Todos vivimos familiarizados con la idea de la muerte. Pero cuando el zarpazo mortal lo recibe alguien bien situado en nuestro conocimiento y memoria, el hecho parece distinto y único. Con esa sensación escribo para poner un poco de orden en mis sentimientos sobre dos figuras que quiero evocar y homenajear.
A Jorge Velasco Mackenzie le dediqué una columna cuando empezó a peregrinar en pos de la salud perdida desde mediados de julio. Luego de luchar durante unas diez semanas perdió la batalla el viernes pasado. Ha sido este un tiempo de esfuerzos infinitos para sus hijos, que probaron todas las ineficiencias del servicio público. Ellos sabían que lo iban a perder porque de sus padecimientos pocos se recuperan. Sus amigos nos fuimos preparando para el desenlace. Yo me puse a mirar la repisa donde tengo alineados los títulos de toda su obra: cuentos, novelas, piezas de teatro; entre los recortes de periódicos, sus opiniones sobre pintura y literatura; las entrevistas que dio a los medios. ¿A dónde se fueron las palabras que pronunció en repetidos actos públicos, en visitas a colegios que menudearon porque era generoso con su tiempo?
Los lectores sabemos que a la hora de hablar de literatura de Guayaquil y sobre Guayaquil, es indispensable mencionar que contamos con los miles de páginas de este escritor fiel a su oficio. Ni en los momentos más oscuros de su vida dejó de escribir. La ciudad de los manglares, el río sobre el que se acodaba, las calles que recogieron sus pasos están, para siempre, vivos, porque fueron tocados por su pluma. Su amigo, el también narrador Dalton Osorno, nos recordó el proyecto de una novela en la que quería poner a una profesora a caminar desde el barrio del Astillero hasta Las Peñas para compendiar una historia y una visión más sobre nuestra ciudad. No lo hizo. Ahora que leo algunos cuentos inéditos, a pesar de que los ubica en Palestina y Nueva York, Guayaquil sigue siendo su marca, el telón de fondo de su imaginación.
Todavía con la mente poblada de recuerdos, tuve que asimilar, dos días después, que otro grande de la misma generación de escritores —que es la mía— había partido de sorpresa: el azogueño Eliécer Cárdenas cayó fulminado por un infarto cardiaco. A Cárdenas le ha pasado lo que a otros importantes escritores: que su nombre viene ligado a otro de manera indisoluble, en su caso, al de Naún Briones, el bandolero lojano que trazó un mapa justiciero a lo largo de su región, con justicia a su manera, la que se pone al lado de los débiles y de los pobres. Polvo y ceniza (1978) es una novela que todo ecuatoriano debería leer para no envidiar al Boom ni a ningún autor extranjero, porque lo tiene todo: lirismo, multivisión, pasado histórico.
Eliécer fue un amigo de conversación amena y suaves maneras, de presencia repetida porque acudió adonde se lo llamara a reflexionar sobre literatura. Así y todo, rememoro su puñetazo sobre la mesa, en uno de los famosos congresos de literatura en su tierra de acogida, Cuenca, al reclamar sobre la infrecuente voz de la crítica literaria: “Dígannos si nuestros libros son malos, pero dígannoslo”, exigió. Tuve ganas de decirle: “Eliécer, el silencio también significa”.
¿Qué ha hecho el Ecuador por estos autores a los que debe tanto?, es una pregunta que hoy nos acucia y entristece.
Este artículo apareció en el diario El Universo.