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Discurso de incorporación de don Michael Handelsman en calidad de miembro correspondiente

Compartimos con ustedes, desde nuestros archivos históricos, el discurso «Nelson Estupiñán Bass en contexto» con el que, el 12 de noviembre de 2012, don Michael Handelsman se incorporó en calidad de miembro correspondiente.

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Compartimos con ustedes, desde nuestros archivos históricos, el discurso «Nelson Estupiñán Bass en contexto», con el que don Michael Handelsman se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. Lo recibió don Juan Valdano Morejón. La ceremonia se llevó a cabo en el Centro Cultural Benjamín Carrión, el 12 de noviembre de 2012.

«Nelson Estupiñán Bass en contexto»
Discurso de incorporación como Miembro Correspondiente

“[…] siento que aquí duele la patria”.
—Nelson Estupiñán Bass

“Los pueblos negros del norte de Esmeraldas siempre soñamos con dejar a nuestros herederos un territorio para que vivan en paz como nosotros hemos vivido por tanto años, ahora que se nos quita el derecho sobre ese territorio, tendremos que dejarles como herencia los testimonios de esa injusticia, para que en las nuevas generaciones no muera el motivo para la resistencia”.
—el Abuelo Zenón

Los dos epígrafes que inician este ensayo son una invitación a reflexionar sobre el sentido y la función de la literatura escrita y pensada desde la experiencia de ser negro/a en el Ecuador y, concretamente, a partir del ejemplo de Nelson Estupiñán Bass (1912-2002) que nunca se olvidó de su tierra natal de Esmeraldas. De hecho, el mismo Estupiñán había constatado que “Esmeraldas es la fuente primaria de mi obra literaria, el lugar de origen de todo lo que escribo” (Este largo camino 221). Este reconocimiento de orígenes adquiere especial importancia al leerlo en diálogo con las palabras del Abuelo Zenón, el mismo que pone de relieve la centralidad existencial que debe ocupar el territorio en el imaginario de las comunidades que habitan la zona norte de la provincia.[1] Es de notar que el sentido de pertenencia que estos dos afroesmeraldeños comparten es sumamente complicado y, a veces, la complementariedad de su pensamiento resulta elusiva cuando no contradictoria. Esta tensión viene en parte del hecho de que Estupiñán habla desde la escritura mientras que Zenón personifica la oralidad. En cierta manera, las múltiples distancias y proximidades inherentes a la relación entre la escritura y la oralidad marcan el contexto desde el cual pretendo leer a Estupiñán Bass y problematizar el sentido complejo de lo que constituye la literatura afro en el Ecuador y, por extensión, de gran parte de la diáspora afrolatinoamericana.[2]

Nelson Estupiñán Bass, escritor de dos orillas

Sin duda alguna, Estupiñán Bass comprendió su papel de escritor afro como un destino sublime que conllevaba una gran responsabilidad social para con la colectividad que pretendía representar. Es así que él había comentado que dicha colectividad escoge al poeta como “su intérprete, su descodificador, esclarecedor de enigmas y de sueños que él descifra mejor que sus prójimos, por tener una más acentuada sensibilidad y una visión más penetrante y amplia que la de ellos, que le permite oír los latidos del futuro y allanar los escondites de la imagen” (Este largo camino 184). A pesar de la evidente y sincera solidaridad que siempre caracterizó la producción literaria de Estupiñán Bass, su tendencia a privilegiar al artista como máxima voz de las necesidades del pueblo va en contra del pensamiento articulado por el Abuelo Zenón junto al de muchos otros miembros de las comunidades cuyo principal medio de expresión sigue siendo la oralidad. Según éstos, son los mayores de cada comunidad que juegan el papel de guardianes de los saberes ancestrales que “se tienen que valorar y difundir para que no se pierdan de la memoria colectiva. Cada una de las filosofías que nuestros mayores desarrollaron en torno al uso y manejo de los recursos de los territorios colectivos tendrían que ser contenidos educativos de los textos que se difunden en las escuelas y colegios de las comunidades del territorio región del norte de Esmeraldas” (García Salazar, ed. Territorios, territorialidad y desterritorialización, 171). Es decir, lejos de considerar a los artistas como sus principales representantes y defensores, las comunidades más bien se miran adentro al asumir la responsabilidad de su propia construcción como pueblo: “Aprender del pasado significa buscar en la memoria colectiva de la comunidad propuestas válidas para recuperar sentido de pertenencia y derechos para seguir siendo nosotros mismos como comunidad, como familia, como pueblos afroecuatorianos” (García Salazar, ed. Territorios …, 158).

Sería una ingenuidad asumir que Estupiñán no reconocía esta capacidad de pensar y resistir de las comunidades afros de su provincia. De hecho, el profundo respeto que sentía por sus raíces permea toda su obra literaria y, desde sus memorias que tituló Este largo camino, él recordó su infancia en Esmeraldas al señalar que en esa época “conocí cosas, sucesos y personas que dejaron en mi memoria improntas imborrables, algunas de las cuales he repintado después en mis libros. Ahora sé que la vida me llamó con sus apremios para que asimilara sus substancias en un reto para que las mostrara después a los demás. Creo haber respondido a este desafío” (125). Lo que quisiéramos poner de relieve aquí es la importancia de matizar con cuidado las explicaciones de Estupiñán para, así, no tergiversar su concepto de escritor afroesmeraldeño, el mismo que se alimenta de las experiencias vividas desde la oralidad y las prácticas aprendidas desde la escritura. Es decir, toda la obra de Estupiñán ha de leerse como producto de un posicionamiento doble que nunca superó un estado de tensión permanente debido a su condición de afroesmeraldeño, por una parte, y escritor por otra. En cierta manera, por pertenecer simultáneamente a la Ciudad Letrada y la Ciudad Real—categorías acuñadas por Ángel Rama—se percibe en Estupiñán el potencial de desacreditar las tradiciones y los saberes geoculturales afros que, en realidad, él pretendió visibilizar y legitimar como constitutivos de toda la historia nacional.[3]

Nuestra propuesta, entonces, apunta a una lectura que tome en cuenta esta tensión precisamente por qué consideramos que la verdadera actualidad de la obra de Estupiñán—y de otros escritores afroecuatorianos como Adalberto Ortiz, Antonio Preciado, Argentina Chiriboga y Juan Montaño, entre otros menos conocidos, tal vez—se encuentra en ese contexto histórico-cultural donde la representación de los afros se problematiza. Por eso, al volver a leer el epígrafe citado arriba del Abuelo Zenón, se comprende lo esencial que constituye el testimonio del pasado de los afroesmeraldeños para su futura sobrevivencia y, como ya comentamos, Estupiñán concibe su obra en esos términos testimoniales. Pero el dilema del lector—y aquí se piensa en los lectores interculturales—radica en la necesidad de no leer a Estupiñán como una voz privilegiada o de autoridad que muchas veces ha sido identificada por los letrados como una de las expresiones máximas de “lo afroecuatoriano”.[4] Esta interpretación “oficial” contradice completamente las enseñanzas del Abuelo Zenón que siempre recurre a los mayores—anónimos y múltiples—cuando se refiere a Esmeraldas y, por extensión, a toda la Comarca Afro del Pacífico. En efecto, no es fácil ponderar el valor del papel que juegan los letrados cuando se esfuerzan por representar a colectividades que pertenecen más bien a la llamada Ciudad Real. De nuevo, el Abuelo Zenón es pertinente para estas reflexiones: “Mucho de lo que aprendemos tiene que ver con lo que el otro quiere que tengamos como verdad” (García Salazar, ed. Territorios…, 116). Por consiguiente, la representación propia es precisamente lo que se disputa, según el Abuelo Zenón: “Seguramente que los otros pueden estar viendo lo que nos afecta y nos daña, desde su orilla—basta leer los periódicos—pero desde la orilla de las comunidades de origen africano, lo que nos afecta tiene que ser dicho como nosotros lo sentimos y narrado como nosotros lo vemos” (García Salazar, ed. Territorios…, 16).

Lo que se desprende de estas últimas precisiones es lo difícil que es navegar entre dos aguas paralelas cuando sus corrientes fluyen en sentidos contrarios. Así ha de ser el caso de un intelectual comprometido como Estupiñán Bass que tenía que negociar su forma de representar a los afroesmeraldeños a través de un lenguaje inspirado en los saberes colectivos, pero expresado desde un individualismo propio del mundo letrado. Proyectarse (o ser proyectado) como vocero o intérprete de las comunidades pone distancia entre aquellas dos orillas mencionadas por el Abuelo Zenón. En el fondo, este desfase de lenguajes y perspectivas marca las diferencias que existen entre pensar sobre/desde/con las comunidades e, indudablemente, una posible reconciliación de dichas diferencias se realizará siempre y cuando la interculturalidad se establezca como principal medio para relacionarse en una sociedad pluricultural.

Ya se sabe que la literatura de y por los afros ha pasado por tres etapas rectoras, a saber: el negrismo, la negritud y el afrocentrismo.[5] Según nuestra lectura, esta trayectoria histórica se explica mediante aquella referencia al pensar sobre/desde/con. Es decir, mientras que el primer caso implica una jerarquización propia de la colonialidad,[6] el segundo sugiere un acercamiento fundamentado en los conocimientos aprendidos del contacto directo y, finalmente, pensar con se refiere a las relaciones dialogales que, a diferencia de los anteriores casos caracterizados siempre por una voz de poder y autoridad, hacen posible la representación propia de los diferentes grupos sociales tan necesaria para una verdadera democratización.

Estupiñán era consciente de esta historia y, por lo tanto, dedicó gran parte de su obra a combatir el negrismo con una literatura purgada de los estereotipos que impedían una verdadera profundización del mundo afro, tanto al nivel de la caracterización como al de la expresión formal Franklin Miranda ha observado al respecto:

De ahí que no dude en mostrar el peligro que corre lo afroecuatoriano al tener poetas negristas que repiten fórmulas “universales”, paralizantes y estereotipados para tratar lo negro en la lírica. De ahí también que constantemente en busque nuevas y más honestas formas para rescatar la cosmovisión de su pueblo tanto en la poesía como en la prosa. (82)

En fin, siempre atento a la necesidad de superarse como creador, pues, Estupiñán puntualizó:

La Poesía Negra, por lo mismo, no podía permanecer en su tradicional recodo, al margen del saludable flujo y reflujo contemporáneos, y su actualización demandaba la salida de la onomatopeya, que la circunscribía a una especie de cuarto sin ventilación, a un recinto sin aire, y le privaba de la amplitud tan necesaria para la universalización.

(Desde un volcán volado 63)

La deseada superación, sin embargo, puede conducir a serias contradicciones que, en vez de producir la ya mencionada profundización de lo afro y su renovación artística, termina tergiversándolo al conformarse con ciertas expectativas “universalizantes” de la “otra orilla” de los letrados. Por eso, es imprescindible detenerse y reflexionar cuando se lee a Estupiñán quien rechaza “la onomatopeya negra” como recurso gastado y contraproducente. Concretamente, después de reducirlo a lo ornamental y lo pintoresco, él declara que “la batalla del hombre negro contemporáneo ya no es pigmental: el hombre de color ha depuesto sus combates raciales y se ha integrado a la lucha universal por el mejoramiento económico, que engloba indiscriminadamente a los hombres pobres de todos los colores”. Luego, continúa afirmando: “Por eso la Poesía Negra, de espaldas al racismo—el racismo negro es tan nocivo como el racismo blanco—ha arrojado por la borda la onomatopeya intraducible y limitante” (Desde el volcán volado 64).[7]

Aunque quisiéramos entender la referencia a lo pigmental en un sentido crítico que denuncia los estereotipos y la superficialidad, los mismos que carecen de contenidos históricos y culturales y, por consiguiente, dificultan todo intento de complejizar las múltiples experiencias y realidades de las comunidades afros en el Ecuador, estas afirmaciones de Estupiñán parecen apuntar hacia otras conclusiones problemáticas e inquietantes. Negar la raza como eje y punto de partida de todo análisis pertinente a lo afro peca de ingenuidad o, tal vez, se refiere a un desafortunado lapsus que confunde lo universal con el blanqueamiento. Sea como sea, si bien es laudable identificar las luchas afros con otras luchas parecidas que, también, aspiran a construir sociedades que se caracterizan por la justicia social, la raza sigue ocupando un lugar medular en la concepción y la defensa de las comunidades afros en el Ecuador y en otros países a lo largo de la diáspora. Por supuesto, lo racial no existe aisladamente, y hay que comprenderlo en un contexto amplio que incluye el género y la clase social, entre otros factores pertinentes. Pero, insinuar que la retención de ciertas huellas de lo afro—por más gastadas que sean—apuntan a prácticas racistas no tiene sentido, especialmente si se toma en cuenta la obra literaria de Estupiñán en su conjunto y los procesos de reivindicación social realizados por las comunidades afros a través de los siglos que, paradójicamente, el mismo Estupiñán ha reconocido como su origen, el cual lo ha sustentado durante toda su vida. Los “combates raciales” más bien definen la participación de los afros “contemporáneos” en “la lucha universal” por la justicia precisamente porque sus intereses más (eternamente) inmediatos y urgentes nacen de su condición de negros.

Somos de la opinión de que esta aparente ambivalencia del pensamiento de Estupiñán se debe sobre todo a su afán por consolidar la aceptación e integración de los afroecuatorianos en el escenario nacional. No estará de más recordar que gran parte de la vida de Estupiñán fue profundamente marcada por tales proyectos nacionales como el mestizaje, el socialismo y la defensa territorial contra Perú. Lógicamente, cualquier militancia basada principalmente en los intereses de la raza hubiera sido rechazada por separatista y vendepatrias. Por lo tanto, cuando Estupiñán se dirigía a la mayoría de sus lectores que no eran afros, a veces su discurso se volvía pragmático y coyuntural, especialmente cuando se trataba de sus artículos publicados en El Comercio de Quito.[8]

El problema con esta estrategia integracionista es que, a la larga, amenazaba con invisibilizar y minimizar lo afro, negando su condición constitutiva dentro de la historia nacional del Ecuador. Es decir, el miedo de resaltar las particularidades más viscerales de los afrodescendientes, las mismas que no existen fuera de lo racial, terminó ratificando la idea equivocada, cuando no racista, de que lo afro no representa de por sí lo ecuatoriano, lo universal y lo plenamente humano. Paradójicamente, entonces, la marginalización de lo afro del conjunto ecuatoriano no ha sido el resultado de insistir demasiado en sus diferencias, sino en no defender éstas desde su matriz afro.

No nos parece una exageración sugerir una vez más que la literatura de Estupiñán—además de la de muchos otros escritores afros dentro y fuera del Ecuador—pertenece a una tradición literaria y artística afro precisamente por ese desgarramiento que muchos intelectuales cargan mientras pasan la vida esforzándose por balancear el llamado de los orígenes con las normas y expectativas de los centros del poder. En efecto, dicho desgarramiento contribuye muchas veces a una suerte de re-funcionalización de idearios cuando los autores tratan de amoldar su discurso insurgente y cimarrón a los gustos de un público condicionado a pensar desde la colonialidad del poder, lo cual implica mantener el estatus quo en lo que respecta a las relaciones sociales del poder entre las razas.

Es difícil medir hasta qué punto Estupiñán comprendió este dilema puesto que sus años como columnista de El Comercio de Quito, por ejemplo, lo colocó en una especie de pendiente resbalosa (i.e., slippery slope), provocando aparentes contradicciones como la que se está comentando en este ensayo. Lo preocupante es que el acceso a un amplio público de lectores desde un diario de poder no solamente lo alejaba del mundo al que aspiraba representar, sino también de su propia obra literaria que ha sido, en realidad, la antítesis de aquellas fórmulas engañosamente integracionistas tan patentes en sus comentarios acerca de “lo pigmental”. En efecto, la eminencia como escritor que Estupiñán Bass ganó merecidamente durante su vida pierde su fuerza cuando se la saca de su contexto racial. Conviene recordar, pues, el siguiente perfil biográfico que Franklin Miranda compuso hace apenas seis años al destacar la importancia de Estupiñán:

Estupiñán Bass fue un escritor comprometido, como sujeto mulato y de origen pobre, no sólo con la clase proletaria del país, sino sobretodo con su cultura afroecuatoriana. Este autor comprendió que la asunción de una identidad afrodescendiente en el Ecuador no implicaba la revelación de un estado esencial inmutable o armónico, sino que se trataba de la búsqueda de aquellas marcas identitarias cambiantes, a veces contradictorias, pero fijadas inevitablemente en una historia de opresión y una cosmovisión resistente. (84)

Más adelante en esta misma cita, Miranda yuxtapone lo racial y lo nacional para, así, poner de relieve su relación complementaria tan evidente en las creaciones de Estupiñán ya “que cualquier negro ecuatoriano pudiera verse reflejado en ellas, y a la conformación de una identidad nacional, tanto que cualquier ecuatoriano no pudiera negar la importancia del afroecuatoriano en la vida socio-económica del país y en su propia forma de ver y entender el mundo” (84).

De manera que, poner de relieve lo afro no ha de interpretarse como una forma de aislamiento o separatismo, ni como una indiferencia ante el conjunto de intereses en el cual todo el mundo está inmerso. Lo afro, como cualquier experiencia particular, representa uno de los muchos filtros que nos permiten aprehender más plenamente las múltiples historias que nos definen a todos. Por lo tanto, aquella observación de que “el hombre de color ha depuesto sus combates raciales y se ha integrado a la lucha universal por el mejoramiento económico […]” falla porque enseña que los combates raciales de por sí no pertenecen a la(s) llamada(s) lucha(s) universal(es). Las palabras del Abuelo Zenón de nuevo son pertinentes para ponderar la centralidad de lo afro:

Las comunidades de origen africano, asentadas en el territorio región del Pacífico, de este y del otro lado de la raya de frontera, no podemos olvidar que el camino que nos trajo a estas tierras no es el camino de andar y apropiar al mundo por nuestra voluntad de colonizar y conquistar. Llegamos aquí siguiendo el camino de la injusticia, de la dispersión obligada que para los pueblos de origen africano significó la esclavitud en esta región y en otras de América.

(Citado en García y Walsh, 4)

En efecto, lo afro(ecuatoriano) no se encuentra fuera del contexto mayor de la historia de las Américas, la misma que hemos de entender en términos de lo racial que, según Aníbal Quijano, estableció la colonialidad del poder como principal soporte de la modernidad occidental. De hecho, esta misma lógica de dominación y explotación (i.e., la colonialidad) en nombre del desarrollo y progreso (i.e., la modernidad) sigue definiendo las relaciones sociales de poder en la región norte de Esmeraldas. Según el testimonio de uno de los pobladores de este territorio:

Cuando estos territorios eran propiedad ancestral de nuestro pueblo, el Gobierno metió el ferrocarril, al principio nos dijeron que era para ayudarnos, para facilitarnos la vida. Después entendimos que el ferrocarril se metió por encima de nuestros territorios solo por el interés de explotar la madera que había en ellos. Nosotros, los pueblos ancestrales nunca fuimos parte importante de ese proyecto.

(Citado en García Salazar, ed. Territorios… 85)

En palabras de otro testigo, se denuncia la actual explotación realizada por empresas palmicultoras en la región:

Para los pueblos ancestrales, resulta muy triste ver miles de hectáreas de nuestros territorios llenos de plantaciones de palma. Donde antes hubo plátano, chilma, rascadera … y muchos frutos sembrados por nuestros mayores para garantizar la vida de nuestras familias, ahora hay palma para darle poder y dinero a los ricos.

(García Salazar, ed. Territorios…, 41)

No estará de más señalar aquí que cada referencia en estos testimonios a lo ancestral apunta a lo afro como matriz de vida e historia que no se debe eludir o renunciar dentro de la retórica integracionista de la modernidad. Pero, como ya hemos anotado más arriba, la preocupación por lo ancestral y lo afro no busca el aislamiento social ni el enclaustramiento en un mundo idílico de antaño. Lo particular se trasciende a sí mismo precisamente por su condición humana. Por eso, se escucha: “Los ríos, las quebradas y los esteros que antes fueron espacios para buscar la vida en el territorio colectivo ahora están muertos, mejor dicho dañados por los desechos químicos de las palmeras. Eso es una pérdida muy grande para nuestras formas de vida pero también es una pérdida para la humanidad” (García Salazar, ed. Territorios , 98).

Aunque Estupiñán Bass intentó plantear en algunas ocasiones esta misma dimensión “universal” de lo afro, pero mediante una estrategia discursiva que más bien pretendía atenuar lo racial para, así, no antagonizar a aquellos lectores que en su mayoría eran blancomestizos y que todavía percibían lo afro como un elemento exótico y ajeno en el Ecuador, él no escatimó el profundo dolor que sentía al contemplar el abandono general que sufrían los pobladores de la región norte de Esmeraldas, y que citamos en el primer epígrafe de este ensayo. Fue pues una visita que hizo a Zancudo, un poblado del Cantón Eloy Alfaro en la zona norte de Esmeraldas, que inspiró su artículo titulado “Donde duele la Patria” (Desde un balcón volado, 11-13). Con el mismo sentido de urgencia y de defensa del territorio tan patente en los testimonios ya comentados arriba, Estupiñán también sonó su voz de alerta al reclamar: “Buscad a Zancudo en el mapa; no lo encontraréis; es demasiado insignificante y paupérrimo para que conste en mapas en que no figuran ríos que existen, y otros han sido pintados en lugares opuestos a aquellos por donde realmente discurren” (11).

Se comprenderá que la invisibilización que preocupa a Estupiñán en esta última cita no se refiere a un tema meramente cartográfico, sino a toda una historia de asedios físicos, culturales, económicos y sociopolíticos que han relegado a los afroecuatorianos a la marginalización. En el mismo artículo, Estupiñán deplora y denuncia las consecuencias del olvido que siguen padeciendo los afroesmeraldeños, especialmente los de la región norte de la provincia:

Y pienso en lo que aportan a la economía nacional estos hombres humildes, productores de maderas y legumbres; y veo lo poco o la nada que reciben de de los poderes públicos. Porque en Zancudo—como en tantos otros poblados esmeraldeños—es palpable la incuria criminal de los gobiernos; allí no hay correo, no hay policía, no hay telégrafo, no hay servicio sanitario, no hay una embarcación del gobierno que, en caso necesario, movilice algún enfermo; en suma, algo que enlace esta comarca con el resto del país. (13)[9]

Pero lo que quisiéramos poner de relieve respecto a aquel dolor que impulsó la reacción de Estupiñán ante la suerte de Zancudo, un poblado que evidentemente adquiere una dimensión simbólica para las revelaciones del autor, es el hecho de que él no limitó la tragedia observada a lo circunstancial. Es decir, para Estupiñán, dicha tragedia se remontaba a una historia definida por un entorno geográfico que él comprendió en términos de lo vivencial de una colectividad que eclipsaba el momento inmediato. Por eso, constató: “Aquí, en el corazón de la montaña, el habitante se siente más unido, más fraterno, más eslabonado con los otros. Aquí existe la verdadera conciencia de un destino” (Desde un balcón volado 13).

Según nuestra lectura, debido a su capacidad de reconocer la vinculación entre el territorio y esa “verdadera conciencia de un destino”, se percibe a través de toda la obra de Estupiñán una relación y pertinencia constante—pero no sin ciertas discrepancias estratégicas y de enfoque—con los actuales procesos de defensa y representación propia tan evidentes en la ya citada colección de testimonios ancestrales recopilados por Juan García. El territorio es memoria, es el testimonio de la existencia y las (sobre) vivencias de colectividades que defienden su derecho a la pertenencia y permanencia. Como señala Juan García: “Las comunidades saben que sin el territorio como testigo histórico, los derechos colectivos, la reparación histórica y otros derechos particulares que las comunidades de raíces ancestrales pudieran ganar, no tienen cabida real” (García Salazar y Walsh, 7). Por su parte, el Abuelo Zenón, ha enseñado: “Cuando nuestros mayores vivían en estas tierras los recursos naturales eran la vida. Fue de ellos que aprendimos que garantizar la vida que nace y crece en la montaña madre y en las aguas que cruzan los territorios ancestrales, significa perpetuar nuestra existencia como pueblo” (en García Salazar, ed., Territorios…, 88).[10] En cuanto a Estupiñán, ya había escrito en 1954 en su novela, Cuando los guayacanes florecían: “Por eso digo que mi verdadera patria es esta selva” (citado en Miranda 112).[11]

Timarán y Cuabú: Duelo de dos gigantes

A pesar de su reticencia en ciertas ocasiones de enmarcar las necesidades y las aspiraciones de la provincia dentro de lo racial, ya hemos señalado en páginas anteriores que él dedicó gran parte de su narrativa y poesía a la recreación de Esmeraldas a partir de su condición de afrodescendiente. De hecho, como escritor, uno de los recursos empleados para acercarse a lo afroesmeraldeño y, así, expresar su identidad afro, ha sido la oralidad que “transmite los conocimientos propios que el afroesmeraldeño tiene del hombre, la naturaleza y lo divino/mágico” (Miranda 33). Precisamente porque la tradición oral “cumple las funciones sociales de instruir, moralizar, criticar y divertir al grupo”, también “expresa una cosmogonía distinta, una historia otra, una vida marginal contada desde la misma voz subalterna” (Miranda 33).[12]

Un buen ejemplo de cómo Estupiñán recurrió a la poesía oral para reconstruir esa larga y vital tradición de saberes y conocimientos desde la literatura ha sido sus dos poemas largos titulados “Timarán y Cuabú” (1956) y “El desempate” (1980). Por ser el segundo poema una continuación del primero, que también lo completó como historia cerrada, fue un acierto de la Casa de la Cultura Ecuatoriana de publicarlos juntos en 1998 con el título de “Duelo de gigantes”. De esta manera, los lectores pudieron captar la medida en que ambos poemas constituían una propuesta cultural orgánica con la cual Estupiñán asumió el desafío de posicionarse como afroesmeraldeño ante un mundo cambiante que se debatía entre las tradiciones del pasado y las incertidumbres del futuro. Como se verá a continuación, este posicionamiento conllevaba una fuerte conflictividad de actitudes y perspectivas que, en el fondo, reproducía algunas de las mismas tensiones y contradicciones que marcaron la trayectoria de Estupiñán como un intelectual afroesmeraldeño en un país todavía no dispuesto a reconocerse en el pasado y futuro de Esmeraldas.

Básicamente, El duelo de gigantes se refiere a Pedro Timarán y Alberto Cuabú, dos esmeraldeños famosos por su ingenio y capacidad de debatir cualquier tema mediante la espontaneidad, el ingenio y siempre en versos populares como las décimas esmeraldeñas. En el primer poema de 1956, Timarán y Cuabú inician una competencia para ver quién es el más ingenioso. Después de disertar sobre un sinnúmero de temas económicos, políticos y sociales, el jurado anuncia que todo había resultado en un empate. Será veinticuatro años más tarde en 1980 cuando Estupiñán de nuevo convoca a los dos para el desempate. En cierta manera, esta contienda de ingeniosos provoca mucho interés entre el público porque los dos cantores pertenecen a generaciones y razas diferentes. Timarán es el venerable viejo mulato mientras que Cuabú se perfila como el audaz joven negro. En el primer poema, la confrontación poética resalta las diferencias generacionales y se comprende que la finalidad es la de determinar si los mayores o los jóvenes son los más aptos para responder a los desafíos de la vida. Al declarar un empate, Estupiñán parece sugerir que ambas generaciones se complementan y no conviene romper el orden y el equilibrio que las unen.[13]

Ya para 1980, sin embargo, Estupiñán aparentemente sentía la necesidad de no dejar las cosas así; hubo la necesidad de declarar a un ganador y, efectivamente, ese desempate marca un importante cambio de actitud en Estupiñán. A diferencia del primer poema en que se insistía en las diferencias generacionales de Timarán y Cuabú, en “El desempate” el enfoque gira hacia la raza, y es el negro que gana la competencia precisamente por ser negro. Según explica el juez:

Mi voto determinante
es, pues, pa’l componedor
que se apoya en su color
pa cantar hacia adelante.
Nuevo Mandinga gigante,
pregón de la multitú
que dará a la negritú
la juerza del huracán,
la Gran Flor del Guayacán
es suya, Alberto Cuabú. (123)[14]

Pero no simplifiquemos las implicaciones del dictamen del juez, ni la complejidad que define la identidad racial. Es decir, la resolución que produce el desempate del poema no ha de ofuscar la lucha interior de Timarán que, en muchos sentidos, simboliza la de cada sociedad pluricultural y multirracial que busca construir la unidad desde las diferencias y no desde los míticos mestizajes que generalmente convierten promesas integracionistas en proyectos de homogeneización y exclusión. Por lo tanto, el autorretrato de Timarán resulta profundamente instructivo porque su conflictividad y vigencia como lucha existencial en un mundo que se debate entre el pasado y el futuro no desaparece con el triunfo de Cuabú. Según reza el poema, Timarán se define como “[…] choque pacífico de dos ríos distintos,/la unión equivocada de vientos encontrados,/[…]el abrazo aparente/de odios enterrados” (119). Y, luego, Timarán explica:

Bien sé
que no soy negro
ni blanco,
ni soy indio
ni extraño,
soy como la penumbra
que naufraga en la noche. (120)

Es esta confesión de sentirse a la deriva y producto de aquella “unión equivocada de vientos encontrados” y “odios enterrados” que mueve al juez a declarar: “pero su cruce racial/lo vuelve un tentenelaire” (123).

Está claro que la condición híbrida de Timarán es una debilidad precisamente por su incapacidad de situarse dentro de una historia particular y concreta. Se entiende que más que un deseo por una inexistente pureza racial, el fallo del juez reconoce la necesidad de estar arraigado en una tradición o, como diría el Abuelo Zenón, en un territorio ya que “Cuando un pueblo pierde el control, el uso y sobre todo el manejo de sus territorios ancestrales, los que más pierden son las nuevas generaciones; porque no tienen los espacios territoriales para aprender sobre lo propio y poner en práctica su diferencia cultural” (citado en García Salazar, ed. Territorios …, 107).

Obviamente el concepto de raza que se maneja aquí trasciende categorías meramente “pigmentales”, y Estupiñán creó al personaje de Timarán para captar esa complejidad. Es así que el viejo cantor advierte:

En la paz creo
que me parezco al blanco,
que atravesé feliz
la línea de fuego y la trinchera,
dejando atrás, muy lejos,
mi hermandad con el negro. (120)

Aunque la referencia al mestizaje en estos versos parece celebrar la integración como una deseada superación de las diferencias raciales, Timarán confiesa su desengaño:

Pero llega la guerra,
y allá en mi lejanía
tomo un rifle escondido
mil años en mis huesos,
vuelvo decidido
a pelear esta vez
a muerte contra el blanco. (120)

Indudablemente, la alusión a “mi lejanía” y al “rifle escondido mil años en mis huesos” saca a la luz la larga historia de ser negro en América, la misma que hace falta entender desde el cimarronaje que continúa en el presente. Y, luego, Timarán lamenta:

Hermano negro,
hermano indio,
discúlpenme que a veces
con una voz
que quiere salir pero se atasca
me diga para adentro
que el destino me hizo
la mejor materia prima
de la América nueva.
Pero otras
asimismo
pienso que inevitablemente
el tiempo borrará para siempre
mi huella en el camino. (120)

En efecto, el sentido de culpabilidad que Timarán siente frente a los hermanos negros e indios constituye una profunda herida existencial ya que hay plena conciencia de haber sucumbido a las falsas promesas de la asimilación como meta final en sociedades democráticas e igualitarias. Es decir, renunciar a la identidad propia, a las diferencias, pues, fatalmente conducirá a la anulación del ser tan patente en aquella “huella en el camino” destinada a perderse en el olvido.

Por consiguiente, hemos de comprender el triunfo de Cuabú como una apuesta por la reivindicación y la afirmación de lo afro desde la historia misma del cimarronaje y como un proyecto de vida descolonizador. Declarar al joven negro de “El desempate” como el “Nuevo Mandinga gigante” (123) marca una ruta de acción y de pensamiento que no confundirá jamás la diferencia entre asimilar y ser asimilado. En efecto, a diferencia del “tentenelaire” que evoca la inestabilidad que caracteriza las relaciones sociales del poder propias de un sistema colonial en que la lógica de la dominación se complementa con su retórica de progreso y desarrollo (o sea, la modernidad), el “Nuevo Mandinga gigante” subvertirá tales esquemas asimilacionistas porque ya había anticipado aquellas palabras recientes de otro joven afroecuatoriano consciente de que lo afro como cultura e historia es constitutivo de un nuevo Ecuador todavía en construcción que aspira a ser plurinacional e intercultural. Según ha advertido:

Una de nuestras principales debilidades como pueblo Afroecuatoriano está en lo que hemos aprendido del otro. Es verdad que en la vida actual casi todo lo aprendemos del otro. Pero tenemos que saber que somos mucho más débiles cuando queremos ser como el otro, ver el mundo y el bienestar como el otro. Tenemos que saber que ser diferentes es una fortaleza.

(Citado en García Salazar, ed. Territorios…, 122).

Yuxtaponer la actitud constante y firme de estos dos jóvenes de diferentes épocas y leerla como una expresión de continuidad histórica entre las generaciones nos hace pensar que Estupiñán habrá tenido un concepto parecido cuando terminó el primer poema, “Timarán y Cuabú”, con el empate. Pues a pesar de las obvias discrepancias entre el cantor mayor y su contraparte más joven, prevalece un profundo sentido de convivencia y de comunidad. Así se expresa Cuabú al puntualizar:

Timarán es experiencia,
sentimiento y tradición,
es la voz del corazón
que, en plenitud de conciencia,
yo recojo como herencia
para poder restaurar
la Patria que hemos de alzar
de su ruina transitoria
para cubrirla de gloria,
y regresarla a su altar. (53)

Estos mismos sentimientos acerca de la relación entre la herencia y la posibilidad de reconstruir la Patria nos remiten al pensamiento del Abuelo Zenón, vocero de los ancestros, que enseña:

El “ayer” tiene que ser visto y entendido por las nuevas generaciones no solo como un pasado que perteneció a los mayores. El ayer es el tiempo donde todo estaba ordenado por la tradición de un pueblo que tiene conciencia de su particularidad étnica. Es en esa particularidad donde se fundamenta su derecho para tener un espacio territorial donde continuar su proyecto de vida. (citado en García Salazar, ed. Territorios…, 60)

De modo que, lo afro como fortaleza, historia, memoria, territorio y derecho conforma el contexto desde el cual estamos comentando el aporte literario de Estupiñán. Indudablemente él se había identificado con las tradiciones articuladas por el Abuelo Zenón y con muchos de los testimonios citados aquí que vienen de las comunidades populares de la región norte de Esmeraldas. Sin embargo, hemos tratado de demostrar que el contexto de Estupiñán es problemático por las ambivalencias y contradicciones que permean todo su proyecto literario. Este reparo no ha de sugerir, sin embargo, un rechazo o desconocimiento del importante aporte cultural de Estupiñán. Más bien, percibimos una tensión dentro de su representación de lo afro y la consideramos una clave esencial para valorar realmente la profundidad y complejidad que definen su obra literaria como producto de un escritor entregado a su condición simultáneamente afro/ecuatoriana/latinoamericana y, en última instancia, universalmente humana.

Pero esta simultaneidad no venía sin tropiezos y deslices que evocan a Timarán, el tentenelaire, más que a Cuabú o, en la vida real, al Abuelo Zenón. Hasta cierto punto, concordamos con el crítico Richard Jackson quien ha celebrado una supuesta autenticidad en la expresión literaria de Estupiñán precisamente porque sus libros nacieron de la experiencia afro como el mismo Estupiñán había constatado y que hemos citado varias veces ya.[15] Sin embargo, hay que reconocer que las condiciones en que Estupiñán había armado su mundo literario han cambiado, y la emergencia de los pueblos afros que están asumiendo la responsabilidad de sus propias representaciones ponen en jaque tanto el papel tradicional del escritor afro como las interpretaciones que éste genere entre nosotros, los lectores de la actualidad. Es decir, el esfuerzo por representar a los demás afros desde la llamada Ciudad Letrada (o, si se prefiere, desde la escritura) contiene cierta artificialidad que recuerda aquel verso que decía: “pero su cruce racial/lo vuelve un tentenelaire”. Tal vez todo intento de escribir al mismo tiempo “casa adentro” y “casa afuera”[16] esté destinado a reproducir el mismo cruce conflictivo que aquejaba a Timarán, pero sin reducirse únicamente a lo racial.

Así entendemos, por lo menos, ciertas declaraciones de Estupiñán, las mismas que él habrá concebido principalmente para públicos letrados y urbanos. Por ejemplo, en Este largo camino se lee: “Toda obra literaria—y la poesía es logro cusp-ideal de la literatura—es un reintegro que el creador hace al medio social que simultáneamente moldea y lo moldea: de la colectividad recibe la materia prima que, depurada, él le devuelve” (183); y en Desde un balcón volado Estupiñán planteaba: “Todo artista ecuatoriano es voz y reflejo, pensamiento y palabra, pincel y cancel, esquince y nota de algún sector de nuestra Patria, o de toda ella si alcanza una cobertura total, pues todos estos elementos, por esa especie de vasos comunicantes de la sociedad, llegan a él en forma de gotas o torrentes” (113). De nuevo, a estas alturas de la historia, posicionarse (o ser leído) desde la literatura como intérprete por excelencia de las mayorías resulta problemático en vista de la capacidad expresiva de éstas, la misma que es tan evidente en las recopilaciones e investigaciones que Juan García ha realizado durante más de cuarenta años.[17]

En contexto

En 1993, Nelson Estupiñán Bass recibió el Premio Espejo que, en el Ecuador, es el máximo reconocimiento que se otorga por una larga y distinguida trayectoria de excelencia en las áreas científicas y culturales. Esta aparente aceptación, sin embargo, no viene sin contradicciones ya que el crítico antillano, Henry Richards, ha observado que Estupiñán ha recibido más atención crítica fuera del país que adentro y, además, el poeta afroecuatoriano, Julio Micolta, ha comentado que “hay un racismo disimulado detrás de este ‘descuido’ (citado en Miranda, 85). Al mismo tiempo, se escucha desde las comunidades de la región norte de Esmeraldas que “Los hermanos del norte sienten desconfianza de los intelectuales” (citado en Handelsman, 125). Y, más recientemente en 2010, el novelista argentino Andrés Neuman que ganó el Premio Alfaguara en 2009, declaró en una entrevista publicada en El País que a los escritores ecuatorianos “no les queda más remedio que ser cosmopolitas, porque escribir en clave nacional es colocarse en una tradición postergada. Nacional es, sí, una palabra del pasado. De ahí que las generaciones hayan ‘desterritorializado’ sus obras—ambientándolas en el pasado o en un aeropuerto—y reformulado [sic] la vieja obsesión por la identidad”.[18]

En cierta manera, estos tres comentarios enmarcan el contexto en que hemos de leer a Nelson Estupiñán Bass: la prevalencia de lo racial, la desconfianza que las comunidades sienten por los de afuera y las expectativas “cosmopolitas” que definen un importante sector de la intelectualidad actual de la llamada Ciudad Letrada dentro y fuera del Ecuador. Como ya hemos señalado a lo largo de este ensayo, Estupiñán pasó toda su carrera literaria navegando estas mismas aguas turbulentas mientras se esforzaba por establecerse como una voz de reconciliación entre las diferencias: “Estimo y aplaudo la obra estética, venga de donde viniere”, escribía, “aunque quisiera que, por lo menos, en el subfondo o entre líneas, palpitara el anhelo de una transformación social” (Este largo camino 194).

De nuevo surge la imagen del tentenelaire que no logró superar realmente aquel “cruce” de acercamientos y distanciamientos, ora como escritor ora como afroecuatoriano en una sociedad mestiza que tampoco ha aceptado todavía su conflictiva pluralidad. ¿Casa adentro o casa afuera? Aquí está, entonces, el proverbial nudo gordiano de Estupiñán—y el de otros escritores con parecidos cometidos literario-sociales.

De modo que, haberse postulado como vocero e intérprete de los afroecuatorianos fue, cuando poco, un desliz de parte de Estupiñán, especialmente si tomamos en cuenta a la mayoría de sus lectores que no conoce a los afrodescendientes más allá de las marimbas. Luego, su declaración de que las luchas de los afros habían superado lo racial pecaba de simplista y, pese a una respetable intención integracionista, dejaba intacta una larga historia nacional de silenciamiento e invisibilización respecto de los afrodescendientes del país. Es así que el investigador Franklin Miranda tuvo razón al destacar que desde la Revolución de Mayo de 1944, Estupiñán se había entregado por completo a “mostrar, desde dentro de su cultura afrodescendiente, la realidad del pueblo esmeraldeño al país entero” para, así, “cambiar el estado de marginalidad y discriminación en que se encontraba Esmeraldas” (82). Sin embargo, la siguiente observación de Juan García nos recuerda por qué fue Cuabú y no Timarán quien había ganado aquella famosa contienda imaginada por Estupiñán:

Mientras los esfuerzos de organismos estatales, no-gubernamentales e  internacionales en la parte norte de la provincia se dediquen primordialmente a los problemas y necesidades de infraestructura, las comunidades negras ejercen una lucha de y para la vida arraigada al territorio y derecho ancestrales, y a la sobrevivencia física, cultural, espiritual de ayer, hoy y mañana. Tal lucha no aparece en los medios cuyo reportaje esporádico sobre la situación de violencia que vive la provincia, es con la perspectiva de incidencias aisladas, así encubriendo la real crisis cada vez más generalizada en la que el Estado y sus instituciones están prácticamente ausentes. Tampoco tiene mayor cabida dentro de los marcos nacionales e internacionales de “derechos humanos”.

(García Salazar y Walsh, 1)

Por supuesto, no es nuestra intención responsabilizar a Estupiñán por aquellas transformaciones sociales que tanto deseaba, ni tampoco pretendemos leer su obra literaria fuera de la literatura. Sin embargo, comprendemos que toda expresión artística es referencial. Por lo tanto, leer a Estupiñán Bass en contexto nos obliga a confrontar sus fisuras y contradicciones textuales y extratextuales no como defectos sino como señales de lo complejo que ha sido asumir plenamente su doble condición de escritor y afroecuatoriano, por un lado, y producto de la zona norte de Esmeraldas y de la Ciudad Letrada, por otro. Desde nuestra condición de lector, creemos que la mejor manera de descubrir la verdadera calidad y envergadura de la obra literaria de Estupiñán Bass es poniéndola en diálogo con otras voces afroecuatorianas en vez de leerla aisladamente en una Ciudad Letrada que difícilmente se libera de su propio encierro epistémico tan arraigado en la colonialidad del poder.

Como último comentario, quisiéramos sugerir que si bien es cierto que los acercamientos y distanciamientos que marcan el contexto de Nelson Estupiñán Bass como escritor afroecuatoriano no llegarán a una definitiva y feliz resolución en el futuro inmediato, sí pueden convocarnos, en el mejor de los casos, a nuevos duelos de gigantes como, por ejemplo, el de Estupiñán y el Abuelo Zenón, las dos voces rectoras de nuestra modesta aproximación a lo afroecuatoriano como centro de reflexión y resignificación de las relaciones sociales del poder.

Obras citadas

Estupiñán Bass, Nelson. Desde un balcón volado. Quito: Ediciones del Banco Central del Ecuador, 1992.

_____. Duelo de gigantes. Quito: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1998.

_____. Este largo camino. Quito: Banco Central del Ecuador, 1994.

García Salazar, Juan. Ed. Territorios, territorialidades y desterritorialización. Un ejercicio pedagógico para reflexionar sobre los territorios ancestrales. Esmeraldas: Fundación ALTROPICO, 2010.

García Salazar, Juan y Catherine Walsh. “Derechos, territorio ancestral y el pueblo afroesmeraldeño” (manuscrito original de entrevista, 11 páginas).

Handelsman, Michael. Lo afro y la plurinacionalidad. El caso ecuatoriano visto desde su literatura. 2ª ed. Quito: Ediciones Abya-Yala, 2001.

Jackson, Richard L. Black Literature and Humanism in Latin America. Athens: The University of Georgia Press, 1988.

Miranda Robles, Franklin. Adalberto Ortiz y Nelson Estupiñán Bass, hacia una narrativa afroecuatoriana. Tesis de Magíster. Universidad de Chile, 2004.

Quijano, Aníbal, “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina.” (scribd.com)

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hanover: Ediciones del Norte, 1984.

Walsh, Catherine. Interculturalidad, estado, sociedad. Luchas (de)coloniales de nuestra época. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar y Ediciones Abya-Yala, 2009.


[1] El Abuelo Zenón fue el abuelo materno de Juan García Salazar; Juan García ha dedicado la mayor parte de su vida recogiendo las tradiciones orales de Esmeraldas y luchando por preservar la memoria ancestral de su provincia. Con el tiempo, y gracias a la labor constante de reivindicación y recuperación histórica y cultural realizada por Juan García, se reconoce al Abuelo Zenón como figura representativa de las tradiciones y los saberes ancestrales afros en el Ecuador.

[2] Richard L. Jackson ha resaltado el carácter insurgente de las literaturas orales que, dentro de la colonialidad, lograron preservar y cultivar los aspectos subversivos de las tradiciones populares [véase Black Literature and Humanism in Latin America (Athens: The University of Georgia Press, 1988), 56-57]. Hemos de suplementar esta observación con otra que evoca la problematicidad de la escritura como producto de un mundo letrado que, según Angel Rama, se debate entre el orden jerárquico y la resistencia descolonizadora [véase La ciudad letrada (Hanover: Ediciones del Norte, 1984)].

[3] Aunque las dinámicas entre escritura y oralidad rebasan los propósitos inmediatos de este ensayo, conviene señalar someramente que la escritura como tal conlleva toda una historia de conquistas y desplazamientos frente a la oralidad de los pueblos ágrafos e iletrados. Por lo tanto, escribir desde la Ciudad Letrada que, en muchos sentidos sigue perfilándose como uno de los centros del poder institucional, dificulta una verdadera aceptación de otras formas de expresión debido a sus normas, expectativas y valores contrapuestos.

[4] Catherine Walsh explica que la interculturalidad “intenta romper con la historia hegemónica de una cultura dominante y otras subordinadas y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente excluidas para construir, tanto en la vida cotidiana como en las instituciones sociales, un con-vivir de respeto y legitimidad entre todos los grupos de la sociedad” (41).

[5] Es de notar que el afrocentrismo como concepto ha tenido poca acogida crítica en el Ecuador y, por lo general, se acostumbra identificarlo como un fenómeno primordialmente académico propio de EE.UU. Somos de la opinión, sin embargo, que mientras que el público ecuatoriano en su mayoría se ha mostrado poco interesado en lo afroecuatoriano más allá de la Selección Nacional de Fútbol y de ciertas curiosidades culturales, el concepto y práctica de “casa adentro” que Juan García sigue impulsando desde las comunidades afros y sus respectivos territorios complementa y complejiza lo que entendemos por la intencionalidad transformativa planteada por el afrocentrismo que hemos retomado para este estudio, el mismo que pretende resignificar las relaciones sociales del poder hegemónico desde los saberes ancestrales subalternizados afros (véase Molefi Kete Asante, The Afrocentric Idea. Philadelphia: Temple University Press, 1987). Aunque no es nuestra intención confundir un concepto académico con un posicionamiento social y político arraigado en un entorno geográfico concreto, creemos que “casa adentro” nos ayuda a contextualizar el afrocentrismo académico y emplearlo como una efectiva herramienta crítica y de aproximación más centrada en las experiencias vividas por los afrodescendientes del Ecuador (y de otros lares de la diáspora afro) y, así, evitar las inevitables trampas coloniales de las abstracciones teóricas.

[6] Aníbal Quijano ha elaborado el concepto de la colonialidad del poder en base a “la idea de raza [que] fue un modo de otorgar legitimidad a las relaciones de dominación impuestas por la conquista. […] Históricamente, eso significó una nueva manera de legitimar las ya antiguas ideas y prácticas de relaciones de superioridad/inferioridad entre dominados y dominantes” (203).

[7] Este texto se publicó originalmente en El Comercio de Quito y fue reproducido en el volumen de artículos de 1992 que citamos aquí; hasta ahora no hemos encontrado la fecha original.

[8] Pertinente a esta discusión es lo que comentamos en nuestro libro, Lo afro y la plurinacionalidad: El caso ecuatoriano visto desde su literatura: “De hecho, en conversación con Estupiñán Bass, éste me manifestó que para él y sus compañeros el mayor peligro de los años 30 que afectaba a todos los ecuatorianos era el fascismo y, por lo tanto, en nombre de la solidaridad nacional e internacional se optó por suspender los reclamos raciales hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando retomaron la negritud como tema vital” (130).

[9] Aunque Estupiñán escribió este comentario hace más de veinte años, su actualidad se vislumbra en lo que Juan García observó en una entrevista reciente con la investigadora Catherine Walsh acerca de los efectos del conflicto fronterizo con Colombia: “En los últimos años y ante la regionalización del conflicto colombiano, la explotación de los llamados recursos naturales y la creciente violencia e injusticia que son productos de ambos, la zona de la frontera norte ecuatoriana adquiere algo más de atención. Sin embargo, la atención específica al Esmeraldas y su pueblo de origen africano permanece aun escasa” (García Salazar y Walsh, “Derechos, territorio ancestral y el pueblo afroesmeraldeño”, 1). [Nuestra referencia a este trabajo de García Salazar y Walsh viene del manuscrito original, pero se publicó en ¿Estado constitucional de derechos? Informe sobre derechos humanos Ecuador 2009, Programa andino de derechos humanos. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Ediciones Abya-Yala, 2010.]

[10] Pese a la posible redundancia, vale citar otra reflexión más de uno de los pobladores citado en Territorios, territorialidad y desterritorialización: “No podemos olvidar que el territorio ancestral es el espacio donde los pueblos encontramos la historia, la identidad cultural y la memoria” (145).

[11] Según ha comentado Franklin Miranda respecto de la última cita: “La alusión a la Patria como el lugar donde está la vida, le da mayor énfasis a la importancia de la selva para el afroecuatoriano” (112).

[12] Lo acertada de esta explicación de Miranda se desprende de la labor de más de tres décadas de Juan García quien ha recopilado y publicado numerosos libros de décimas y muchas otras manifestaciones de lo popular y oralidad de Esmeraldas. Laura Hidalgo y Jean Rahier también han llevado al cabo importantes aportes de investigación y recopilación de las décimas.

[13] Para entender la historia y dinámica de esta tradición popular que, también, evoca la de muchos otros lugares, incluyendo Argentina con sus payadas gauchescas, recordemos que estos dos poemas de Estupiñán pertenecen al género de los Argumentos que “son poemas que se recitan en competencias entre poetas populares durante reuniones públicas. También la forma es una apropiación y resemantización de expresiones españolas. Tiene la misma estructura formal y cosmogonía afroecuatoriana de la Décima, pero sus temas y contenidos son inquisitorios y agresivos, pues la idea es derrotar al contrincante. Se trata de un duelo de conocimientos, ingenio e improvisación. La importancia del mejor de los competidores radica en que se le reconoce que guarda de manera más fiel el sentido vital de la comunidad” (Miranda 138-39).

[14] Richard L. Jackson también ha comentado la importancia de la raza en este poema; véase su Black Literature and Humanism in Latin America (Athens: University of Georgia Press, 1988), 50-67.

[15] Hemos de aclarar que Jackson en ningún momento confundió lo que identificaba como “autenticidad” con un supuesto esencialismo racial. Su interés, más bien, fue el de hacer una clara distinción entre la imitación artificial de los escritores del negrismo y las representaciones más auténticas de los del movimiento de la negritud (véase Black Literature and Humanism in Latin America, 50-57).

[16] Juan García emplea estas frases para diferenciar la actuación que se cultiva dentro de las comunidades y la de afuera. Según enseña el maestro, hasta que las comunidades no elaboren sus propios proyectos internamente y a partir de los saberes ancestrales, toda participación afuera resultará en la misma dominación e invisibilización de siempre. Así pensaba, también, el Abuelo Zenón: “Cuando los políticos nos hablan sobre lo que tenemos que hacer para mejorar nuestras vidas, insisten que debemos abrir nuestra casa y nuestra comunidad, para que los que vienen de afuera entren y nos muestren el camino del bien-estar. Eso es pura dominación, puro control social” (citado en García Salazar, ed. Territorios…, 130).

[17] El ejemplo más reciente del aporte de Juan García que corrobora nuestra última observación es el texto que hemos citado varias veces en este ensayo, Territorios, territorialidades y desterritorialización. De hecho, la intensidad y urgencia que caracterizan la lucha por ser dueños de las representaciones propias resuenan en todo este libro, como por ejemplo en el siguiente comentario que aparece en la Introducción: “Son temas que deben ser debatidos entre los actores directos de toda esta situación y las comunidades afroecuatorianas. Todo otro tipo de análisis, o estudio sobre lo que está pasando en la región, hecho por gente de afuera, servirá más para quienes lo realizan, que para los actores que están viviendo los efectos negativos de la siembra de palma” (10).

[18] Véase: http://www.elpaís.com/artículo/cultura/hay/literatura/latinoamericana. El texto fue publicado por Javier Rodríguez Marcos el 21 de marzo del 2010 con el título, “No hay una literatura latinoamericana sino 20”. A propósito de este llamado al cosmopolitismo, vale recordar a Octavio Paz que puntualizó en su discurso al recibir el Premio Nobel: “volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está fuera sino adentro de nosotros”.

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