que el español convive; b) la modificación, entendida como la ampliación significativa de las voces patrimoniales a resultas de su aplicación a los nuevos referentes autóctonos; c) la creación, que supone la conformación de nuevos vocablos por medio de procedimientos morfológicos propios de la lengua como la derivación; y finalmente d) la prelación, esto es, el empleo frecuencialmente predominante de una voz concreta frente a otros sinónimos presentes en el sistema lingüístico.

Aunque quizá sea evidente, se hace importante recordar que la necesidad que sienten los españoles de aprehender la realidad que los rodea para poder conformar la sociedad colonial determina que todos estos procesos se produzcan muy tempranamente y con gran rapidez en todo el continente (Ramírez Luengo, 2007: 74, 76), de manera que no constituye sorpresa alguna constatar que también en los textos que escriben los autores ecuatorianos del siglo XVIII es posible descubrir los procedimientos que se han descrito en el párrafo anterior y, como consecuencia, constatar la existencia de una clara americanización léxica que modela la personalidad que, ya en estos momentos, presenta el habla del país. Precisamente, al análisis de la estrategia americanizadora que se ha denominado incorporación −ejemplo evidente en lo lingüístico del mestizaje que se produce desde antiguo en un entorno políglota y multicultural como es, en la colonia y ahora, el territorio del Reino de Quito− es a lo que se van a dedicar las páginas siguientes.

2. El autor y su obra: Juan de Velasco (1727-1792) y su Historia del Reino de Quito

Ahora bien, antes de entrar al estudio de esta cuestión es necesario describir el corpus del que se toman los datos, así como mencionar los requisitos que debe cumplir un texto histórico que pretenda servir como base para un estudio de esta naturaleza. Por lo que se refiere a este última punto, salta a la vista que la descripción del vocabulario empleado por los habitantes del actual territorio ecuatoriano durante el Siglo Ilustrado solo se puede llevar a cabo con una documentación que cumpla al menos las siguientes características: a) ser suficiente desde el punto de vista cuantitativo; b) estar circunscrita a las coordenadas espacio-temporales que interesa analizar; y c) ser temáticamente variada y tratar al mismo tiempo cuestiones cotidianas, lo que permite la aparición en ella de elementos geográficamente restringidos. De este modo, y como respuesta a tales requisitos, se ha considerado oportuno seleccionar como base para el presente análisis la Historia del Reino de Quito del padre Juan de Velasco, no solo porque responde adecuadamente a todo lo que se acaba de mencionar, sino también en atención a la relevancia que, desde el punto de vista histórico y cultural, posee este sabio jesuita ecuatoriano.

Aunque probablemente no sea necesario en un contexto como este, no está de más recordar que, según señala Villalba Freire (2022)[1], Juan de Velasco –“primer historiador nacional del Ecuador”, en palabras de Carlos Larrea (1971)– nace en 1727 en el seno de una familia acomodada en Riobamba, y desde muy pronto entabla una estrecha relación con la Compañía de Jesús que marcará toda su vida: en efecto, tras estudiar con los jesuitas en su ciudad natal, en 1743 se traslada al Seminario de Quito para proseguir sus estudios y al año siguiente decide ingresar a la orden. Ya sacerdote y con un excelente conocimiento del quichua –circunstancia que se pone de relieve de manera evidente en su trabajo intelectual, como luego se dirá–, desarrolla su labor religiosa entre la población indígena de la zona de Cuenca, lo que le permite visitar y conocer de primera mano el sur del país, en una visión que se amplía en 1759, cuando su paso al colegio de Ibarra como procurador le permite familiarizarse con la vida y las costumbres de las poblaciones de esta otra región; apenas tres años después, en 1762, Velasco es enviado a Popayán, en cuyo colegio enseña física y matemáticas. Como es fácilmente previsible, este periplo vital sufre una drástica transformación a partir de 1767, cuando la expulsión de la orden jesuita de los dominios de la corona española obliga al padre Velasco a abandonar –ya para siempre– su suelo natal: embarcado junto a sus compañeros en Cartagena de Indias con destino a Europa, tras un largo y penoso viaje llega a Faenza, en los Estados Pontificios, donde vivirá los siguientes veinte años estudiando y componiendo su monumental Historia del Reino de Quito, que terminará en 1789, apenas tres años antes de fallecer en la mencionada localidad italiana[2].

Por lo que se refiere a la obra en sí, es necesario indicar que la Historia del Reino de Quito constituye sin duda el trabajo fundamental del padre Velasco, en el que concentra el amplísimo conocimiento que, sobre los actuales territorios del Ecuador, atesora a lo largo de su vida, y representa por ello mismo un tratado que va mucho más allá de lo estrictamente histórico, encajando más bien en la definición de la crónica eclesiástica, es decir, una tipología caracterizada por la “amalgama coherente de narraciones de diferente tipo que suelen alternar asuntos propiamente civiles y militares con la descripción de tierras y costumbres de diversos grupos indígenas y el relato central de los éxitos de los trabajos evangelizadores” (Mojarro Romero, 2016: 52); no sorprende, por tanto, que a pesar de su denominación como historia,el texto del jesuita no se dedique en exclusiva a las temáticas que hoy se engloban dentro de esta disciplina, sino que en realidad cuente con tres partes claramente diferenciadas: una primera dedicada a las ciencias naturales –llamada por el autor historia natural y a la que, cabe decir, se va dedicar el presente estudio– y dos que tienen por objeto la historia antigua y la historia moderna, centradas en los periodos precolombino y colonial respectivamente.

Por supuesto, la riqueza temática de la obra exige un conocimiento de carácter prácticamente enciclopédico, y por ello el manejo de muchas y muy variadas fuentes que Velasco cita con profusión en sus páginas, en las que aparecen no solo algunos de los cronistas más importantes de los siglos XVI y XVII –a manera de ejemplo, Pedro Mártir de Anglería (p. 166), López de Gómara (pp.151, 159, 225), Fernández de Oviedo (p. 167), Cieza de León (pp. 152, 158), el padre Acosta (pp. 147, 157), o el Inca Garcilaso (pp. 160, 162)–, sino también autores contemporáneos al propio jesuita, bien del mundo hispánico (Feijoo, p. 171; Antonio de Ulloa, pp. 183, 185, 229; Clavigero, pp. 146, 183) o bien de otros orígenes geográficos (Cook, p. 154; La Condamine, pp. 141, 144; Buffon, pp. 136, 141, 146; Pauw, pp. 141, 168, 175; Robertson, pp. 168-9, 176); además –y como no podía ser de otra forma siendo el autor, en sus propias palabras, “nativo de aquel reino” y habiendo “vivido en él por espacio de cuarenta años” (p. I)–, las informaciones tomadas de los diversos estudiosos se completan con su experiencia personal[3], que le sirve para ampliar los datos expuestos en la bibliografía, pero también en numerosas ocasiones para corregir de manera más o menos ácida los abundantes errores que, según su opinión, se exponen en ella, muy especialmente por parte de algunos ilustrados europeos –como los ya citados Buffon, Robertson o muy especialmente Pauw– que se caracterizan por sus críticas a América y a los americanos[4].

De este modo, se puede definir la Historia del Reino de Quito como la obra de un criollo ecuatoriano del siglo XVIII que pertenece a las minorías ilustradas de la región –representante, por tanto, del español culto empleado en ella en este momento específico–, de extensión más que considerable y que trata temáticas muy variadas (geografía, sociedad, flora, fauna) pero claramente relacionadas con la realidad más cercana y propia del Ecuador. Salta a la vista, por tanto, que el texto del jesuita[5] cumple con las distintas exigencias, cuantitativas y cualitativas, que se consideran necesarias para constituir la base de un estudio dedicado a la dialectalización léxica, y es precisamente por esto por lo que se ha tomado como base para el análisis de los indigenismos que participan en este proceso[6].

3. El indigenismo y la americanización léxica del español ecuatoriano del siglo XVIII: datos –y problemas– en la Historia del Reino de Quito

Como se ha mencionado más arriba, el encuentro de los españoles con la radical novedad que supone América va a tener consecuencias muy variadas, que en el caso concreto del vocabulario se van a traducir en la americanización de este nivel lingüístico, es decir, en su transformación de muy diversas formas para adaptarse a la nueva realidad a la que hay que dar nombre. Se trata –como ha quedado sobradamente demostrado (Ramírez Luengo, en prensa)– de un proceso de alcance continental y de desarrollo muy rápido, de manera que no sorprende que en la obra de Juan de Velasco, y por tanto en el Ecuador del siglo XVIII, también sea posible detectar ejemplos de las distintas estrategias que, según se señalaba más arriba, se emplean con este propósito: en efecto, la revisión del texto permite observar claros ejemplos de modificación –a manera de ejemplo, las voces beneficiar (p. 35), hacienda (p. 133) y el par verano/invierno (p. 4), empleadas con la significación que tanto el DLE (2014) como el DAMER (2010) consideran propiamente americana[7]–, de prelación (entre otros, durazno, peje, frisol y variantes o médano, pp. 6, 11, 42, 148 respectivamente, con un uso claramente predominante en la época en el español del Nuevo Mundo[8]) o de manera más escasa –así como más problemática– de creación, representada, quizá, por el vocablo peñolería (p. 9)[9].

Con todo, no cabe duda de que una de las estrategias de americanización que de manera más habitual se refleja en la Historia del Reino de Quito es la que se ha denominado incorporación, es decir, el empleo, a la hora de nombrar las realidades desconocidas, de unidades léxicas tomadas de los otros idiomas con los que el español entra en contacto en su traslado al territorio americano, muy especialmente –aunque no de forma exclusiva– de las lenguas amerindias que son propias de él. De este modo, una rápida lectura de la obra de Velasco permite registrar una muy relevante cantidad de indigenismos que no solo evidencia la importancia de los idiomas autóctonos a la hora de configurar un español propiamente ecuatoriano y dotarle de una fuerte personalidad, sino también el profundo proceso de mestizaje y de influencias culturales mutuas que se encuentra en la base de la sociedad colonial de esta parte de América.

Con todo, se hace preciso señalar que no todos los vocablos de origen amerindio que aparecen en las páginas de la Historia del Reino de Quito se deben interpretar de la misma manera y poseen, en consecuencia, la misma importancia a la hora de comprender en profundidad la historia léxica del español del país: en efecto, tanto la temática de la obra y el interés de Velasco por describir la naturaleza y la cultura autóctona americanas como su profundo conocimiento del quichua determinan la aparición en el texto de numerosos vocablos de las lenguas vernáculas que no siempre pasan al español, y cuyo empleo exclusivo entre lo que él llama indianos –esto es, la población indígena– queda de manifiesto en fragmentos como los siguientes (ejemplos 1-4):

1) Inchic, llamado maní por los españoles de Quito, y cacahuate por los de Mégico, es de una planta mediana, frondosa, que da flores blancas estériles (p. 61).

2) Hatun-viringo. Es una especie de perro, del tamaño y de la hechura delgada del galgo (…). Los españoles lo llaman chino, no porque sea originario de la China, segun algunos presumen, sino porque en las barbas ó bigotes, y en la lista de pelos de la cabeza, se parece á los indianos ó Chineses (pp. 86-7).

3) El nombre lluicho, dan los indianos á todos los ciervos de poca cornamenta, que no se divide en ramas, sino cuando mas en dos ó tres puntas pequeñas (p. 87).

4) Tapia machacuy quiere decir fantasma ó visión pavorosa de la otra vida, en el lenguaje de los indianos de Maynas. Es una culebrilla inocente, larga dos palmos, y gruesa como el dedo pulgar (p. 111).

De este modo, parece necesario interpretar tales vocablos como claros ejemplos de lo que Álvarez de Miranda (2009: 44) denomina ocasionalismos, entendidos por este autor como “palabras que no pertenecen al uso habitual de la lengua receptora, sino que se usan ocasionalmente en ella (…) con plena conciencia de su condición de extranjeras y sin voluntad de integrarlas”. A este respecto −y aunque es obvio que la falta de integración de estos vocablos implica que no resulten de demasiado interés para el estudio de la americanización léxica del español de la zona−, es importante, con todo, señalar que su aparición se antoja relevante no solo porque evidencia la situación de contacto de lenguas que, también en el siglo XVIII, tiene lugar en una zona pluricultural y plurilingüe como es el actual territorio ecuatoriano, sino también porque ejemplifica las diversas estrategias discursivas −según Buesa Oliver y Enguita Utrilla (1992: 41-45), descripción, definición, sinonimia y traducción (ejemplos 5-8)[10]− que los hispanohablantes emplean de manera general a la hora de incorporar un extranjerismo y de dar respuesta, así, a la exigencia de clarificar al lector el significado de una voz que desconoce.

5) El yeso de dos especies, esto es, el de fabricar, y el que usan los pintores, es tambien comun. El primero de que no se sirven, ni lo usan para nada los españoles, lo conocieron y lo usaron con grandes ventajas los antiguos indianos, porque mezclándolo con cierta especie de betun, hacian algunas obras como de vivo pedernal (…). Llámase este yeso pachachi (p. 27).

6) Atallpa. Es nombre genérico á muchas especies de pavas y pavones (p. 102).

7) Estaño ó llambo cullqui, se saca de los mismos minerales de plata ó de plomo que quedan ya dicho (p. 31).

8) El ingarirpo, que quiere decir espejo del Inca, no es piedra natural, como algunos pensaron, sino artificial hecha de plata, oro y otras piedras minerales (p. 30).

Ahora bien, cabe señalar que, junto a estos procedimientos más o menos tradicionales, la obra de Velasco ofrece otras posibilidades menos habituales pero igualmente efectivas para el propósito perseguido que aportan, desde este punto de vista, una gran originalidad y un indudable interés al texto del jesuita. Entre tales procedimientos, resultan especialmente destacables dos: por un lado, el empleo del ocasionalismo como adyacente a un hiperónimo que sirve como marco referencial del primero (ejemplo 9); por otro, la combinación de varias de las estrategias anteriores –por ejemplo, coordinacióndefinición o descripcióntraducción (ejemplos 10 y 11 respectivamente)– para aclarar el mismo elemento, en una construcción reforzada que, obviamente, facilita la comprensión del referente desconocido.

9) La palma aguashi (…) tiene la propiedad de atraer el agua por retirada que esté (p. 73).

10) Tumbaga ó pucacuri, es metal que se hace mezclando el oro con el cobre (p. 31).

11) Uchusisa. Es planta mediana de verde claro que da varias flores juntas en una varilla. El color es amarillo encendido, y el olor es vehemente que pica algo en acre, pero sin fastidio. Por este motivo el nombre significa flor de pimiento (p. 44).

Por otro lado, y para acabar con el análisis de estos ocasionalismos, no está de más indicar que, aunque en general resulta sencillo distinguirlos de los vocablos integrados, en algunas ocasiones la tarea de establecer tal oposición se antoja notablemente complicada: a manera de ejemplo, al hablar de la palma pishihuaya y de su fruto se señala que “de ellos se hace una pasta fermentada que llaman masato” (p. 55), sin que el texto deje claro quién utiliza tal denominación, indígenas o criollos, y por tanto si se trata del empleo puntual de una voz que Velasco reconoce como ajena al español o, por el contrario, se corresponde con un elemento integrado y por ello perteneciente en la época a la variedad ecuatoriana de este idioma. Como forma de solucionar este problema, se ha optado por considerar como ocasionalismo todo aquel vocablo presente en la Historia del Reino de Quito que no se registra en un corpus lexicográfico de referencia –en concreto, Morínigo (1998), el DCECH (1980-1991), el DAMER (2010) y el DLE (2014)–, en una decisión que, si bien se antoja claramente insatisfactoria[11] y deberá ser revisada en el futuro, tiene al menos la ventaja de permitir establecer una clara distinción entre ambos subgrupos de indigenismos, integrados y no integrados[12].

Pasando, pues, a los vocablos que se pueden considerar integrados, es importante mencionar que la falta de información etimológica de la que a veces adolece el corpus lexicográfico mencionado impide comprobar el origen propiamente autóctono de muchos de ellos, a pesar de que determinadas circunstancias –tales como su forma (apashiru, p. 110; carachama, p. 129; shicashica, p. 54), su empleo actual en zonas geográficas muy restringidas, especialmente Ecuador, Perú, Colombia y Bolivia (afaninga, p. 111; canguil, p. 70; omeco, 90; taparaco, p. 119) o su pertenencia a campos nocionales que, como la fauna o la flora, son especialmente proclives a incorporar préstamos amerindios (dinde, p. 59; mashua, p. 68; tocte, p. 47)– permiten sostener con un alto grado de probabilidad su carácter de indigenismos[13]. Así, la aplicación de todas las restricciones que se han descrito hasta el momento a la Historia del Reino de Quito ofrece un total de 146 voces de indudable origen amerindio, a saber: achira, achojcha, achote, achuni, achupalla, aguacate, aguará, ají, alpaca, amancay, amauta, ananá, anona, añás, apancora, arracacha, ayahuasca, bejuco, bijao, cabuyo, cacao, cacique, caimán, calahuala, camote, canchalagua, canoa, caoba, capihuara, capulí, carachupa, caraña, carey, casabe, caucho, caimito, ceibo, chamico, chaquira, chicha, chilca, chilhuacán, chirimoya, chonta, chucha, chulpi, chuquirahua, churu, chuspi, coca, colpachí, cóndor, copal, cuchi, cucuyo, curaca, cuy, guaba, guacamayo, guachapelí, guairuro, guanábana, guanaco, guangana, guaranga, guatusa, guayaba, guayacán, jobo, hicotea, huaihuachi, hualicón, huamán, iguana, inca, ipecacuana, jagua, jején, jíbaro, jícama, jícara, llama, loro, lucma, macana, maguey, maíz, mamey, manatí, mandioca, maní, mate, mico, molle, morocho, mota, nacascol, nigua, ninacuro, nopal, oca, ojota, otoronco, ulluco, paco, pacú, paico, palta, papa, papaya, petaca, pingullo, pita, pitahaya, pongo, poroto, pulque, puma, quina, quinde, quinua, quipo, quirquincho, sara, soche, soroche, suche, tacamaca, taxo, tola, tomate, totora, tucán, tucurpilla, tuna, tuyuyu, ucumari, urpi, vicuña, viravira, yacumama, yacupuma, yuca, yunga, zapallo y zapote[14].

Salta a la vista, en primer lugar, que se trata de un listado notablemente abundante[15] que no solo pone en evidencia el notable enriquecimiento léxico del español que se produce –en una zona, se ha dicho ya, caracterizada por la multiculturalidad, el plurilingüismo y el mestizaje como es el Reino de Quito– a partir del contacto lingüístico entre este idioma y las lenguas autóctonas, sino que además demuestra la indudable relevancia que poseen las crónicas eclesiásticas para el estudio de la estrategia americanizadora de la incorporación, así como la necesidad, en este caso concreto, de seguir trabajando desde este punto de vista la obra de Juan de Velasco, que claramente se erige, a la vista de lo todo lo anterior, en una fuente fundamental para el mejor y más profundo conocimiento del vocabulario que se emplea en el actual Ecuador durante los últimos años del siglo XVIII.

Al mismo tiempo, y más allá del listado que se acaba de presentar, quizá convenga analizar los orígenes etimológicos de los vocablos que este registra, pues tal acercamiento ofrece información de interés sobre las lenguas autóctonas que de manera más relevante participan en la conformación de la personalidad léxica del español ecuatoriano del Siglo Ilustrado. Así, la información que ofrece a este respecto la bibiliografía consultada (Morínigo, 1998; DCECH, 1980-1991; DAMER, 2010; DLE, 2014; Ramírez Luengo, 2021) permite conformar la siguiente tabla (tabla 1)[16]:

LENGUACASOSVOCES
Quichua64 (43.83%)chira, achuni, achupalla, amancay, añás, apancora, arracacha, ayahuasca, carachupa, caucho, chamico, chilca, chirimoya, chonta, chucha, chulpi, chuquirahua, churu, chuspi, cóndor, curaca, cuy, guairuro, guanaco, guangana, guaranga, huaihuachi, huamán, inca, llama, lucma, mate, molle, morocho, ninacuro, oca, ojota, otoronco, paico, palta, papa, pincullo, pongo, poroto, puma, quina, quinde, quinua, quipo, quirquincho, sara, soroche, tola, totora, tucurpilla, ucumari, ulluco, urpi, vicuña, viravira, yacumama, yacupuma, yunga, zapallo
Leng. antillanas31 (21.23%)ají, bejuco, bijao, cabuyo, cacique, caimán, caimito, canoa, caoba, carey, casabe, ceibo, guaba, guacamayo, guanábana, guayaba, guayacán, hicotea, iguana, jején, jíbaro, jobo, maguey, maíz, mamey, maní, nigua, pita, pitahaya, tuna, yuca
Náhuatl19 (13.01%)achote, aguacate, cacao, camote, capulí, colpachí, copal, guatusa, jagua, jícama, jícara, nacascol, nopal, petaca, pulque, suche, tacamaca, tomate, zapote
Guaraní8 (5.47%)aguará, ananá, capihuara, ipecacuana, mandioca, pacú, tucán, tuyuyú
Caribe6 (4.08%)anona, cucuyo, loro, macana, mico, papaya
Etim. discutida[1]5 (3.42%)achojcha, calahuala, coca, cuchi, manatí
Otra lengua4 (2.73%)caraña, chilhuacán, guachapelí, taxo
Aimara3 (2.05%)alpaca, amauta, paco
Cuna2 (1.36%)chaquira, chicha
Mapudungun2 (1.36%)hualicón, canchalagua
Maya1 (0.68%)soche
Omagua1 (0.68%)mota[2]
TOTAL146 (100%) 
Tabla 1. Orígenes etimológicos de los indigenismos integrados del corpus

De este modo, el quichua se revela como el sistema lingüístico que en mayor grado enriquece el español ecuatoriano del siglo XVIII, al aportar 64 de los 146 vocablos –es decir, el 44% de todos los indigenismos–, seguido de las lenguas antillanas, con un 21% del total, y en menor proporción el náhuatl, que pese a ello alcanza un notable 13%; en contraste con estas tres fuentes fundamentales, otros idiomas como el guaraní y el caribe aportan un número más limitado de voces, de en torno al 5% del total, y el resto de las lenguas registradas (aimara, cuna, mapudungun, maya y omagua) no pasan de tener una presencia puramente testimonial, reducida a muy escasos elementos. No hace falta decir, por supuesto, que se trata de unos resultados poco sorprendentes, ya que coinciden con los que se han obtenido en estudios previos sobre esta cuestión (Ramírez Luengo, 2007: 76-79) y son la consecuencia esperable de una serie de circunstancias históricas que determinan el aporte léxico de las lenguas amerindias al español, entre las que se puede mencionar el prestigio que, durante la Centuria Ilustrada posee el quichua en el territorio ecuatoriano a resultas de su empleo desde antiguo como lengua general en todo el virreinato del Perú (Itier, 2000), o la muy temprana difusión que, debido a la preeminencia temporal de su contacto con el español, experimentan las voces de origen antillano por todo el continente (Ramírez Luengo, 2007: 77).

Ahora bien, dejando de lado estos aspectos de carácter general, se hace preciso señalar también otras cuestiones puntuales que sirven para comprender más profundamente la historia léxica del español ecuatoriano: por un lado, es necesario destacar la abundante presencia de voces de origen náhuatl –19 elementos y un 13% del total– en el texto de Velasco, pues estos datos vienen a cuestionar la conocida isoglosa que tradicionalmente se establece en la frontera colombo-ecuatoriana entre una zona norte de fuerte influencia náhuatl y otra sureña mayoritariamente quichua, y muestran una realidad dieciochesca mucho más porosa, en la que el actual territorio del Ecuador se erige más bien en punto de encuentro de dos de las grandes áreas léxicas americanas que conforma el uso del indigenismo, la mesoamericana (náhuatl) y la andina (quichua); además, resulta importante hacer hincapié en la aparición en el corpus de vocablos que tiene como origen el guaraní, el mapudungun o el cuna −es decir, lenguas que se emplean en zonas muy alejadas del reino de Quito− que forzaosamente evidencian no el contacto directo del español regional con tales idiomas, sino más bien los trasvases léxicos y las mutuas influencias que establecen entre sí las distintas variedades americanas del español, en una nueva muestra de los numerosos y complejos procesos históricos que participan en la configuración del vocabulario regional que exhiben a día de hoy estas hablas.

Junto a lo anterior, parece también interesante investigar los campos léxicos por los que se distribuyen los indigenismos empleados por Velasco en su obra, pues este análisis ofrece información sobre los ámbitos de la realidad que, en el Ecuador del siglo XVIII, se ven especialmente afectados por esta estrategia de americanización. Aplicando, pues, la clasificación onomasiológica propuesta en Ramírez Luengo (2019: 257), los resultados que se obtienen se presentan en la tabla 2:

CAMPO LÉXICO CASOSVOCES
Fauna47 (32.19%)achuni, aguará, alpaca, añás, apancora, caimán, capihuara, carachupa, chucha, churu, chuspi, cóndor, cuchi, cucuyo, cuy, guaba, guacamayo, guanaco, guangana, guatusa, hicotea, huaihuachi, huamán, iguana, jején, llama, loro, manatí, mico, mota, nigua, ninacuro, otoronco, paco, pacú, puma, quinde, quirquincho, soche, tucán, tucurpilla, tuyuyú, ucumari, urpi, vicuña, yacumama, yacupuma
Flora39 (26.71%)achira, achojcha, achote, achupalla, amancay, ayahuasca, bijao, cabuyo, caimito, calahuala, canchalagua, caoba, capulí, ceibo, chamico, chilca, chilhuacán, chonta, chuquirahua, colpachí, guachapelí, guairuro, guaranga, guayacán, hualicón, ipecacuana, jagua, jobo, molle, nacascol, nopal, paico, suche, tacamaca, taxo, totora, tuna, ulluco, viravira
Agricultura/ganadería32 (21.91%)aguacate, ají, ananá, anona, arracacha, cacao, camote, chirimoya, chulpi, coca, guanábana, guayaba, jícama, lucma, maguey, maíz, mamey, mandioca, maní, morocho, oca, palta, papa, papaya, pitahaya, poroto, quinua, sara, tomate, yuca, zapallo, zapote
Enseres/utensilios10 (6.84%)bejuco, canoa, jícara, macana, mate, ojota, petaca, pincullo, pita, quipo
Industria/construcción8 (5.47%)caraña, carey, caucho, chaquira, copal, soroche, quina, tola
Organización social5 (3.42%)amauta, cacique, curaca, inca, jíbaro
Alimentación3 (2.05%)casabe, chicha, pulque
Geografía/clima2 (1.36%)pongo, yunga
TOTAL146 (100%) 
Tabla 2. Empleo de la estrategia de incorporación en el corpus (por campos léxicos)

Una rápida revisión de la tabla anterior confirma bien a las claras la incorporación de voces tomadas de las lenguas amerindias a una gran cantidad de campos nocionales que hacen referencia a realidades tan variadas como la agricultura, los enseres y utensilios, la fauna, la industria o la organización social, algo que resulta importante mencionar porque evidencia el uso generalizado de esta estrategia en el español ecuatoriano de la época y, por tanto, su relevante participación en los procesos de americanización léxica que afectan a esta variedad diatópica. Al mismo tiempo, lo mencionado hasta ahora no oculta el hecho de que son determinados ámbitos −como la fauna, la flora, la agricultura/ganadería o los enseres y utensilios− los que mayoritariamente concentran los indigenismos del corpus, algo que en este caso concreto responde no solo a cuestiones como la consabida “originalidad que muestra América en estos aspectos” y, por ello, “la necesidad que tiene el español de dar nombre a unos referentes desconocidos que carecen de él en la lengua” (Ramírez Luengo, 2019: 258), sino también a la propia tipología de la Historia del Reino de Quito y su temática, que necesariamente favorecen la aparición predominante en sus páginas de ciertos ámbitos específicos de la realidad como los ya mencionados.

Finalmente, y desde un punto de vista cronológico, cabe mencionar que los indigenismos que aparecen en la obra de Velasco resultan también relevantes para la historia léxica del español ecuatoriano, pues permiten complementar las −todavía escasas− informaciones que facilitan las investigaciones desarrolladas hasta el momento sobre esta temática. De este modo, los datos que ofrecen los grandes repositorios digitales –en concreto, CORDE, CORDIAM y LEXHISP– parecen demostrar que la Historia del Reino de Quito no solo adelanta más de un siglo el empleo hispánico del vocablo colpachí, datado hasta el momento en 1897, sino que además aporta la primera atestiguación diacrónica de voces registradas exclusivamente en sincronía (ayahuasca, cabuyo, carachupa, chulpi, chuquirahua, mota, ninacuro y tucurpilla), cuya profundidad histórica en la región se puede cifrar ahora en más de doscientos años; al mismo tiempo, es importante señalar que los ejemplos del jesuita riobambeño suponen en ocasiones una nueva aparición de vocablos con una documentación muy escasa en el pasado –un máximo de cinco apariciones entre los tres corpus mencionados– (añás, guairuro, guaranga, guatusa, morocho, nacascol, taxo, tola, ucumari, urpi) o que constituían hasta el momento auténticos hápax léxicos (achuni, capihuara, chilhuacán, churu, chuspi, cuchi, pincullo, quinde), todo lo cual no hace sino resaltar una vez más la indudable trascendencia que, según se ha dicho ya en reiteradas ocasiones, posee este corpus para el mejor conocimiento de la diacronía léxica del español del Ecuador.

4. El indigenismo como americanismo en el español ecuatoriano del Siglo Ilustrado

Pasando ya a otra cuestión, no hay duda de que la incorporación de voces amerindias como forma de americanizar el vocabulario inevitablemente conlleva que muchos de estos elementos −circunscritos en ocasiones al español ecuatoriano y, por ello, de distribución diatópica restringida−, constituyan en la época de Velasco auténticos americanismos, concepto que en este caso se entiende a partir de Company (2007: 28-29) como todo elemento –no necesariamente léxico, aunque en este caso se trabaje con este nivel lingüístico– cuyo uso muy frecuente y cotidiano distancia la variedad americana respecto del español peninsular (Ramírez Luengo, 2017: 609)[1]. Como se puede apreciar, esta definición, basada de manera exclusiva en el criterio de uso, supone tres ventajas para un estudio histórico como este: en primer lugar, plantea una tajante diferenciación entre el indigenismo y el americanismo, con lo que eso supone de reconocimiento del aporte hispánico a la identidad léxica americana; además, permite establecer distintos subtipos de americanismos, en concreto puros, semánticos y de frecuencia (Company, 2010: XVII)[2]; finalmente, y más importante aún, obliga a considerar el americanismo como un concepto eminentemente dinámico, lo que implica que “la valoración de determinado elemento como americanismo no se mantiene inalterada a través del tiempo, sino que puede variar a lo largo de la historia, dependiendo de los procesos de expansión o reducción geográfica que experimenten las diferentes unidades léxicas” (Ramírez Luengo 2012: 398)[3].

Partiendo, pues, de todo lo expuesto hasta el momento, la revisión de los datos que ofrece CORDE para la sincronía que representa Velasco[4] permite comprobar el carácter diatópicamente restringido, si no de todos[5], al menos de muchos de los indigenismos del corpus, así como observar la distinta respuesta de estos elementos a la definición de americanismo facilitada más arriba y, por tanto, su pertenencia en el siglo XVIII a los diferentes subtipos que se han establecido teóricamente para este concepto. Desde este punto de vista, parece posible integrar en estos momentos al listado de americanismos puros una serie de términos (achira, achuni, alpaca, amancay, anona, apancora, caimito, capihuara, chaquira, chonta, curaca, lucma, macama, otoronco, paico, palta, poroto, quinde, quirquincho, ulluco, yunga) que se registran únicamente en textos americanos o en obras de autores peninsulares relacionados de algún modo con el Nuevo Mundo[6], lo que se puede entender como un indicio más o menos claro de su uso exclusivo en este continente; frente a este primer grupo, se detectan otros que presentan una distribución diatópica mayor, al registrarse tanto en España como en América, pero cuyas marcadas diferencias cuantitativas en lo que se refiere a su aparición en ambas zonas geográficas permite interpretarlos como americanismosdefrecuencia (aguacate, bejuco, cacao, canoa, chirimoya, copal, loro, maguey, manatí, nopal, petaca, quina, zapote)[7]; por último, el hecho de que los indigenismos caoba, guacamayo, jicara, maíz y mico aparezcan en la época de Velasco a ambos lados del Atlántico y con una frecuencia de uso muy cercana o similar[8] obligar a considerarlos como panhispanismos, esto es, como voces generales cuya extensión dieciochesca por todo el español les impide constituirse, a pesar de su origen, en marcadores dialectales.

Una vez más, no está de más indicar que la situación que se acaba de describir –con indigenismos que se enclavan en los distintos subtipos de americanismos, e incluso con otros que no poseen ya este carácter– no es en modo alguno fruto del azar, sino que responde a factores históricos de muy diversa índole: así, mientras que la naturaleza propia y exclusivamente americana de muchas de las realidades a las que Velasco hace referencia en su texto determina que las unidades léxicas con que estas se denominan sean desconocidas en la Península Ibérica –y, por tanto, constituyan americanismos puros–, la llegada de algunos productos americanos a la metrópoli supone el traslado y posterior expansión de determinados indigenismos por las variedades dialectales de España, y con ello la transformación de los mismos en americanismos de frecuencia o incluso en voces generales, una vez se produce su definitiva incorporación a las hablas de este país. Se descubre, por tanto, un proceso diacrónico de desamericanización (Ramírez Luengo, 2017b) que supone que algunas voces de origen autóctono vayan perdiendo progresivamente su valor de índice dialectal (americanismo puro > americanismo de frecuencia > voz general), lo que no solo avala el carácter dinámico que se ha propuesto ya para el concepto americanismo (Ramírez Luengo, 2012: 398), sino que además pone en evidencia las causas históricas que están en la base de determinados cambios léxicos, y en consecuencia las estrechísimas relaciones que existen entre estas dos disciplinas hermanas, la historia y la filología.

5. Unas primeras conclusiones: mestizaje e identidad léxica en el Ecuador del siglo XVIII

Llegado este punto, quizá sea posible esbozar ahora una valoración general de la importancia que presentan los indigenismos en las páginas de la Historia del Reino de Quito del padre Velasco, así como −generalizando a partir de este primer ejemplo− la trascendencia que poseen tales vocablos amerindios a la hora de conformar la identidad léxica que indudablemente muestra ya el español ecuatoriano de estos momentos.

De este modo, no cabe duda de que lo primero que demuestran los datos de la documentación analizada es que la aprehensión de la realidad desconocida que impone América a los emigrados europeos tiene lugar por medio de unos mecanismos muy variados que, si en ocasiones suponen el aprovechamiento de los propios recursos endohispánicos −sea en forma de alteración semántica de las voces que llegan de España (modificación), sea por medio de la aplicación de los recursos de la lengua para generar más vocabulario (creación) o sea por el triunfo de un vocablo frente a sus pares sinonímicos (prelación)−, en otras implican la apropiación de vocablos procedentes de otros idiomas (incorporación), algo que no puede sorprender si se tiene el cuenta el carácter plurilingüístico y pluricultural que identifica a las sociedades coloniales del continente en general y al Reino de Quito en particular. Como resultado de todos estos procesos, es posible detectar desde muy pronto una auténtica reorganización y restructuración del sistema que en ningún caso es arbitraria o incongruente, sino que guarda una estrecha relación con las características sociohistóricas que identifican a los diversos territorios del Nuevo Mundo.

Pasando ahora a la presencia de indigenismos −y obviando algunos problemas de indudable relevancia, como las dificultades que se plantean a la hora de separar en la escritura del jesuita los ocasionalismos de las voces integradas, o la falta de información etimológica que presentan muchas de las fuentes lexicográficas consultadas−, no cabe duda de que lo primero que hay que mencionar es la muy abundante aparición de ellos en el corpus estudiado, al conformar un listado de 146 vocablos que demuestra fehacientemente la relevancia de esta obra específica −y, en general, de la tipología textual que representa, la crónica eclesiástica−para el mejor y más profundo conocimiento del empleo diacrónico de las voces amerindias en el Ecuador. Esta primera conclusión, además, se complementa obligatoriamente con otra en la que es importante hacer hincapié: la necesidad de seguir estudiando desde el punto de vista lingüístico la Historia del Reino de Quito, pues no cabe duda de que su análisis puede arrojar datos de gran interés para la −por el momento− desconocida historia léxica de esta variedad del español americano.

Por lo que se refiere a los vocablos en sí, conviene señalar en primer lugar que su procedencia es enormemente variada (quichua, lenguas antillanas y náhuatl predominantemente, pero también guaraní, caribe, aimara o mapudungun), y este hecho es relevante no solo porque demuestra la complejidad que caracteriza desde este punto de vista al español ecuatoriano y su condición de punto de encuentro de dos de las grandes áreas léxicas (mesoamericana/andina) que impone en el continente el uso del indigenismo, sino también porque evidencia los contactos interdialectales que contribuyen a la configuración del vocabulario que a día de hoy caracteriza y dota de personalidad a las diversas variedades dialectales americanas. Así mismo −y dejando aparte diferencias porcentuales puntuales determinadas en parte por los propios referentes y en parte por las mismas temáticas que interesan a Velasco−, se hace necesario indicar también la aparición de indigenismos en muchas y muy variadas esferas de la realidad (entre otras, la flora y la fauna, los enseres y utensilios, la geografía, la organización social), lo que no constituye en el fondo sino una palpable demostración del abundante uso que los ecuatorianos del siglo XVIII hacen de esta estrategia americanizadora y, por ende, de su trascendencia a la hora de identificar desde el punto de vista léxico el español de la región.

Como consecuencia de todo lo anterior, la lectura de la Historia del Reino de Quito ofrece un conjunto de indigenismos diatópicamente restringidosque en la época analizada individualizan léxicamente el habla de esta zona frente a las otras que componen el diasistema del español. En este sentido, es importante recordar que la interpretación dinámica y basada en el uso del americanismo que se propugna en estas páginas no solo permite detectar ejemplos de los distintos subtipos que engloba este concepto −en concreto, americanismos puros (anona, otoronco, yunga) y de frecuencia (bejuco, loro, petaca)−, sino también constatar el carácter general de algunos de estos vocablos en el siglo XVIII y, por tanto, su pérdida de valor como índice dialectal (jícara, maíz, mico), en una constatación que genera el establecimiento de cierta escala diacrónica de desamericanización (americanismo puro > americanismo de frecuencia > voz general) que, como se puede suponer, está muy lejos de ser arbitraria, pues responde, una vez más, a factores históricos de muy distinta naturaleza.

En definitiva, no cabe duda de que los datos que, sobre el uso del indigenismo en el español dieciochesco del Ecuador, ofrece la obra de Juan de Velasco permiten confirmar la relevancia que poseen el mestizaje y el contacto con el otro −presentes desde sus mismos orígenes en una sociedad como la del Reino de Quito− para la configuración de la potente personalidad léxica que identifica a esta variedad diatópica del español; una variedad que −como se ha intentado demostrar en estas páginas desde el punto de vista del vocabulario− refleja en sus resultados los complejos procesos históricos que le han dado forma, y que a día de hoy permite a los ecuatorianos, en un proceso que dura ya quinientos años, seguir expresando personal y colectivamente su forma de ser y de estar en el mundo.

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7. Anexo 1: Localización en el corpus de los indigenismos citados[9]

Achira (p.69), achojcha (achoccha) (p.56), achote (p.51), achuni (pp.90,98), achupalla (p.71), aguacate (p.44), aguará (ahuara) (p.82), ají (pp.51,65), alpaca (pp.82,97), amancay (p.43), amauta (p.219), ananá (p.56), anona (p.56), añás (p.91), apancora (apangora) (p.130), arracacha (p.69), ayahuasca (ayaguache) (p.32), bejuco (pp.32,47,74,215), bijao (p.42), cabuyo (pp.38,40), cacao (p.57), cacique (pp.2,12,167,197), caimán (p.109), calahuala (p.33), camote (p.68), canchalagua (canchalahua) (p.33), canoa (pp.45,114,126,216), caoba (p.45), capihuara (p.89), capulí (p.57), carachupa (p.92), caraña (p.48), carey (pp.45,54,130), cazabe (casabe) (p.69), caucho (cauchuc) (p.48), caimito (caymito) (p.57), ceibo (pp.41,46), chamico (p.33), chaquira (p.111), chicha (pp.65,70,143), chilca (p.33), chilhuacán (pp.58,72), chirimoya (pp.5,58), chonta (pp.45,52), chucha (p.92), chulpi (p.70), chuquirahua (p.34), churu (p.130), chuspi (p.120), coca (p.34), colpachí (colpache) (p.34), cóndor (p.100), copal (p.48), cuchi (p.88), cucuyo (p.118), curaca (p.2), cuy (pp.21,86,89,132), guaba (p.60), guacamayo (p.102), guachapelí (p.47), guairuro (p.42), guanábana (p.60), guanaco (pp.82,97), guangana (p.88), guaranga (p.39), guatusa (p.92), guayaba (p.60), guayacán (pp.35,47,50), jobo (hobo) (p.143), hualicón (p.61), huamán (p.100), huaihuachi (huayhuáz) (p.92), hicotea (icotea) (p.130), iguana (p.110), inca (pp.1,9,20,146), ipecacuana (p.38), jagua (jahua) (p.61), jején (p.120), jíbaro (p.31), jícama (p.68), jícara (p.54), llama (pp.81,97,224), loro (p.105), lucma (p.62), macana (p.47), maguey (p.40), maíz (pp.11,25,70), mamey (pp.62,153), manatí (p.126), mandioca (p.69), maní (p.61), mate (p.41), mico (pp.91,98), molle (p.49), morocho (p.70), mota (p.128), nacascol (p.46), nigua (p.123), ninacuro (p.123), nopal (p.66), oca (p.68), ojota (p.164), ulluco (olloco) (p.68), otoronco (otorongo) (p.85), paco (pp.82,97,224), pacú (p.128), paico (p.36), palta (p.63), papa (pp.14,20,68,123), papaya (pp.63,71), petaca (p.165), pincullo (pingullo) (p.227), pita (p.41), pitahaya (p.64), pongo (p.165), poroto (p.70), pulque (p.40), puma (p.84), quina (pp.12,45,65), quinde (p.105), quinua (pp.37,70), quipo (pp.155,209), quirquincho (p.92), sara (p.70), soche (p.88), soroche (p.30), suche (p.44), tacamaca (p.50), taxo (p.66), tola (p.155), tomate (p.66), totora (p.71), tucán (p.102), tucurpilla (p.102), tuna (pp.6,66), tuyuyú (p.103), ucumari (p.85), urpi (p.102), vicuña (pp.82,97), viravira (p.38), yacumama (pp.112,219), yacupuma (p.85), yuca (p.69), yunga (p.4), zapallo (p.66), zapote (p.67).


[1] Por supuesto, las interpretaciones de este concepto, especialmente polisémico, son numerosas; para esta cuestión y su discusión historiográfica, véanse Donadio Copello (2005: 89-92) y Chávez Fajardo (2021).

[2] Como bien señala la profesora mexicana, tales subtipos derivan de las distintas maneras como los elementos léxicos pueden responder a la definición ya facilitada, de manera que se interpretan como puros las voces empleadas en el español de América e inexistentes en el español peninsular general, mientras que serán semánticos los vocablos formalmente compartidos con la Península que han desarrollado en América valores significativos propios; por último, se entienden como americanismos de frecuencia aquellos elementos compartidos en forma y significado que muestran en América, sin embargo, un empleo mucho mayor.

[3] Esta interpretación conlleva consecuencias de notable relevancia para el estudio de estos elementos en perspectiva diacrónica; a este respecto, véanse las reflexiones teóricas y la propuesta metodológica que se plantea en Ramírez Luengo (2017).

[4] Como se indica en la nota 8, tal sincronía comprende el lapso temporal 1739-1849, esto es, un total de cien años que tiene la fecha de redacción de la Historia del reino de Quito (1789) como punto intermedio.

[5] Dado que en muchas ocasiones los vocablos no se registran en el corpus (chilhuacán, ninacuro, tucurpilla), o no con la abundancia que se precisa para poder llegar a conclusiones válidas (achuni, canchalahua, morocho).

[6] Al estilo de la Relación histórica del viaje a los reinos del Perú y Chile, del burgalés Hipólito Ruiz, las Noticias Americanas de Antonio de Ulloa o el epistolario de José Celestino Mutis.

[7] En concreto, la frecuencia de uso –siempre en casos por millón de palabras (CMP)– de cada elemento según los datos de CORDE es la siguiente: aguacate (AM: 5.12 – ES: 0.23), bejuco (AM: 19.20 – ES: 1.98), cacao (AM: 113.95 – ES: 3.81), canoa (AM: 88.98 – ES: 1.03), chirimoya (AM: 8.10 – ES: 0.15), copal (AM: 7.68 – ES: 0.71), loro (AM: 16.43 – ES: 1.35), maguey (AM: 8.96 – ES: 0.39), manatí (AM: 2.13 – ES: 0.15), nopal (AM: 4.04 – ES: 0.07), petaca (Am: 11.30 – ES: 0.87), quina (AM: 39.26 – ES: 4.85), zapote (AM: 5.12 – ES: 0.63). Cabe mencionar, además, que algunos de estos términos como copal, maguey, manatí, nopal y zapote son empleados por un único autor español durante todo el periodo acotado (L. Proust, J. de Isla, V. de Peña y Valle, J. N. Gallego y L. Fernández de Moratín respectivamente), lo que obliga a preguntarse hasta qué punto tienen un empleo real en España y, por tanto, si no es más adecuado integrarlos al grupo de los americanismos puros.

[8] En esta ocasión, los datos son los siguientes: caoba (AM: 2.98 – ES: 1.03), guacamayo (AM: 1.49 – ES: 0.55), jicara (AM: 3.20 – ES: 1.51), mico (AM: 1.49 – ES: 1.74); para maíz se han utilizado los datos que se aportan, respecto a tal antillanismo, en Ramírez Luengo (2017b).

[9] Este anexo señala la localización de algunas de las apariciones de los vocablos estudiados en la edición de la Historia del Reino de Quito empleada para el presente estudio (Velasco, 1844), por lo que en modo alguno se debe interpretar como un listado exhaustivo de todos los casos presentes en la obra; como se puede apreciar, se ofrece el lema según aparece en el DLE y/o el DAMER, la grafía que se registra en el texto decimonónico entre paréntesis  –siempre y cuando existan diferencias respecto al lema– y el número de página donde aparece, siguiendo para ello la paginación original de la edición.


[1] Por lo que se refiere a estos elementos, cabe decir que calahuala puede tener su origen en el quichua o en el taíno, mientras que, para el caso de manatí, se duda entre el arahuaco y el caribe (DCECH (1980-1991: s.v. calahuala, manatí); en cuanto a los otros tres elementos (achojcha, coca, cuchi), no resulta claro si se trata de vocablos quichuas o aimaras, en una situación que resulta muy frecuente cuando se analizan los préstamos procedentes de las dos grandes lenguas andina, las cuales comparten, como es sabido, abundante vocabulario (Ramírez Luengo, 2007: 78).

[2] El origen omagua de este ictiónimo es explicitado por el propio Velasco, quien indica lo siguiente al hablar de la especie: “es negro, bien grueso y largo de dos palmos, con algunas barbas, que eso significa el nombre en lengua omagua” (p. 128).


* Esta publicación forma parte del proyecto de I+D+i PID2020-117659GB-100, financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033.

[1] De quien se toman todos los datos que se presentan a continuación.

[2] Cabe mencionar que la obra queda inédita y no verá la luz hasta 1841, en que, bajo el cuidado de Agustín Yerovi, se comienza a publicar en Quito por la Imprenta del Gobierno; precisamente en esta primera edición se basa este estudio –en concreto, en el volumen que aparece en 1844–, y a ella hacen referencia las páginas que se citan a lo largo del texto.

[3] Este empleo de la experiencia personal –con lo que esto supone de criterio de autoridad– se explicita en el texto en afirmaciones como la siguiente: “me apliqué á la constante fatiga de recoger impresos y manuscritos, de que fuí formando los convenientes estractos: averigüe muchos puntos con varios sugetos no ménos doctos que prácticos de aquellos países, especialmente misioneros: gasté el espacio de seis años en viages, cartas y apuntes” (p. II).

[4] Se inserta este texto, por tanto, en la corriente apologética de defensa del Nuevo Mundo que, frente a los ataques europeos, se descubre con cierta frecuencia en la América Ilustrada, y muestra al mismo tiempo ese afianzamiento de la identidad (proto)nacional que se produce en el discurso criollo dieciochesco y que Company (2021: 44) detecta, por ejemplo, en la prensa novohispana. Esta cuestión identitaria –analizada ya en el caso concreto de Velasco por Barrera Campos (2015)– produce también el ensalzamiento de lo americano frente a la realidad de Europa, aspecto presente en toda la obra que tiene su muestra quizá más elocuente en el elogio al territorio ecuatoriano que despliega el jesuita al comienzo de esta: “El Reino de Quito, noble porción del nuevo mundo, célebre entre los escritores, por su situación bajo la tórrida zona: por la sin igual elevación de su terreno: por su benigno clima nunca bastantemente ponderado: por la natural riqueza de sus frutos: por el inestimable tesoro de sus preciosos metales; y por haber sido el teatro principal de las antiguas y modernas revoluciones de estado, es el que voi á describir” (p. 1).

[5] Que, cabe decir, muestra además una aguda conciencia filológica que se refleja en la atención que presta a la variedad léxica existente tanto en América como dentro de los límites del Reino de Quito –con anotaciones del estilo de “girón en las provincias altas, ó uficuy en la de Maynas, es fruto de una planta grande que se enreda” (p. 61), “chucha, intutu ó guanchaca, nombres de diversas provincias, es una especie de zorra doméstica” (p. 92) u “otra especie de abejillas muy pequeñas, pintadas, llamadas moquiñañas en Guayaquil, no hace cera ninguna” (p. 117)– y se extiende incluso a la variación diatópica del quichua (“cuando los Incas lo conquistaron [= el Reino de Quito], se introdujo mucho mas el lenguaje que se llama peruano; mas de tal suerte, que aun las palabras propias de este, se pronuncian por lo común variando algunas vocales; v.g. tomando la g por la c, la b por la p, la u por la o, y tal vez la o por la u”, p. 94) y a la historia y distribución de esta lengua en el Ecuador (“En el Reino de Quito, como parte que fué del imperio de los Incas, se hizo vulgar aquel idioma, no en todas las provincias que actualmente componen el Reino, sino solo en aquellas que fueron conquistadas por ellos”, p. 94; “En la provincia del Norte desde los Pastos, no se habla este idioma de ningún modo; como tampoco en la de Guayaquil, á excepcion de algunas palabras del antiguo dialecto Scyri. En la de Maynas introdujeron modernamente los misioneros la lengua general, no como se habla en el partido de Quito, sino pura como en el Cusco”, p. 95). Naturalmente, esta atención que presta Velasco a las cuestiones lingüísticas aumenta el interés que, para el estudio de la temática aquí propuesta, presenta su obra.

[6] De hecho, la riqueza de la Historia del Reino de Quito desde el punto de vista del vocabulario es tal que sorprende que no se haya utilizado hasta el momento para estudios de tipo lingüístico, muy especialmente si se atiende a su aprovechamiento desde otras disciplinas como la historia (Barrera Campos, 2012; Larrea, 1971; Navia Méndez-Bonito, 2002, 2006), la literatura (González Delgado, 2008) o incluso la geología (León Garrido, 2020); es necesario, por tanto, desarrollar nuevos estudios que permitan obtener y sistematizar los muchos datos que, para la historia léxica del español del Ecuador, encierran las páginas del jesuita riobambeño.

[7] Esto es, beneficiar como ‘procesar productos agrícolas’ (DLE, 2010: s.v. beneficiar), hacienda como ‘terreno de gran extensión dedicado a la agricultura y a la ganadería’ (DAMER, 2014: s.v. hacienda) y verano/invierno como ‘estación seca’ y ‘temporada de lluvias’ respectivamente (DAMER, 2010: s.v. verano, invierno); respecto a estos últimos términos, es importante mencionar que el propio Velasco tiene conciencia de su particular significado en América –y, por tanto, de su transformación en americanismos semánticos (Company, 2010: XVII)–, al explicitar en el texto que “se llama invierno cuando llueve, sin que se sienta frío, y se llama verano cuando no llueve, sin que se sienta calor, pues uno y otro es siempre de igual temperamento” (p. 9).

[8] Los datos de CORDE para el periodo 1739-1839 –es decir, el corte cronológico de cien años que enmarca 1789, fecha de finalización de la obra– arroja la siguiente frecuencia de uso, siempre en CMP (casos por millón de palabras): para durazno, 0.15 CMP en España frente a 12.80 CMP en América (en claro contraste, cabe decir, con melocotón, de distribución más semejante: 4.05 CMP en este territorio frente al 5.24 CMP español); para peje, 0.15 CMP en España frente a 12.16 CMP en América; en cuanto a frisol y médano, todos los ejemplos de ese periodo –93 y 47 respectivamente– corresponden a textos americanos o de temática referente al Nuevo Mundo, lo que avala también su especial relación con las variedades lingüísticas del continente.

[9] Resulta un caso más problemático porque, de acuerdo con CORDE, se detecta una aparición de esta voz en España, si bien el hecho de que la práctica totalidad de ellas –22 de 23– se descubran en América permite interpretarla como voz creada en el español de estas tierras.

[10] Siguiendo a estos autores, la descripción implica el empleo de un fragmento narrativo en el que “quedan reflejados los rasgos característicos de los seres y objetos aludidos”, mientras que la definición ofrece “una fácil y exacta percepción del concepto correspondiente a las voces que las originan” (Buesa Oliver y Enguita Utrilla 1992: 41, 42); por su parte, si la sinonimia expone el significado desconocido por medio de “una duplicación de vocabulario para la que se utilizan las conjunciones o e y” (Buesa Oliver y Enguita Utrilla 1992: 43), la traducción opta por incorporar el indigenismo a través de un verbo de lengua (decir, querer decir, llamar) (Enguita Utrilla 2010: 211).

[11] Esta insatisfacción radica al menos en dos cuestiones de naturaleza muy diferente: en primer lugar, por el carácter incompleto de los diccionarios consultados, que no incorporan la totalidad del léxico empleado en un país por motivos de muy variada índole –a este respecto, no deja de ser significativo que numerosos elementos que no se registran ni en el DLE ni en el DAMER sean voces que Velasco asocia a la zona de Maynas, en la actual Amazonia peruana (capirona, p. 45; damagua, p. 61; shirushiru, p. 108; uficuy, p. 63), en un claro ejemplo de la dificultad a la que se enfrentan, en su paso a los repertorios lexicográficos, los términos diatópicamente muy restringidos–; además, y más importante aún, por el error que supone trasladar al siglo XVIII la situación léxica que existe hoy en día y que reflejan los diccionarios sincrónicos, pues no se puede olvidar que la no aparición de una voz en el momento actual no implica necesariamente que esta no haya sido empleada en otro periodo histórico.

[12] Esta decisión ha obligado a dejar fuera del estudio elementos de cuya integración se puede dudar (a manera de ejemplo, aguashi, p. 54; chulco, p. 34; cushipata, p. 219; payuru, p. 49; quíllac, p. 92; ushay, p. 93), pero también otros como urpay (p. 102) o ungurahui/ungurave (p. 50) que sin duda se han incorporado al español, a juzgar por su aparición en los diversos corpus históricos o en textos actuales: tal es lo que ocurre, por ejemplo, con urpay (p. 102), registrado en CORDE y en CORDIAM en los siglos XVI y XVII, o con ungurahui/ungurave (p. 50), presente en documentación ecuatoriana de muy distinta naturaleza (Valencia et alii, 2013). Nótese que ambos casos manifiestan bien a las claras los problemas que se planteaban en la nota anterior.

[13] Queda como tarea futura, por tanto, buscar la etimología de tales indigenismos, en un trabajo que sin duda permitirá comprender mejor la importancia que tienen las lenguas autóctonas en la configuración léxica del español ecuatoriano.

[14] Para la localización de los vocablos en el texto, véase el anexo 1.

[15] De hecho, este listado se puede ampliar no solo con la abundante onomástica –tanto topónimos (Otavalo, Lacatunga, p. 2; Iscuandé, Huamboya, p. 3) e hidrónimos (Putumayo, Ucuyale, Chinchipe, p. 13) como antropónimos (HuainaCapac, Atahualpa, Guascar, p. 1)– que aparece, sino también con otros vocablos presentes en sus páginas (chicozapote, p. 63; coatí, p. 92; tapir, p. 82) que, sin embargo, se ha optado por dejar fuera de este estudio por no ser propios del español ecuatoriano, tal y como explicita el propio Velasco en fragmentos del siguiente tenor: “en Nueva España le dan á esta misma fruta el nombre de chico sapote” (p. 63), “en el Pará se llama coatí” (p. 92), “en Nueva España se llama tapir” (p. 82). Así mismo, tienen también su origen en las lenguas autóctonas algunos ejemplos de lo que Quesada Pacheco (2009: 428) denomina toponimización del léxico, es decir el proceso por el cual palabras que “tuvieron en épocas pasadas un significado como nombre común (…) han quedado fosilizadas en calidad de topónimos” (Barbacoas, pp. 31, 76; Manglares, p. 23); aplicando a la inversa esta misma definición, es posible detectar lo que se podría calificar como casos de destoponimización, en forma de topónimos (indígenas) que se han convertido en voces comunes: angamarca como ‘tipo de pimiento’ (p. 51) o cayambe ‘viento propio de varias provincias’ (p. 8). En todo caso, no cabe duda de que las circunstancias concretas que particularizan todos estos ejemplos aconsejan un análisis especializado, y de ahí que no consideren en este estudio.

[16] Se sigue en todos los casos la etimología facilitada en las obras mencionadas, por más que en ocasiones puedan existir dudas más o menos fundadas: a manera de ejemplo, sorprende registrar un mayismo en Ecuador (soche) si se tiene en cuenta la escasa extensión geográfica de los préstamos de este idioma (Ramírez Luengo, 2007: 78), y también levanta sospechas el supuesto origen náhuatl de tacamaca (DAMER, 2010, s.v. tacamahaca), que presenta una variación con y sin aspiración –tacamaca, tacahamaca, tacajamaca– más propia de los préstamos antillanos que del idioma mexicano (bareque/bahareque/bajareque; pitaya/pitahaya/pitajaya). Para aquellos elementos en los que los propios estudiosos discrepan, se ha optado por crear la categoría etimología discutida, así como otra lengua para los vocablos de origen desconocido, pero indudablemente americano.

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