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«Enseñar y aprender», por don Fabián Corral B.

¿Para qué aprender, para qué leer; por qué razonar y llegar a dudas o a conclusiones que son fruto del análisis, de la reflexión solitaria, del debate apasionado o sereno?...

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¿Para qué aprender, para qué leer; por qué razonar y llegar a dudas o a conclusiones que son fruto del análisis, de la reflexión solitaria, del debate apasionado o sereno? ¿Para qué ejercer la razón, si con la complicidad de una máquina, puedo ahora construir un razonamiento ajeno y difundirlo como mío? ¿Por qué leer si las respuestas están en “el sistema”, y si es posible pasar por sabio sin haber abierto jamás un libro?

Enseñar y aprender fue el desafío más importante de nuestras vidas, así logramos interpretar el mundo, ubicarnos entre la ciencia y la filosofía, entre la literatura y la geografía. Así despejamos las dudas y matamos la ignorancia. Y fue posible, de ese modo, descubrir las complejidades de la historia y asumir que la inteligencia no era siempre un don vinculado con la soberbia, que era más bien un desafío, una construcción que permitía a cada uno alcanzar esa virtud a la que se llegaba con la constancia, con el placer de abrir un libro y buscar en sus páginas la belleza, la verdad o las dudas. Y también la mentira.

Saber lo poco que llegamos a saber, fue la precaria conclusión. Pensar fue el fin de un largo trayecto que nos obligó, cada día, a ejercer la capacidad de dudar, a desechar prejuicios y dogmas, a sortear trampas, a comenzar la vida entre las letras y los números, a caminar siempre y llegar al fin de la jornada con la humildad a cuestas y la curiosidad intacta. Saber era constatar que había más, siempre había mucho más, que, detrás de cada esquina y de cada curva, estaban temas intactos, asuntos enormes, preguntas, silencios, palabras desconocidas.

Todo esto implicaba ser un poco ignorantes siempre, un poco incompletos y humildes. Era entrar a la biblioteca o a la librería y encontrarnos con sorpresas, con textos nuevos y autores que venían al encuentro. O con viejos libros que habíamos olvidado, o que nunca leímos. Era enfrentar una pantalla o un página en blanco sin idea de qué escribir, un poco asustados por el desafío. Era llegar a la clase y asumir que en las miradas de los alumnos estaba el reto de enseñar, explicar y responder. Era entablar esa camaradería que nacía de las preguntas y estaba en las respuestas. Para el profesor, la idea de cualquier clase era alimentar la curiosidad mutua que llenaba el aula. La idea de todos era aprender. Allí estaba la dialéctica de la que profesor y alumnos salíamos enriquecidos, llenos de certezas y preguntas, de temas que enfrentábamos con alegría y de asuntos que dejaban frustraciones. Era la construcción perfecta que se hacía cautelosamente, con sentido del arte y de la integridad, mano a mano, codo a codo. Era la conversación interminable y la duda perpetua.

Enseñar era la tarea de entregar a los alumnos las herramientas necesarias para entender, gestión siempre inconclusa y labor pendiente, porque el que enseñaba, y los que aprendían, se quedaban con la convicción de que las certezas no eran perfectas ni definitivas, de que no cabían los dogmas, de que la verdad era una pregunta, nunca una conclusión.

¿Es así ahora?

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