«El valor —en lo ideal y lo real— de la educación en el Ecuador», por doña Susana Cordero de Espinosa

Procuraremos mirar la educación en el Ecuador, no como una trágica e insalvable situación entre principios y realidades opuestos, sino como el intento de posibilitar en la avenencia de lo dispar su rectificación posible...

I

Con el propósito de lograr una visión cabal del ejercicio educativo en el ámbito ecuatoriano acudo a la definición que de educación entrega en su monumental Historia de la filosofía el catedrático y ensayista español José Ferrater Mora (1923-1991), cuyo afán filosófico giró alrededor de ‘la integración de sistemas opuestos de pensamiento’[1].

Desde el más antiguo filosofar se razonó en oposición, cuya mayor expresión hallamos entre los conceptos de Parménides, para quien Todo es ser, el ser es inmutable y el cambio, pura ilusión, y los de Heráclito, que teoriza sobre el cambio incesante: El ser es devenir, como el agua del río, en la cual nadie se bañará dos veces.

Los discípulos de Ferrater llamaron a su posición filosófica ‘integracionismo’, pues para el maestro, desde el antiguo pensamiento occidental cuyo principal ejemplo hemos citado, los conceptos filosóficos, no tienen por qué ser irreductibles entre sí. Dicho brevemente, ser y cambio se dan en unidad; por tanto, no hay oposición, sino complementariedad entre ser y devenir; ser y deber ser; naturaleza y razón; libertad y causalidad; alma y cuerpo. Estos conceptos, fuente filosófica de sistemas opuestos, son para el filósofo catalán tendencias o direcciones de la realidad, complementarias y útiles para su análisis. Se lee e intuye el integracionismo en cada artículo de su magno Diccionario de filosofía[2] y, al concordar idealmente con su visión, nos acercaremos brevemente a los problemas que consideramos fundamentales en la educación ecuatoriana. Somos conscientes de que a ella, en buena lid, se pueden atribuir muchas de las carencias que vivimos y, de que, solo en casos excepcionales, dichas carencias son móviles hacia una auténtica voluntad de cambio, invención y mejora.

Procuraremos, pues, mirar la educación en el Ecuador, no como una trágica e insalvable situación entre principios y realidades opuestos, (que a menudo lo es, y sufren y pagan por ello muchos educadores y educandos), sino como el intento de posibilitar en la avenencia de lo dispar su rectificación posible.

II

Tratamos de elucidar las posibilidades de que la educación ecuatoriana cumpla los fines que, a nuestro criterio, son fundamentales para que la tarea educativa que ejercen familia, Estado, escuela, colegio, dé los mejores frutos, aunque no nos explanaremos sobre métodos educativos y su eficacia, tarea pragmática y útil, sin duda, que exige mayor espacio del que disponemos.

Como sustancia de nuestro intento, resumimos los fines fundamentales del hecho educativo: humanidad o humanitarismo[3]; posibilidad; accesibilidad; el papel del maestro. Todo, tras undoble enfoque individual y social.

El concepto de humanidad, fundamental entre los valores educativos pueslos resume todos, nos provee de una visión humanística de la vida, sin la cual la educación será, en el mejor de los casos, adiestramiento, como el que ejercemos sobre un animal. Humanidad o humanismo, humanitarismo humanitario[4] son conceptos compatibles con el de cultura, definida brevemente en su primera acepción del Diccionario de la lengua española (DLE) como ‘cultivo’ y como ‘conjunto de conocimientos que permite a la persona desarrollar su juicio crítico’, pero ¿cómo adquirir el juicio crítico sin instrucción ni formación?

El humanismo que anhelamos es el de infundir en los educandos intereses y actitudes que los impulsen a adentrarse, ya desde la primaria, en la lengua propia, la literatura, la historia, y hasta en la misma filosofía. Lo dicho no es locura: puede comprobarse desde la más corta edad, cuando empieza a entrar el niño en el milagro de la poesía desde la voz de su madre, que lo acuna con nanas y canciones y que más tarde le leerá uno, dos, tantos poemas como él mismo le pida. ¿Historia?… ¿No son, acaso, históricos, acontecimientos y festividades como la Navidad, las celebraciones religiosas y cívicas que periódicamente buscan procurar la toma de conciencia de hechos fundamentales como los de las independencias de los países americanos respecto de sus colonias, la vida de algún santo, por ejemplo, la del Santo de Asís, ejemplar en su humildad, pobreza y amor, o la vida de Jesús, el mejor ser humano que haya existido jamás? (Estas sugerencias no significan que el educador introducirá necesariamente a sus alumnos en el ámbito religioso: Jesús fue mucho más que el fundador de una religión, y su doctrina original, hoy, tolera infinitas y, a veces, necias interpretaciones, contra las que hay que estar prevenidos).

El acercamiento del niño y del joven a la existencia de individuos que los siglos consagraron como ejemplar, a la de hechos históricos del país, a la de vidas y trabajos de sus escritores, poetas, novelistas, fabulistas acrecentará en ellos, no solo el sentido del valor de la lengua como instrumento sustancial de comunicación, sino el interés por el significado del pasado y el del valor de lo ancestral.

Por último, si profundizamos sencillamente en lo leído en alta voz, en lo contado o narrado —siempre es posible ahondar con los niños en el contenido de párrafos recién leídos, inquietarles y dejarles preguntas que ellos mismos suscitan y buscar explicaciones más allá de lo evidente— iniciaremos procesos que los abrirán a la filosofía. Aprenderán a amar la palabra que narra y reflexiona, y desde este ‘entrenamiento’, llegará un día el intento de narración de sí mismos, con cuanto este exige y procura.

Vemos de qué modo introducir al niño en el ámbito de la cultura es, no solo posible, sino válido e inevitable, aunque, a fin de que todo llegue a él como principio del valor de su ser humano, el mundo adulto ha de estar preparado para procurarlo.

Insistimos en este ‘noviciado’ que vive el pequeño en familia y luego en la escuela, y que le permitirá, lenta, pero incesantemente, conocer sus posibilidades, conocerse a sí mismo y reconocerse en la mirada de los demás, todo lo cual ha de entenderse como acceso al reconocimiento de su propia intimidad, simultáneo al de la percepción del valor del comportamiento en lo moral, es decir, en la adopción de nociones básicas sobre el valor de su accionaren relación con el bien y el mal, tanto en lo relativo a su propia individualidad, como a su existir colectivo.

El conocimiento y ejercicio de los valores humanos permitirá al individuo, a lo largo de la vida, restaurarlos, rectificarlos y perfeccionarlos conscientemente en cada acción, considerada en la intimidad personal y en el ejercicio de vivir en y hacia esa sociedad que constituyen la familia, la escuela, el colegio.

El educando hará de cada día un existir moralmente digno, dispuesto a la duda y a la comprensión y aceptación del otro, tanto como a la necesaria rectificación en la cotidiana autoinducción de lo que cada uno de quienes lo rodean pide de él, y la del conocimiento y cultivo de los elementos que conforman su personalidad, que lo unen o separan de los demás y, a la par, lo distinguen de ellos.

Lo dijeron los griegos hace siglos: el saber empieza en la sorpresa: esta impele al ser humano a preguntarse; el joven, acostumbrado a vivir en el pasmo y el asombro, distinguirá su vida física y psíquica del proceso instintivo con que responde a lo exterior cualquier otro animal. Al valorar su peculiaridad humana, comprenderá que esta condición exige un no cesar de preguntarse sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea e impacta.

En cuanto al acceso a la educación, es decir, a su accesibilidad, esta contempla dos aspectos: el de la realidad física, política y geopolítica del país, que divide nuestra geografía en, al menos, tres zonas con diferentes exigencias climáticas y ambientales: Costa, Sierra y Oriente, y diversos estilos de sociabilidad y encuentro —que en ámbitos rurales o selváticos son quizá más ricos y ‘puros’, por la vida en la naturaleza, de lo que suelen serlo en contornos ciudadanos—; por otro lado, el acceso intelectual y moral al otro y a los otros, para la construcción de un pensamiento que parte de lo local y personal hacia lo general y universal.

En cuanto a la labor del educador, este ha de cumplir con sus educandos estudiándolos con el enfoque personal que exige de él cada vida que, circunstancial, pero fundamentalmente, se halla en sus manos. Preparado para guiar transitoriamente a sus alumnos en el camino que los lleve a una mayor lucidez sobre su individualidad, tanto como sobre lo que los rodea, ha de procurar, con afecto y respeto por cada discípulo, la asunción de su indefectible valor humano, su individualidad valiosa cuanto inaprehensible en vastedad e intocable en su intimidad. El educador nunca conocerá de modo exhaustivo a ninguno de sus estudiantes, pero la conciencia de esta limitación ha de ser, para él, impulso hacia el interés indeclinable por acercarse, comprender, aceptar y ayudar a sus discípulos, de modo tal, que procure extraer de cada situación, aparentemente inane e insustancial, formas adecuadas de acceso a cada uno de ellos. Se abrirá camino y penetrará poco a poco, con respeto sin pausa, en el mundo físico y espiritual que caracteriza, ya no solo a cada educando, sino al ambiente del grupo que juntos constituyen, mientras los alumnos descubrirán y recibirán, casi sin notarlo, su buena influencia: no en otra cosa consiste la posibilidad de maduración intelectual y moral, tanto de los discípulos, como la del mismo maestro.

En la socialización —ejercicio necesario para lograr la adaptación del individuo a las normas de comportamiento social— surge la convicción singular de que no se está solo: se vive la experiencia de que junto a los otros se es más plenamente uno mismo, y seexperimenta ‘en vivo’, ese estar en conjunto ante lo que se halla limitado a pocos. Lo dicho incluye la necesidad de apoyo, tanto como la posibilidad de brindarlo.

Si los valores enunciados guían la práctica educativa sin que las convicciones previas de los maestros ni las líneas de pensamiento religiosas, laicas, individualistas, intelectualistas, emotivistas, etc., se impongan acríticamente en la enseñanza, nos encontraremos ante una anhelada educación de calidad.

III

Más allá de estos enunciados, que intentan dar cuenta sucinta del ideal educativo y del ideal de maestro a los que nos adherimos, no podemos olvidar que en lo cotidiano nuestros educandos son, a menudo, víctimas de educadores o de instituciones que mantienen cerradas las mentes infantiles y juveniles, pues su enseñanza apenas trasciende las exigencias personales de cada niño y joven, cuando no las anula. ¡Tantas veces parece bastar la lectura del texto o del manual impuesto por las autoridades!, y en ciertos ambientes, más frecuentes de lo deseable, se despliega en escuelas y colegios pobres de ciudades grandes o chicas, la idea de que los muchachos pobres, de clase popular, no necesitarán en el futuro más que la dotación de alguna habilidad técnica y manual.

Más allá de estas consideraciones, desde mi propia experiencia educativa, sé que la mayor tragedia de la educación ecuatoriana es la generalización del facilismo; molestan a los padres ¡y a los chicos, en consecuencia, con pocas excepciones! los profesores ‘exigentes’. El profesor suele querer quedar bien ante las autoridades de la escuela, las familias y aun ante los propios niños, y confunden este ‘logro’, con eficiencia. La comodidad guía sus criterios y su tarea. Una concesión de los colegios caros radica en que ‘los deberes y estudios cotidianos se hacen dentro de la misma institución’, de modo que cuando los alumnos llegan a casa se encuentran con algunas horas libres, muchas más desde que se instituyó la ‘jornada única’, tardes o mañanas vacías y sin quehaceres ni obligaciones (dejo para otra oportunidad el papel de distractor de los teléfonos móviles y de la red), sin incentivo alguno de parte de sus padres, a menudo ausentes, ni de parte de profesores y colegios, para leer, escribir, aprender. Si la escuela o colegio son gratuitos, los deberes por cumplir no suelen ser revisados ni ‘corregidos’ por los maestros, y si los colegios son ‘de pago’, tales correcciones suelen estar llenas de un sentido hondamente negativo de falsas comprensión y clemencia.

La mediocridad general es abrumadora; apenas se fomenta el pensamiento personal, ni el valor de asumir la propia autonomía para el enriquecimiento intelectual. La lectura se reduce, la mayor parte del tiempo, a las necedades, novedades y noticias de la red. ¿Y los buenos libros? ¿Y su lectura ineludible? ¿Hemos comparado acaso los programas de lectura obligatoria que semanalmente han de cumplir alumnos de colegios extranjeros (a pesar de que tienen también que adaptarse a las exigencias ministeriales de nuestro medio), con los planes lectores de escuelitas y colegios de provincia o ciudades y ámbitos pequeños?

Sin lectura no hay educación posible: potencialmente, todos somos lectores ávidos; todo ser humano anhela conocer más y mejor lo que lo rodea, tanto como lo que intuye, oye, siente o sabe que atrae a otros, y que él quisiera seguir: pero si obras fundamentales de la literatura, de la historia, tanto como de la filosofía y de otras ciencias son casi automáticamente excluidas de los estudios de bachillerato, ¿con qué empeño e ilusión intelectual llegan estos muchachos a la educación ‘superior’ que, a su vez, sufre, acepta y, a menudo, sostiene la mediocridad ambiente?

Siento y sufro intensamente el precio incalculable que nuestra sociedad, sobre todo la más pobre, paga como consecuencia de la mediocridad en la cual, desde hace tantos años, se halla sumida la educación ecuatoriana. No hay colegio que sea excepción aceptable, salvo, quizá, los regidos por países como Francia, Alemania, y los Estados Unidos. Más allá y desde hace años, campea una absoluta indiferencia respecto de cómo, para qué y por qué se educa; ¡y la de a quién! ¿Cómo, la preparaciónde estos muchachos(ínfima ante su posibilidad real de aprender), puede dar cuenta de la eficacia educativa de la enseñanza universitaria, que debe acoplarse a las negativas exigencias de la mediocridad general?

IV

Finalmente, van tres ejemplos: el primero, vigoroso y profundo, sobre la eficacia de la exigencia en el mundo presente y siempre: George Steiner (judío de origen vienés, 1929-2020) fue un profesor, filósofo, crítico y teórico de la literatura y de la cultura francesa, inglesa y estadounidense; especialista en literatura comparada y teoría de la traducción, uno de los grandes cultivadores del saber durante la segunda mitad del siglo XX y la primera década del XXI. Filósofo de la educación, crítico literario en grandes diarios universales, narraba sobre su infancia en la entrevista que el periodista Antoine Spire le hizo en el programa France Culture, de Radio France, en 1997[5]:

P. Dice usted que nació minusválido de la mano y el brazo derechos y que cierta dosis de voluntarismo de sus padres […] lo forzó a escribir con la mano derecha minusválida. Le ataban la mano izquierda a la espalda para obligarlo a escribir con la derecha. ¡Sería incomprensible hoy día!

R. Pues verá, ¡lo siento por hoy! Una vez aprendido el hecho de que una pequeña desventaja es, al contrario, un gran privilegio, es decir, una escuela de esperanza, una escuela de la voluntad donde se califica cada progreso, el hecho de que para atarse los lazos de los zapatos uno necesite un año de ejercicio… es de eso precisamente de lo que estamos hablando; en lugar de decirle al niño ¡Pobrecito, te facilitaremos las cosas! se le dice ¡qué suerte tienes, te las haremos más difíciles! Comprendí muy pronto una de las máximas preferidas de mi padre que dice que la cosa excelente ha de ser muy difícil No hubo nada de sádico ni siniestro [en esta actitud paterna]. ¡Cuando llega el éxito, lo recibimos con una risotada de inmensa alegría!

Induzcamos, a partir de los dos ejemplos siguientes, el problema que agobia a la educación ecuatoriana, su penoso sentido y las graves consecuencias que de ello derivan.

Jorge era entonces un niño de doce años; hijo de una empleada doméstica querida, respetada, vivía con ella en la casa en la que la madre trabajaba. Creció tranquilo y aparentemente feliz. Tras búsquedas y palanqueos, ingresó al Colegio Central Técnico. Todo parecía andar bien en el colegio del que se decía que los profesores formaban con entusiasmo a los muchachitos en las profesiones técnicas que impartían.

Inesperadamente, un día Jorge se rebeló; sin explicar nada a nadie, se escondió de su madre y no volvió al colegio uno, dos días. Ella, buscándolo desesperada, habló con los profesores del niño, pero ninguno sabía qué pudo haber pasado. La madre de uno de los compañeritos de Jorge, al ver la angustia de Juana, le contó lo que oyó a Pedrito, su hijo: Un día, al comenzar la clase, como quien quiere tener interesados y relajados a los chicos, una vez todos sentados, la profesora (¡era mujer!) sonreída y acogedora, preguntó a la clase en voz alta y amable: —A ver, niños, ¿quién es el chico que desde que entró al colegio no se ha cambiado de ropa, de zapatos?

Los chicos, con la crueldad instintiva ‘consagrada’ por profesores de esa índole, contestaron a coro: “El Jorgito Gómez, profesora, el Jorgito Gómez”… Y Jorgito salió al recreo, y no volvió nunca más…

La segunda ‘historia’ es esta: En un colegio caro, una madre (¡siempre las madres?) reclamó indignada al maestro la nota baja que, al cabo del primer trimestre, el niño trajo en su libreta. El profesor fue abordado por la rectora o el rector:

—Fulanito, ¿cómo es posible que NN tenga notas tan bajas? Y el profesor dio la única respuesta posible: —Pues, porque nunca hizo un deber, ni estudió la lección ni se interesó en trabajar, a pesar de que procuré ayudarle, hablé con las autoridades y con él, y le pregunté por qué era tan indiferente a sus estudios: nunca hizo el menor esfuerzo.

La respuesta del rectorado fue:

Pero tenemos que pensar que los chicos pagan, que este colegio cuesta…

¿Qué explicación cabía ante tamaña respuesta, ante esta filosofía del costo económico, no del costo humano, evidenciado en ella? El profesor renunció.

¿Dónde queda, entonces, la antigua relación entre saber y virtud que esgrimían los maestros? Ni saber, ni virtud, ni formación ni desarrollo moral o intelectual. Vacío, nada. ¿Quién se pregunta, como quería Juan Luis Vives… ¿cómo saber bien, cómo hablar bien, cómo obrar bien?[6]

¿Cuál es el papel del maestro, que se estima austero, honesto, de buenas costumbres, «porque además de enseñar bellas letras, ha de comunicar vida»[7]?

El buen ejemplo es central, ciertamente, pero proviene de todos, padres y educadores, y a todos llega. ¿Qué decir del terrible, hondo resentimiento que revela el ‘chiste’ de la maestra ante sus muchachitos, unos, atónitos, otros, alegres ante la humillación del ‘nuevo’, que lo marcó para siempre?

Realidades dolorosamente opuestas la de los ideales educativos básicos y la de su mediocre y anodina concreción cotidiana en nuestra patria. ¡Algo se ha de hacer al respecto! ¿Cabe hacerlo?, ¿qué?…

Que esta visión corta en extensión y quizás, en significado, pero que, a manera de dolorido desahogo buscó mirar el problema cara a cara, y mirarnos dentro de él, contribuya a que cada cual, hechor y responsable frente a los suyos y a las exigencias de la sociedad a la que debemos lo que somos y aquello a que aspiramos para nosotros y para los demás, nos permita, como las viejas lámparas de aceite, ver y disipar las sombras, antes de que el óleo se consuma.


[1] Ferrater Mora, José, Diccionario de la filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 1981.

[2] Ibid.

[3] Humanidad es la raíz del término humanitario, humanitaria, tan mal empleado por nuestros escribientes. Leemos frecuentemente oraciones como esta: La terrible tragedia humanitaria que se vive en Gaza desborda toda imaginación, pero humanitario significa ‘lo que mira o se refiere al bien del género humano’. ¿La tragedia de los gazatíes mira, acaso a su bien? ¡No!: es una tragedia humana, es decir, ‘propia del hombre’. Jamás una tragedia de este alcance, ni de ninguno, será humanitaria

[4] Ibid.

[5] George Steiner en diálogo con Antoine Spire, La barbarie de la ignorancia. Del Taller de Mario Muchnik, 1999, pp. 19-20.

[6] Juan Luis Vives (Valencia, 1492 – Brujas, 1540).

[7] J. L. Palmireno: El estudioso cortesano. Valencia, 1573. Citado en La educación en el Quijote, de María Lluïsa Quetgles Roca, Revista de educación, núm. extraordinario, ISSN 0034-8082, 2004, pp. 119-137.