El 23 de octubre de 2020, para la inauguración de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de las Artes, de Guayaquil, don Raúl Vallejo Corral, miembro numerario de nuestra Academia, dictó la lección inaugural de dicho programa. La reproducimos completa, tal como apareció en el número 167 de Agulha Revista de Cultura, de marzo de 2021.
Imaginemos que somos transeúntes de la única calle del barrio de Las Peñas, en Guayaquil; ese empedrado ancestral que recorre las faldas del cerro Santa Ana, aquel cerro cabeza de iguana que se zambulle en las aguas mansas de la ría. Imaginemos que, de adentro de una colorida casa de artista, emerge el runrún de una bohemia que es todas las bohemias como si entre las piedras del piso del recibidor de aquella, y no en la vieja casa de la calle Garay de Buenos Aires, se encontrara el verdadero Aleph, a despecho de Carlos Argentino Daneri: «¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?»[1]. Imaginemos que estamos en la entrada del barrio, frente al mosaico de azulejos con el retrato del poeta que da nombre a la calle, y leemos:
Homenaje de la Junta Cívica de Guayaquil
NUMA POMPILIO LLONA
Nació marzo 5 1832 Guayaquil
Murió abril 4 1907 Guayaquil
Patriota e inspirado poeta. Escribió y publicó en español y francés, dramas, cuentos y novelas. Nos representó con singular lucimiento en el Exterior. Obtuvo en París su título de médico, pero su vida Fue por otros caminos, como la Diplomacia y las Letras. Personaje lleno de nobleza y simpatía, su muerte fue muy sentida.[2]
Ahora, imaginemos que es octubre de 1905: estamos leyendo La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades y, gracias al artículo «Homenaje y protesta» nos enteramos de que el Congreso acaba de otorgar una pensión vitalicia a la poeta Dolores Sucre y al poeta Numa Pompilio Llona. En dicho artículo se recuerda que, en julio de 1903, ya se pidió el otorgamiento de la pensión para este último: «Escritores ecuatorianos, hagamos una liga de confraternidad literaria y pidamos en coro a los legisladores de 1903 la jubilación de Llona, el decano de nuestros literatos». También se reclama por la suspensión del homenaje a Dolores Sucre, que debía dársele ese octubre en Guayaquil. La autora del artículo, Zoila Ugarte de Landívar, reflexiona: «La vida de estos dos grandes poetas ha sido llena de amarguras; soñadores sempiternos de lo bello, siguiendo la senda luminosa, áspera y difícil de la literatura; inquebrantables en su empeño, llegaron al fin a la cumbre de la gloria, rodeados del prestigio del genio».[3]
Más de cien años después, en esa senda luminosa, áspera y difícil continuamos caminando quienes nos dedicamos al oficio de escribir: todavía se mezquina desde las diversas instancias del Estado, a nivel nacional o local, el reconocimiento en términos económicos, no solo al oficio de escribir sino también a la profesión literaria. Y, más que nunca, existe la urgencia de formular e institucionalizar una política pública dirigida a fortalecer la producción editorial y la creación de públicos, a reconocer profesionalmente el trabajo de quienes escriben y, en general, a crear mejores condiciones para el desarrollo de la creación literaria y, por ende, de la industria del libro.
Las pobrezas y dificultades de los oficiantes de la palabra son de vieja data, si no que lo diga don Miguel de Cervantes, quien, diecinueve días antes de morir, ingresó a la Venerable Orden Tercera de San Francisco, con lo que ahorró a los suyos los gastos de su entierro. El licenciado Márquez Torres, en el texto de aprobación de la segunda parte del Quijote, cuenta que el embajador de Francia y su séquito visitaron al obispo de Toledo y luego de alabar la obra literaria de Cervantes preguntaron por este: «Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: “¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?”».[4]
Y tanto España no lo tenía ni rico ni sustentado del erario que en la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, firmada el 19 de abril de 1616, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, esta te escribo», todavía agradecía a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, por la generosidad de su mecenazgo: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […] Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos».[5] El 23 de abril, al día siguiente de su muerte por diabetes e hidropesía, fue enterrado vestido con el tosco sayal de la orden en el convento de las Trinitarias Descalzas ubicado en la que hoy, por ironía municipal, se llama calle de Lope de Vega. Solo cuatrocientos años después, desde abril de 2016, la gente puede visitar la tumba de Cervantes que, luego del descubrimiento, en 2015, de los que se suponen son sus restos, ha sido instalada en la iglesia de San Ildefonso del convento.
¿Qué nos queda pensar del oficio de escribir si del más grande de sus oficiantes en lengua castellana apenas si sabemos dónde fue enterrado y, a pesar de las investigaciones de la tecnología contemporánea, no estamos seguros de que los restos que los turistas visitan sean en realidad sus verdaderos restos? Nos queda, claro está, la lectura del Quijote, el libro central de nuestro canon; nos queda el personaje vivo, a pesar de su muerte, que es el Quijote y también Sancho Panza, su escudero, ansioso de vida pastoril como un pretexto para derrotar a la muerte inevitable de su amo; nos queda reconocer en la imaginación, los desvaríos y la filosofía del Quijote la existencia de un lenguaje literario que nos legó las claves para la escritura de la novela contemporánea imbricada en la tradición de la lengua española. Nos queda, más allá de los huesos de Cervantes y la memoria de su pobreza, la gran aventura de la lengua literaria que es el Quijote.
En agosto de 1918, Medardo Ángel Silva publicó, en la revista Patria, su artículo «La profesión literaria». En él, haciendo gala de una fina y desencantada ironía, da cuenta de que la crítica siempre encontrará la manera de señalar, de forma negativa, las influencias de otros poetas en los escritos de todo poeta joven; asimismo, describe la soterrada confrontación de las generaciones, el repudio que causa el gozar del favor del público, así como la sanción crítica que recibe aquel que no lo tiene; y no deja de señalar que los compañeros de oficio serán los más severos detractores si uno se abstiene de entrar en el juego del elogio mutuo, situación que se ha vuelto común en las cofradías virtuales de las redes sociales. Para el poeta Silva, el camino de la profesión literaria hacia «aquella divina proxeneta que se llama Gloria» es muy duro y cuando se obtiene el reconocimiento social, es decir, cuando se es un poeta coronado, como se acostumbraba entonces, se ha padecido tanto, se ha envejecido tanto, que «los laureles de tu corona te punzarán las sienes como si fueran espinas».[6] El pesimismo modernista del poeta lo lleva a concluir:
Pero, lo más probable, es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suelto de crónica, el diario del que fuiste “asiduo colaborador”: aquello será el epílogo de la tragicomedia de tu vida y debes agradecer —en ultratumba— al Director, que haya suprimido la inserción del réclame de una fábrica de embutidos, para ocuparse de tu óbito.[7]
No obstante los presagios pesimistas del poeta, la muerte de Silva fue noticia a cuatro columnas en la primera plana de El Telégrafo del miércoles 11 de junio de 1919: «La trágica muerte del poeta Medardo Ángel Silva.- El inspirado vate, en momentos de ofuscación y de locura, se quita la vida, con un tiro de revólver, en la casa de su propia novia, la señorita Rosa Amada Villegas». Y, el mismo día, en páginas interiores del diario —sin que tengamos noticia de que se haya quitado el anuncio de una fábrica de embutidos— apareció la última crónica que escribiera el poeta bajo el seudónimo de Jean D’Agreve: «El nuevo mariage de Maurice Maeterlinck». La crónica habla del matrimonio del dramaturgo de cincuenta y ocho años con Renée Dahon, de veinticuatro, en Niza, cinco semanas después de que el escritor se divorciara de la actriz Georgette Leblanc.
Y, como suele pasar cuando se trata de poetas, el reconocimiento post mortem fue tumultuoso. Al entierro acudieron cientos de personas de distintas clases sociales, según las crónicas de la época: «gente de Letras, del Foro, del Periodismo, de la Instrucción Pública y Privada, representantes de escuelas, colegios y de la Universidad, de asociaciones literarias, artísticas y científicas, así como de entidades musicales y asociaciones obreras».[8] El ataúd fue cubierto con la bandera nacional y el cortejo fúnebre estuvo encabezado por el presidente electo del Ecuador, José Luis Tamayo, por el rector de la Universidad de Guayaquil, Cesáreo Carrera, y por José Abel Castillo, director de El Telégrafo, el diario del que el poeta Silva fue “asiduo colaborador”.
¿Exageró Medardo Ángel Silva su condición marginal? ¿Fue solamente una pose de modernista decadente aquello que escribió sobre la profesión literaria? ¿Acaso no fue Silva un poeta y cronista reconocido por la alta sociedad guayaquileña? Tal vez, en Silva, su condición social, el color de su piel y la dignidad de su pobreza entraban en conflicto con una singular capacidad de escritura deslumbrante para la poesía, la narrativa, la crítica y la crónica. Su inteligencia y la agudeza para observar al mundo tenían un cierto reconocimiento de la alta sociedad en la que se movía como representante del director de El Telégrafo, pero a Silva le faltaban apellido de alcurnia y propiedades: siempre sería el poeta pobre, ese convidado, algo extravagante, que acudía puntual a los cocteles de la alta sociedad guayaquileña, pero en cuyo mundo de riquezas y bellezas jamás ingresaría. A Silva se lo invitaba a la mesa de los banquetes, tal vez para que, como en el cuento «El rey burgués», de Darío, le dé vuelta a la manivela de la caja de música para deleite de la audiencia, pero no se lo admitía en la lujosa intimidad de las casas de aquellas familias; y él era consciente de su escritura brillante, de su piel oscura y de su pobreza.
Mas, a pesar de las penurias de la profesión literaria, el oficio de escribir —que, como cualquier otro oficio, requiere de vocación, talento y estudio especializado, ya sea autodidacta o escolar— es el trabajo laborioso de un artesano de la palabra que ofrece en su texto una visión de la vida, la propia y la de ese otro que es el prójimo; del mundo, como el lugar del tiempo efímero de la felicidad y del tiempo sin fin de la muerte; y busca conmover, desde los principios de la ética y la práctica de una estética, a quien se reconoce en la experiencia de la lectura como placer.
Para el oficiante de la escritura es indispensable el acercamiento a todas las artes. En el proceso de formación de la persona escribiente, escuchar y degustar la llamada música clásica, en su variedad de estilos, permite abrir los sentidos de las personas a la belleza abstracta de los sonidos, de la belleza en donde la narración no existe más que en la combinación matemática de ritmo, melodía y armonía y, claro está, en las respectivas rupturas de sus propias reglas. Escuchar las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, interpretadas por Glenn Gould, puede, efectivamente, ubicarnos en un estado de maravilla, y darnos el verso inicial de un poema. Descubrir en la música de Fanny Mendelssohn no solo la sonoridad y sensibilidad románticas sino también la existencia de una compositora de cuatrocientas obras en medio de la segregación histórica de la mujer.
Visitar museos, por ejemplo, no solo es una de las actividades de los turistas durante el día, sino que para quien escribe es la oportunidad de aprehender la manera que tiene el arte visual de mostrar el mundo y la vida del mundo en diversos momentos históricos: es la contemplación del color, de la forma, de la textura, etc. Es la posibilidad de asumir ese regocijo visual en el que nos vemos envuelto al contemplar la magnificencia de Las meninas, de Diego Velázquez, en el Museo del Prado; el Guernica, de Pablo Picasso, en el Museo Reina Sofía; One: Number 31, de Jackson Pollock, en el MoMA; o pensar las formas en que nuestro arte nos muestra en tanto cultura y sociedad, en los cuadros que hacen parte de La edad de la ira, de Guayasamín, en la Capilla del Hombre; la exposición de 2018, de Aracelly Gilbert, Ritmo y color, en el MuNa; o la retrospectiva colectiva ¿Es inútil sublevarse? La Artefactoría: arte y comentario social en el Guayaquil de los 80, inaugurada el 15 de noviembre de 2016 y que fuera exhibida hasta finales de 2017, en el MAAC.
Podría extenderme en los aportes del teatro y del cine como elementos imprescindibles en la formación de quien escribe, pero temo caer en la descripción de ciertas obras y la manera cómo estas han influenciado en mi propia escritura. Solo quiero remarcar que quien aspira a escribir puede descubrir en estas artes de la representación los mecanismos utilizados para construir personajes y diálogos, para hilvanar intrigas y resolverlas con finales contundentes, para conocer como se desarrolla el tempo de las narraciones. Hoy, en medio de la cultura visual en la que vivimos, la palabra escrita tiene la necesidad de convertir al lenguaje de la representación y al de la imagen en aliados de sus propias estructura y estrategia narrativas.
Ustedes pensarán que lo que acabo de decir es una condensación de experiencias personales, cargada, por tanto, de mucha subjetividad con muy poco de teoría; y, al parecer, en la universidad el conocimiento está basado en los postulados de la ciencia. Sin embargo, desecharé el deseo de desentrañar el misterio del ser y la acumulación del saber por la avaricia de la acumulación en sí; al mismo tiempo, he de aceptar la tentadora deconstrucción de la pedantería del saber y tomaré en un sentido metafórico despojado de malicia, la irónica aseveración con la que Mefistófeles pretende confundir al Estudiante: «La teoría, amigo, es siempre gris, y verde el árbol áureo de la vida».[9]
Cuando quien escribe sabe leer las otras artes, ese saber le amplía el horizonte de su visión del mundo para multiplicar, en su escritura, los sentidos metafórico y simbólico que yacen en todo texto literario; es decir, le abre y reabre la polisemia del propio lenguaje literario, porque toda lectura de las artes lleva implícita, en la verde arboleda de la existencia del ser humano, la lectura del mundo y el mundo está colmado de vida. Y una universidad de las artes basa su enseñanza y su aprendizaje en el postulado de que el arte en sí mismo es conocimiento. De ahí que sostenga que el acercamiento de quien escribe a las diversas manifestaciones del arte posibilita la apropiación de otros saberes.
El oficio de escribir requiere, en primer lugar, de la práctica permanente del oficio de leer. Leer los clásicos, leer la tradición, leer las rupturas, leer lo contemporáneo, leer a la generación de uno mismo e, inclusive, leer lo que a uno le es extraño o no le apetece —aunque la pedagogía del hedonismo y la practicidad enseñe que solo hay que leer lo que a uno le gusta o lo que le es útil para cualquier fin—. Y, aunque parezca obvio tengo que decirlo, la formación de quien escribe implica el estudio de la teoría, la crítica y la historia literarias. Tal vez la obviedad se deba a que cierto cine sobre la vida de escritoras y escritores ha construido la imagen del genio inspirado: dado que la escritura es un proceso aburrido para la acción cinematográfica —a quién le interesa ver este proceso de horas frente al cuaderno, la máquina o la pantalla del ordenador, escribiendo una frase y dándole vueltas a un párrafo— en las películas vemos a Henry Miller o a Anaïs Nin, a Mary Shelley o a Jo March escribiendo en todo momento, en todo lugar, en cualquier circunstancia y casi sin parar: es como si la escritura fluyera sin más y, claro, quienes somos mortales nos sentimos tremendamente infelices frente a nuestra incapacidad para escribir a ese ritmo. Pues bien, lamento decirlo: al igual que la pipa de Magritte no es una pipa, el escritor que escribe sin parar en las películas no es un escritor. La escritura es lenta, fruto de la perseverancia y asoma, la más de las veces, como consecuencia de la lectura: ya sea de libros, del arte o de la lectura que hacemos del mundo.
El tan temido fantasma de la página en blanco es un espectro real que nos sigue a todas partes como una compañía impertinente. Jorge Velasco Mackenzie tiene un antológico cuento de mil palabras sobre el proceso de escritura del propio texto llamado «El fantasma y el cuento imposible». En este cuento, el narrador escribe día a día su experiencia de confrontar al fantasma que le aparece cada vez que va a empezar la jornada de escritura; desde el comienzo, el narrador, a pesar de su aparente derrota, ha vencido, pues convierte en leit motiv al propio fantasma, que es el símbolo de la dificultad de la escritura: «Desde la primera mañana cuando decidí escribir el cuento imposible, he recibido la visita puntual del fantasma de la página en blanco».[10]
La tormentosa relación que existe con la página en blanco está unida a la duda sobre la calidad de lo que uno escribe. ¿Es un tema novedoso el que he escogido? En estricto sentido, no hay temas nuevos en literatura. ¿Es original el tratamiento que le he dado? La originalidad es un concepto muy precario en el arte. ¿Es un texto que tiene calidad literaria? Bueno, en este punto solo puedo decirles que el propio Cervantes, que se empeñó en ser poeta, reconoció sus limitaciones como escritor en Viaje del Parnaso; ya en el verso 25, de los 457 que tiene su extenso poema narrativo, dice con cierta tristeza y no poca amargura: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo…».[11]
Si somos conscientes de los límites de nuestra propia escritura, las dudas sobre lo que escribimos nos acompañarán durante toda la vida y aprenderemos que la duda es el método de nuestra existencia literaria: ¿es necesario otro poema de amor? ¿tiene sentido este cuento de fantasmas? ¿a quién le interesa la novela histórica? ¿es de calidad esta crónica sobre mi ciudad y la peste? Como escribiera Roberto Fernández Retamar en un «Arte poética» de 1962: «En vano cortejo los lápices, miro la máquina / de escribir con voluntariosa ternura de oficinista reciencasado. / En vano leo o me digo cosas que debieran / amontonarse en esto de la poesía / […] / Mejor hubiera sido haber nacido médico —o no haber nacido—»[12].
La duda sobre lo que escribimos, si la aceptamos como parte del proceso creativo, es un método para permanecer conscientes acerca de la responsabilidad en el uso de la palabra y, al mismo tiempo, es un antídoto contra la vanidad, que puede ser tan destructiva como la parálisis ante el fantasma de la página en blanco o la inmovilidad frente a la duda. En La loca de la casa, un libro trepidante sobre el oficio de escribir y las peripecias vitales de sus oficiantes, Rosa Montero se pregunta por qué un escritor se pierde. A partir del fracaso de Melville y su Moby Dick, que no vendió casi nada y fue rechazada hasta por los amigos del autor, y del éxito de Capote y su A sangre fría, que convirtió a su autor en el rico y famoso que siempre quiso ser, Montero reflexiona sobre la necesidad de aprobación y la vanidad del escritor que vale tener siempre presente:
El oficio literario es de lo más paradójico: es verdad que escribes, en primer lugar, para ti mismo […] pero, al mismo tiempo, necesitas de manera indispensable que te lean […] A saber de dónde saldrá esa necesidad absoluta que nos convierte a todos los escritores en eternos indigentes de la mirada ajena […] Quiero decir que un escritor fracasado suele convertirse en un monstruo, en un loco, en un enfermo […] La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra. Si caes en el pozo, da igual que dos millones de lectores te digan que les ha encantado tu novela: basta con que un crítico cretino de la Hoja Parroquial de Valdebollullo escriba que tu libro es horroroso para que te sientas angustiadísimo[13].
Pero quien tiene vocación para el oficio de escribir es persistente en ella a pesar del panorama complejo, difícil y, muchas veces, con pocas satisfacciones que otras personas, que fueron oficiantes, ya padecieron con su obra y con su vida. Antes de que las universidades asumieran la formación de escritoras y escritores, existieron las cofradías y los talleres literarios. No es que hayan dejado de existir, pero la necesidad de titulación académica que exige el mercado laboral y el individualismo exacerbado que es el sello ideológico del poscapitalismo, a pesar de las redes sociales (o, justamente, por lo que ellas son: una amalgama de individualidades unidas por los hilos de la virtualidad), han desplazado aquellas formas gregarias de concebir la literatura.
Entonces, la pregunta de años atrás, ¿se puede aprender a escribir en un taller literario?, es el antecedente para la pregunta de hoy: ¿para qué estudiar una maestría de escritura creativa? Ursula K. Le Guin, en un ensayo sobre los talleres literarios, sostiene que quienes son miembros de un taller literario no aprenden a escribir en ellos y, por extensión, creo que quienes estudian una maestría de escritura creativa no se han matriculado para aprender a escribir. En realidad, quienes llegan a un taller literario o se matriculan en una maestría de escritura creativa ya saben escribir, o, por lo menos, dominan las nociones básicas de la técnica de la escritura —es decir, el manejo de aquello que llamamos gramática, sintaxis y ortografía— y, condición indispensable, tienen vocación y talento. A nadie que no haya estudiado, previamente, química y biología se le ocurriría estudiar la carrera de medicina, más allá de que no se desmaye ante la vista de la sangre que corre en la emergencia de un hospital público y tenga una aptitud natural para leer los síntomas y signos que le permitan diagnosticar.
Le Guin sostiene respecto de los talleres literarios: «Lo que el profesor puede transmitir es, sobre todo, experiencia: ya sea racionalizada y verbalizada o compartida solo por el hecho de estar presente, ser un escritor, leer una obra, hablar de ella»[14]. Miguel Donoso Pareja, que sembró la semilla de los talleres en nuestro país, lograba transmitir esa experiencia a sus talleristas, respetando la opción estética que cada uno había elegido y, al mismo tiempo, trabajando sobre el uso de las herramientas necesarias para la escritura literaria. Por tanto, más allá de la experiencia literaria que tenemos las y los docentes de una maestría de escritura creativa, también existe en el estudio sistemático, académico, para decirlo en términos universitarios, el instrumental para expandir, en un proceso de enseñanza y aprendizaje comunitarios, la vocación y el talento para la escritura que posee cada persona.
Las metodologías del taller literario son utilizadas en el campo de los estudios académicos de escritura creativa. Lo más importante, tal vez, es que la conformación de un espacio colectivo de estudio académico contribuye a superar la soledad de quien escribe: esa soledad que se le atribuye al genio creativo. Sin duda existen personas que poseen el genio creativo y no requieren de talleres ni maestrías para la creación, pero la escritura es una paradoja: por un lado, es un ejercicio de solitarios y, por otro, es un arte cuya práctica implica la existencia de una colectividad creativa. La escritura es una práctica colectiva, no en el sentido de que escribimos una novela o un poema entre varias personas —aunque ya existen experiencias al respecto y en las artes escénicas la creación colectiva tiene un largo historial— sino en el sentido de que escribimos en medio de una comunidad artística: de ahí la necesidad de leer y leernos, y de leer en el marco de una tradición o contra ella.
Un grupo de maestrantes es un colectivo de lectores privilegiados pues tienen a mano a la persona que ha escrito lo que leen, y quien escribe y somete sus textos a la lectura de ese colectivo es oficiante de la escritura en situación especial pues tiene a mano a sus primeros lectores. Esta dinámica de la maestría, heredada de la experiencia de los talleres literarios, nos permite un aprendizaje que resulta indispensable para la persona que escribe literatura: aprender a lidiar con la crítica. En el colectivo encontraremos críticas de todo tipo: desde la más subjetiva hasta la más estructurada; desde la más constructiva hasta la que destroza sin piedad todo ejercicio creativo. Y, además, está el criterio de quienes ejercemos la docencia: créanme, así como el maestro de música puede decir cuando el instrumentista está desafinando, quienes somos docentes de escritura creativa detectamos enseguida si un texto desafina.
Tengamos siempre presente que no todo lo que escribimos resulta bueno, que no todo lo bueno que se escribe merece ser publicado, que no todo lo que se publica genera su público lector… en fin, con las facilidades de edición y autoedición que hoy existen, se publican muchos borradores, incluso muy buenos borradores, y, a veces, la publicidad hace el resto; pero lo que no pueden hacer ni la propaganda ni una buena editorial ni la complicidad de las cofradías de las redes sociales, ni siquiera las ventas, es transformar un texto mediocre en literatura de calidad.
El oficio de escribir nos conduce a los asuntos de la profesión literaria. Hace unas cuantas semanas publiqué un artículo en mi blog en el que abordaba la problemática de la profesión de leer y escribir[15]. No voy a repetir aquí lo que escribí, pero sintetizaré las ideas que desarrollé entonces. Resulta que, en nuestro país, el trabajo literario no es reconocido como trabajo sino, a lo sumo, como un don especial de las personas, por lo tanto, la gente cree que quien escribe no debería cobrar por las actividades relacionadas con la escritura ya que se trata de una gracia natural o un don otorgado por Dios. A quien le dé por el misticismo, habría que recordarle que hasta los curas párrocos, ungidos en nombre de Dios, cobran por los servicios religiosos.
Por lo mismo, es indispensable insistir: las conferencia, los coloquios, las entrevistas, las presentaciones de libros, las publicaciones, la tarea de corregir textos etc., son servicios profesionales y deben ser remunerados igual que cualquier otro servicio. Y añado: mientras no exista la conciencia de que estamos ante un trabajo y no ante un don, la precariedad laboral de quienes leemos y escribimos será una constante. Por lo mismo, una universidad de las artes debe ser la primera en reconocer, superando las trabas burocráticas de la administración, el trabajo profesional de las y los artistas. Y no me refiero a quienes ejercemos la docencia, sino a quien son invitados para compartir su experiencia literaria y artística, esa misma de la que habla Le Guin y que resulta tan provechosa para nuestro alumnado.
En síntesis, lo que yo planteaba en dicho artículo es que los ministerios, el de Educación y el de Cultura, deberían dotar de un presupuesto, que sea de ejecución descentralizada, a las instituciones educativas y a las bibliotecas públicas para que financien los cursos de actualización del cuerpo docente de Lengua y Literatura y los encuentros de quienes escriben con su público. De igual manera, es necesario que el Ministerio de Cultura recupere la política de adquisición de libros que tenía el antiguo Sistema Nacional de Bibliotecas, SINAB, cuyo cierre eliminó una política pública de fomento del libro y la industria editorial. Asimismo, decía que las instituciones públicas y privadas, los gobiernos autónomos descentralizados, las universidades, los colegios y las escuelas, las editoriales y las librerías, deben pagar a escritoras y escritores por su trabajo intelectual en todos los actos culturales que organicen.
Es conocida la sentencia de Virginia Woolf en Una habitación propia: «para escribir novelas una mujer debe tener dinero y un cuarto propio»[16]. Sin pretender corregir su aserto, creo que, dadas las condiciones de precarización laboral de la profesión literaria que existe en nuestra sociedad, es posible expandir el concepto en el sentido siguiente: para escribir literatura, toda persona, hombre o mujer, necesita dinero y un cuarto propio. Después de todo, Woolf tuvo dinero y cuarto propio desde que, junto a Leonard, su marido, fundaron la editorial The Hogarth Press; y no obstante su reflexión sobre las condiciones materiales al momento de escribir, aunque data de 1929, matizada por las actuales condiciones laborales y económicas de las mujeres, continúa generando ideas para el debate:
La independencia intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido siempre pobres, no solo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Las mujeres han tenido menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres, por consiguiente, no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía.[17]
Rubén Darío y otros modernistas han escrito sobre la necesidad de una independencia intelectual para la poesía sustentada en una independencia económica. Pero vivimos en una sociedad capitalista para la que el valor de la literatura reside, básicamente, en su condición de mercancía: tantos libros vendes, tanto vales como persona que escribe. Y si no vendes libros como pan caliente debes, al igual que el poeta de «El rey burgués», olvidarte del ideal de la poesía y seguir dándole manivela a la caja de música, en el jardín del palacio, junto a los cisnes, para que suenen valses, cuadrillas y galopas cuando pase el rey: «Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas ni de ideales».
Son conocidas las vicisitudes económicas que padecieron Gabriel García Márquez y su familia mientras él escribía Cien años de soledad; se sabe, incluso, que cuando llegó el momento de enviar la novela a la editorial el dinero solo le alcanzó para pagar el envío por correo de la mitad del manuscrito. Al momento de escribir la novela central de la literatura latinoamericana del siglo veinte, García Márquez no tenía ni habitación propia ni dinero:
Sin Mercedes no habría llegado a escribir el libro. Ella se hizo cargo de la situación. Yo había comprado meses atrás un automóvil. Lo empeñé y le di a ella la plata calculando que nos alcanzaría para vivir unos seis meses. Pero yo duré año y medio escribiendo el libro. Cuando el dinero se acabó ella no dijo nada. Logró, no sé cómo, que el carnicero le fiara la carne, el panadero el pan y que el dueño del apartamento nos esperara nueve meses para pagarle el alquiler[18].
Mario Vargas Llosa, en una entrevista que la hace Elena Poniatowska hacia finales de los 70, cuenta que, cuando vivía en Perú llegó a tener hasta siete puestos al mismo tiempo: en una radio, en una biblioteca de un club privado, como secretario de un historiador, como articulista de revistas y de periódicos, como auxiliar de una cátedra universitaria, y «un trabajo siniestro que consistía en fichar a los muertos de unos cuarteles en el Cementerio General de Lima […] así es de que yo tenía que irme allá […] con un papel y un lápiz a limpiar un poco las estelas, las lápidas y a tomar los nombres de los muertos»[19].
Por todo lo dicho hasta aquí es que insisto tanto en el reconocimiento del oficio de escribir como una profesión literaria. Además, quiero mencionar de paso que, si se quiere tener dinero y cuarto propio, la docencia es un trabajo digno, que demanda mucha creatividad pedagógica y lleno de silenciosas recompensas espirituales, más allá de que, a quienes escribimos, nos permite un adecuado nivel económico para mantener la independencia intelectual necesaria para la poesía, según lo señalado por Virginia Woolf. Después de todo, no podemos esperar a que aparezca un anónimo coleccionista de relatos eróticos que nos encargue cuentos, narrados con poca poesía y mucho sexo, y nos pague por ellos como les sucediera a Anaïs Nin y Henry Miller en el París de los años 40 del siglo pasado.
Y, más allá de las dificultades propias del oficio de escribir y la lucha por el reconocimiento económico de la profesión literaria en nuestra sociedad, es imprescindible que nos preguntemos para qué y para quién se escribe, pues son preguntas enmarcadas en la deontología que tienen relación con las responsabilidades que acarrea el oficio de escribir, siempre y cuando entendamos que la palabra de la literatura tiene valor y repercute en el espíritu de los seres humanos que la leen. No se trata de plantear la vieja discusión sobre la literatura comprometida o el compromiso de quien escribe; tampoco voy a repetir la tautológica frase de que el primer compromiso de quien escribe es escribir bien, pues eso es como decir que el compromiso de un ingeniero es construir puentes que no se caigan o que el compromiso de un sastre es confeccionar trajes elegantes y a la medida.
La literatura tiene una función social y quien escribe sabe que, al menos entre las personas que la leen, la palabra literaria tiene algo que decir. Jean Paul Sartre abre la presentación de Los Tiempos Modernos con una frase provocadora: «Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad»[20]. Esa irresponsabilidad se disfraza, por ejemplo, bajo la máscara del cinismo y la superficialidad escandalosa de los ricos y famosos: Truman Capote lo sabía y quiso castigar ese mundo que lo mimó como a un niño terrible y que, como Mefistófeles, le cobró la fama y la riqueza aniquilando su alma de escritor. Hasta su muerte habló de que estaba escribiendo una novela monumental como Proust, una obra que desnudaría la vanidad de aquel mundo, su propio mundo. No obstante, Capote dejó apenas tres extensos capítulos que fueron publicados, en 1987, en edición póstuma, bajo el título de Plegarias atendidas. Su manera de escandalizar al buen burgués se basaba en declaraciones como esta: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría ser todas esas cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no señor»[21]. Pero aún esa actitud escandalosa lleva implícito un cuestionamiento de la sociedad a la que se dirige: la disección descarnada de esa realidad logra que sus lectores miren críticamente un mundillo que pretende ser admirado por la gente común sin quitarse la máscara ni descolgar las bambalinas.
La literatura nos plantea, en general, preguntas éticas sobre la realidad social, sobre el ser humano y, en particular, sobre los temas que elegimos para nuestra escritura. Las respuestas a estas preguntas yo no las podría dar más que para mí mismo. Cada oficiante de la escritura es quien debe decidir de manera consciente sus propios caminos; cada uno de nosotros habrá de buscar la claridad sobre el sentido ético que tiene aquello que escribimos, sobre lo que queremos decirle a ese prójimo lector para quien escribimos. Henrich Böll, que nos legó una literatura antibélica, profundamente crítica del poder que ejerce el Estado y la Iglesia sobre la libertad de los individuos, dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel:
Los políticos, los ideólogos, los teólogos y los filólogos tratan constantemente de ofrecer soluciones definitivas, problemas rotundamente aclarados. Es su obligación. La nuestra —la de los escritores— consiste en penetrar en los intersticios precisamente porque sabemos que no podemos aclarar nada del todo y sin resistencia […] La fuerza de la literatura no dividida [en «literatura pura» y «literatura comprometida»] no consiste en la neutralización de las tendencias, sino en la internacionalidad de la resistencia. Y de esa resistencia forman parte la poesía, la encarnación, la sensualidad, la fantasía y la belleza[22].
El sentido ético de lo que escribimos, vale la pena aclararlo, no tiene que ver únicamente con los temas relacionados a las grandes causas sociales. Las novelas de Henry Miller, por ejemplo, no son precisamente un catálogo de virtudes para colegiales del Opus Dei, y, no obstante, cuando le preguntaron al novelista sobre la pornografía y la obscenidad expuso el sentido ético que yacía en su escritura: «Lo obsceno sería lo directo y la pornografía sería lo sinuoso. Creo en decir la verdad, con toda frialdad y, de ser necesario, con intención ofensiva, sin disfrazarla. En otras palabras, la obscenidad es un proceso de saneamiento, mientras que la pornografía solo aumenta la tenebrosidad»[23].
Dicho de otro modo, la responsabilidad en el uso de la palabra por parte de quien escribe no tiene que ver con la necesidad de elegir un tema u otro de contenido social, sino en escudriñar y desentrañar aquellos intersticios de la condición humana que permanecen ocultos en lo cotidiano de la gente: desmitificar los mecanismos de las diversas formas que asume el poder, poner en evidencia los tabúes y cuestionarlos, resignificar desde una perspectiva cotidiana los procesos históricos, lograr que quien lee se interrogue a sí mismo sobre su propia vida y sus creencias, y, todo esto, plantearlo en el texto con las leyes intrínsecas del texto y desarrollarlo en la realidad del mundo de la ficción literaria.
Mi maestro y amigo Jorge Aguilar Mora escribió un libro estremecedor que hoy definiríamos de escritura transgenérica —en el sentido de que la voz narrativa tiene el registro de la crónica, la novela, la autobiografía y el ensayo— sobre diversos aspectos de la conducta humana durante las guerras de la Revolución Mexicana. La elección estética de su escritura está unida indisolublemente al propósito ético de develar lo que se oculta tras la imaginería de la narrativa oficial de dicho proceso revolucionario:
…la literatura en estas historias de vileza y esfuerzo tiene, según yo, una tarea decisiva: convertir los hechos históricos en acontecimientos lingüísticos y en propiedad colectiva y anónima. Esa función cotidiana y luminosa de la literatura permite transfigurar el dolor colectivo en voluntad, y la voluntad en imperativo moral, sobre todo en los momentos en que el tiempo histórico mismo oscurece nuestro futuro más ºinmediato. A través de los vericuetos de estilo, la literatura puede ofrecernos la perspectiva de la vida intensa, liberada, rebelde a los designios y a los caprichos de los mismos poderosos que describe[24].
Y quiero insistir en que la problematización del mundo y las personas, esas preguntas de carácter ético que nos planteamos frente a la escritura literaria y la relación que esta construye con sus lectores, son preguntas que nos hacemos independientemente de la elección temática o estilística: la historia de unas mujercitas libidinosas que habitan en los rincones empolvados de una casa es un motivo para develar, desde la escritura de lo fantástico de lo cotidiano, los mecanismos opresores del patriarcado, como sucede en «Pequeñas mujercitas», ese maravilloso cuento de Solange Rodríguez, una de las maestras de este programa; la novela acerca de unos jóvenes que se pierden en los vericuetos virtuales de un videojuego siniestro de la deep web, imbuidos en el horror, la amoralidad y la poesía, que escriben una novela pornográfica como una forma de liberar el deseo insatisfecho, que desacralizan la infancia y el cuerpo, es una manera de diseccionar la hipocresía de la enseñanza de los adultos frente a una humanidad abyecta y conseguir que quien lee reciba una bofetada en el rostro de sus convicciones burguesas, como plantea Nefando, la extraordinaria novela de Mónica Ojeda, otra de las docentes de este programa.
Comencé pidiéndoles que nos veamos como unos caminantes del empedrado de Las Peñas. Ahora que estamos llegando al final, quiero retomar esa imagen: somos transeúntes de una calle con nombre de poeta y la poesía es una palabra que anda sin el cuerpo del poema todavía, etérea como una imagen sin escritura, por las calles de una ciudad más bien prosaica a la espera de quien la escriba. Nos adentramos en el barrio del arte, dejamos atrás la casa donde dicen que en la noche de las almas se escuchan las notas del piano de Antonio Neumane mientras compone el himno nacional, y caminamos rumbo a la antigua cervecería escuchando el húmedo rumor de la ría. Somos oficiantes de la palabra que transitamos la senda luminosa, áspera y difícil de la literatura. Entonces, como una plegaria que únicamente será atendida por el yo que somos, encendemos la sacra luminaria de lo terrenal de Juan Ramón Jiménez: «Dios del venir, te siento entre mis manos […] Eres la gracia libre, / la gloria del gustar, la eterna simpatía, […] la trasparencia, dios, la trasparencia, / el uno, al fin, dios ahora sólito en lo uno mío, / en el mundo que yo por ti y para ti he creado»[25].
El oficio de escribir nos permite conmover, en sus más íntimos sentimientos y convicciones, a quien ejerce el oficio de la lectura; por lo mismo, la creación de nuestro universo de ficción mediante la palabra de la literatura no nos convierte en pequeños dioses sino en prometeos que, a hurtadillas, ofrecemos a los seres humanos el fuego de la duda y la belleza, que es la génesis de todo nuevo conocimiento del mundo y de nosotros mismos.
[1] Jorge Luis Borges, El Aleph (Madrid: Alianza Editorial, 1996), 174.
[2] Este mosaico, pintado sobre veinticuatro azulejos, está instalado en la parte superior de la pared de la planta baja de la casa de la entrada al barrio de Las Peñas, en Guayaquil. El mosaico lleva la firma de Carlos López y está fechado en julio de 1973.
[3] Zoila Ugarte de Landívar, «Homenaje y protesta», en La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades, No. 6 (1905): 178-179.
[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (Madrid: Real Academia Española, 2004), 540.
[5] Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (Madrid: Real Academia Española, 2017), 11.
[6] Medardo Ángel Silva, «La profesión literaria», en Obras completas (Guayaquil: Publicaciones de la Biblioteca de la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil, 2004), 600.
[7] Silva, «La profesión literaria»…, 600.
[8] Abel Romeo Castillo, Medardo Ángel Silva: vida, poesía y muerte (Guayaquil: Ediciones Banco Central del Ecuador, 1983), 223.
[9] Johan W. Goethe, Fausto, introducción de Francisca Palau Ribes, traducción y notas José María Valverde (Barcelona: RBA Ediciones, 1999), 58.
[10] Jorge Velasco Mackenzie, «El fantasma y el cuento imposible», en No tanto como todos los cuentos (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2004), 41.
[11] Miguel de Cervantes, Viaje del Parnaso, edición de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas (Madrid: Alianza Editorial, 1997), 20.
[12] Roberto Fernández Retamar, «Arte poética», en A quien pueda interesar (México D.F.: Siglo XXI Editores, 1974), 60.
[13] Rosa Montero, La loca de la casa (Buenos Aires: Alfaguara, 2003), 79, 80 y 93.
[14] Ursula K. Le Guin, «Orgullos. Un ensayo sobre los talleres literarios», en Contar es escuchar. Sobre la escritura, la lectura, la imaginación (Madrid: Círculo de Tiza, 2018), 342.
[15] Raúl Vallejo, «La profesión de leer y escribir», en Acoso textual (blog), 8 de septiembre de 2020.
[16] Virginia Woolf, Una habitación propia. Tres guineas (Barcelona: Debolsillo, 2020), 10.
[17] Woolf, Una habitación propia…, 139.
[18] Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza (Bogotá: Editorial Oveja Negra, 1982), 77.
[19] Mario Vargas Llosa, «Al fin un escritor que le apasiona escribir, no lo que se diga de sus libros», entrevista de Elea Poniatowska, en Antología mínima de M. Vargas Llosa (Buenos Aires: Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970), 39.
[20] Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? (Buenos Aires: Losada, 1950), 2.
[21] Truman Capote, «Vueltas nocturnas o como practican la sexualidad los gemelos siameses», en Música para camaleones (Barcelona: Bruguera, 1981), 284.
[22] Henrich Böll, «Ensayo sobre la razón de la poesía. Lección Nobel pronunciada el 2 de mayo de 1973 en Estocolmo», en Varios autores, Henrich Böll. Con motivo de su muerte (Bonn: Inter Nationes, 1985), 38 y 45.
[23] Henry Miller, «Henry Miller. Entrevista de George Wickes», en Varios autores, El oficio de escritor (México D.F.: Ediciones Era, 1968), 129.
[24] Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana (México D.F.: Ediciones Era, 1990), 11.
[25] Juan Ramón Jiménez, «La trasparencia, dios, la trasparencia», en Lírica de un Atlántida, edición de Alfonso Alegre Heitzmann (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999), 265-266.