«El diccionario y la palabra», por don Fabián Corral

Suplicio de algunos estudiantes, mala conciencia de otros tantos escritores y último recurso de quienes cuidan la palabra, el diccionario es ese libro gordo cuya densidad se mide, antes que por la larga lista de palabras que contiene, porque es el compendio más cercano de la cultura...

Suplicio de algunos estudiantes, mala conciencia de otros tantos escritores y último recurso de quienes cuidan la palabra, el diccionario es ese libro gordo cuya densidad se mide, antes que por la larga lista de palabras que contiene, porque es el compendio más cercano de la cultura, la biblia de la gramática y el testimonio de la historia de la vida cotidiana, de la evolución del idioma y de la ruta que han seguido las sociedades desde que los hombres comunes inventaron, hace siglos, el español, el inglés, el quechua o el ruso.

Abro el diccionario en cualquier página, y encuentro innumerables expresiones de origen quechua, guaraní o inglés que, a lo largo de los años, han modificado los viejos decires que llegaron a América en las alforjas de los conquistadores, en los morrales de los frailes, o entre las costumbres de los comerciantes. En el diccionario encuentro la vitalidad de los idiomas nativos, que empaparon con tantas palabras al español en que se redactó el Quijote y se escribieron las Leyes de Indias. Queda, sin duda, intacta la patente de lo sustancial de ese viejo idioma, pero es fácil advertir que, entre sus términos, florecieron infinidad de quichuismos, modismos caribes, anglicismos y, en los últimos años, la carga de novedades que traen la tecnología, la globalización y la libertad de hablar. El diccionario es testimonio de cómo las sociedades se inventan a sí mismas, de cómo no es preciso un decreto para que la cultura viva, y de cómo la gente, ejerciendo la libertad, hace lo suyo, incorpora los hechos históricos, asume las religiones, desecha las imposiciones, filtra lo inútil, inventa y construye.

La colonización de América es evidencia de que la comunidad, por sí sola, preserva lo que le sirve, asimila los fenómenos, modula el idioma y lo hace mestizo, distinto, hijo sobreviviente de las derrotas y los triunfos. El diccionario, por otra parte, pone de manifiesto cómo las incursiones del poder matan y envenenan la riqueza del idioma, desnaturalizan los decires y empobrecen las expresiones. Basta escuchar los discursos de los caudillos y, por cierto, los debates políticos, para condolerse del maltrato a la palabra.

El margen de creatividad, sin embargo, no puede convertirse en la fiesta de despropósitos que suena a todo volumen en las redes, donde se ha establecido licencia para hablar como quiera, hacer del insulto y la tontería un recurso frecuente y escribir a la bartola, con “h” o sin “h”, y en forma tal que, con excepciones puntuales, los debates que se leen por allí parecen dichos en cualquier jerga, menos en el rico, diverso y sabio español. Las barbaridades ortográficas y sintácticas, no son evidencia de liberación; son testimonio de cómo va la escuela.

Este artículo se publicó en el diario El Comercio en este enlace.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*