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«El ritmo de los libros», por don Fabián Corral

Hay libros que tienen cadencia, ritmo, tono. Hay los que nos atrapan con su aire, su capacidad de evocación y fuerza creativa, con sus personajes, y con la memoria de hechos, paisajes, aventuras o polémicas.

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El ritmo de los libros
(Consideraciones de un lector)

Hay libros que tienen cadencia, ritmo, tono. Hay los que nos atrapan con su aire, su capacidad de evocación y fuerza creativa, con sus personajes, y con la memoria de hechos, paisajes, aventuras o polémicas.

Esas son las buenas novelas. Pueden ser también los libros de historia, si escapan a la árida cronología de los hechos, a las ringleras de datos y fechas. Lo son también los de viajes, las buenas biografías, documentadas y fieles, noveladas incluso, pero vivas; son las narraciones de la vida de los héroes, los déspotas o los hombres comunes. Son los relatos de algún Principito de feliz memoria.

Hay los otros, los tratados, tomos intensos que exigen toda la atención, que penetran en la realidad y escarban en su vientre. Hay los teóricos, los que crean imaginarios o ideologías, derecho o economía, los que dicen la verdad y los que mienten, los que asombran, los que abruman, los que aburren. Hay los que tienen la claridad y la elegancia de Ortega, y la obscuridad incomprensible de los otros; los que tuercen la verdad y las palabras. Los hay apasionados, intensos: los de Unamuno, desgarrados, místicos. Hay las crónicas de Indias, los reportajes de aquel dramático encuentro de culturas y caída de imperios, escritos por los protagonistas y los testigos que vivieron combates, dramas y tragedias, y que escucharon narraciones de tiempos anteriores a la llegada del Occidente a las tierras nuevas. Hay los que encantan, los que iluminan, los que son un tesoro de palabras, poesía escrita en prosa, cortos, certeros, bellos, como Autorretrato sin mí, de Fernando Aramburu. Y está el Cid revivido de Pérez Reverte, la Conversación en la Catedral de Vargas Llosa, el Quijote con su genial párrafo de inicio y la magia de Cien Años de Soledad. Y Fernando Savater, Camus, Malraux y todos los demás.

Hay la novela negra. Hay las que, de algún modo, cuentan y ennoblecen las tragedias, pero hay los libros que las degradan, los textos sórdidos, sucios, que se complacen en manipular la basura humana y la otra.

Leer es una aventura que debería contarse, es un pedazo de vida que algunos viven y otros, no. Narrar esa aventura es un raro atrevimiento, que debería asumir el lector, no el especialista. Debe relatar la aventura quien la vive, no el que la desarma y disecciona, porque, al hacerlo, la mata. Hay que rescatar el aire del libro, la frase memorable, la anécdota, el modismo, el episodio y el modo de decir. Hay que contar el ritmo de los libros, como se cuenta la cadencia de un viaje, sus episodios, peripecias, paradas, frustraciones y entusiasmos, impulsos y cansancios.

Así como hay aventuras que se hacen de un tirón, hay libros que no se sueltan, con los que se madruga, se vela y se anochece, y hay los otros, los que se rezagan, los que se quedan en el camino. Y los que nunca se leen.

Hay libros y libros. Todos ellos forman parte de una pasión, la pasión de leer, esa que explica el encanto de entrar a la biblioteca, mirar las filas quietas de los lomos en los estantes, recordar las notas, las páginas dobladas y los episodios que acompañaron a su, quizá, remota lectura, y asumir que ese desorden de tomos abiertos que, a veces, hay sobre la mesa de trabajo, alude a la vida, a la presencia del lector.

Libros que se releen, que acuden a ilustrar una conversación, que iluminaron algún día, que se recuerdan. Libros que se olvidan.

Libros.

Fabián Corral Burbano de Lara

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