Discurso de recepción que pronunció don Diego Araujo Sánchez, miembro de número de la Academia, en la ceremonia de incorporación de don Ernesto Albán Gómez en calidad de miembro correspondiente, el jueves 22 de septiembre de 2022.
Es un honor y al mismo tiempo un motivo de personal complacencia dar la bienvenida como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua a Ernesto Albán Gómez. Autor de colecciones de cuentos y de obras de teatro, tratadista de Derecho Penal, columnista durante décadas de los diarios HOY y El Comercio, profesor de colegios y universidades, ex ministro de Educación, ex secretario Nacional de Información, ex magistrado de la Corte Suprema de Justicia, diputado en la Asamblea Constituyente que redactó la Constitución de 1998, entre otras relevantes funciones públicas, se ha desempeñado, además, como decano de la Facultad de Jurisprudencia de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador en momentos de renovación de los estudios jurídicos en la mencionada Facultad; presidió por ocho años el Consejo Superior de la Universidad Andina, de la cual fue uno de sus miembros fundadores; ha sido promotor de la edición de numerosísimas publicaciones, a través de su participación en la Corporación Editora Nacional, entidad que presidió por algunos años, y también como colaborador permanente de Ediciones Legales, de la Corporación MYL.
A sus aportes en los ámbitos de la docencia de Lengua y Literatura y del Derecho y en el servicio público, la edición de libros y la creación narrativa y teatral, y en la orientación de la opinión pública con sus columnas en los diarios, Ernesto Albán Gómez suma otras inquietudes artísticas e intelectuales: participó como actor durante varias temporadas en el Teatro Independiente bajo la dirección de Francisco Tobar García; es un apasionado por el cine y el ajedrez, y gran conocedor de la música, sobre todo de la ópera, y también de la cocina, en especial de la cocina nacional, de la cual suele experimentar por mano propia algunas recetas…
Mi personal complacencia proviene de varios nexos con Ernesto: su nombre siempre estuvo presente en mi familia por la entrañable amistad con mi hermano Francisco como compañero de escuela, colegio, universidad y realizaciones literarias. Los dos editaron, en un novedoso y elegante formato, una hermosa revista de poesía ecuatoriana, Niziah, en la cual publicaron poemas de Jorge Carreara Andrade, César Dávila Andrade, Jorge Enrique Adoum, Francisco Tobar García, Filoteo Samaniego, Ileana Espinel, Ana María Iza, entre muchos otros creadores, y primicias, como un poema inédito de Alfredo Gangotena y dos desconocidos poemas de Medardo Ángel Silva.
Además, Ernesto fue mi profesor de Redacción en el colegio San Gabriel. Conservo el mejor recuerdo de sus clases y el notable estímulo que recibíamos del maestro con sus minuciosas correcciones de nuestros primeros trabajos creativos pues se daba tiempo para anotar útiles comentarios al pie de estos. Al mismo tiempo, recuerdo las lecturas de obras de teatro y hasta los intentos de poner en escena la Farsa y justicia del corregidor de Alejandro Casona que, más allá de las aulas del colegio, nos convocaba a reunirnos a un grupo de amigos bajo su guía y, otra vez, su estímulo siempre generoso.
Valorar esta multifacética personalidad exigiría una extensa exposición No es mi intención hacerla en esta intervención para dar la bienvenida al nuevo académico. Solo destacaré grosso modo las reconocidas características del profesor universitario. Virtudes sobresalientes suyas han sido, según reconocen sus alumnos, la claridad y el rigor de las exposiciones, la preparación y amplísimo saber en los temas de sus clases, sea de Literatura Hispanoamericana, sea de Derecho Penal y, al mismo tiempo, las novedosas perspectivas en ellas, por ejemplo, la utilización de óperas, del cine o de grandes obras literarias en las aulas con sus estudiantes de Derecho. ¡Cuánto me hubiese gustado asistir a esas clases! Sin duda, me hubiese reconciliado entonces con las carrera de Leyes, de la cual me alejé para ejercer la docencia en Lengua y Literatura y para escribir.
Destacaré también las claridad, el rigor y el diáfano manejo de la lengua en sus artículos de prensa, el equilibrio para analizar los avatares de la política nacional y el conocimiento profundo del acontecer internacional y su palabra siempre positiva y orientadora.
Me permitiré a continuación examinar el aporte de Ernesto Albán Gómez como narrador y dramaturgo en tres libros publicados décadas atrás: Salamandras (1960), Teatro, (Jueves, El pasaporte, La verdadera historia de Notre-Dame, 1973) y Pandora (1977).
Salamandras comprende 15 cuentos. Es un libro escrito cuando el autor contaba apenas entre los 20 y 22 años. Sin embargo sorprende por la madurez de los relatos, su trama ingeniosa, muy bien lograda; la creación de personajes, el ritmo intenso, los finales sorpresivos y el hábil manejo del lenguaje.
Al comenzar los años sesenta, en la narrativa ecuatoriana todavía pesaba la tradición del realismo social de las décadas anteriores. Sin embargo los cuentos de Salamandras transitan por otros caminos: sin renunciar al reflejo de realidades externas, incursionan por los intrincados senderos de la introspección, se hunden en la conciencia de personajes asediados por la soledad, el desamor, las heridas interiores; descubren la mano de recónditas emociones que dirigen los comportamientos de hombres y mujeres, y que labran sus destinos y les condenan a la pérdida de sus ilusiones, al fracaso y la muerte o, en algunos casos, les mueven a la rebelión.
Los cuentos “Allá arriba en el páramo” y “Sí patrón aunque” se ubican en los terrenos del relato indigenista el primero y el segundo del cuento montuvio. Pero, al mismo tiempo, se alejan de estos porque la tensión principal se localiza en los pulsiones interiores de los personajes —el miedo y la malsana e irreprimible curiosidad de indagar en una tragedia ajena— y no en las realidades externas de miseria o explotación de la narrativa indigenista, ni en las cambiantes condiciones y la hostilidad del mundo material y social en el cual viven los cholos y montuvios de relatos como los de Los que se van, que marcaron un hito en la narrativa ecuatoriana de los años 30.
En “Allá arriba en el páramo” el indígena protagonista que baja al pueblo en día de feria y se topa con un pueblo vacío, solo descubre en un rincón de la plaza a un hombre tendido en el suelo a quien reconoce como un viejo mendigo, le toca la frente que, según constata, estaba fría y color de tierra, y que le causa miedo y susto por las señales repulsivas de la muerte. Regresa acezante a la choza en donde su mujer, más débil, fallecerá primero por la epidemia que había dejado al pueblo sin habitantes. El protagonista ve alrededor suyo la miseria en la cual vive, pero el centro del relato no es esa lacerante realidad, sino la experiencia interna del miedo, la falta de explicación ante lo desconocido, la soledad y el espanto de la mirada de sus cuatro hijos que quedarán en la orfandad total, imagen con la que se cierra el cuento.
En “Sí patrón aunque” un segmento de la trama es característico del relato costeño de cholos y montuvios por el tema de la venganza. Años atrás, el joven campesino se había escapado al monte; sin embargo, se nos narra que allí “le sorprendieron los cuatro hermanos de ella, le ataron al suelo en cruz, le arrancaron la ropa y le mutilaron… Le dejaron tendido con el dolor y la rabia de saberse atropellado en lo más propio, lo más íntimo…”[1]. Escapándose de la muerte, el montuvio mata, después de algún tiempo, de uno en uno a los agresores.
Sin embargo, el centro del relato no es este personaje, ni su historia de violencias; el protagonismo se desplaza hacia el patrón blanco que, sin explicación alguna, había dejado la ciudad para aislarse en su hacienda en el monte. En el centro del relato se hallan su curiosidad y testarudez, las pretensiones de valentía que le llevan a querer penetrar en los pormenores de la historia secreta del montuvio y violentar su intimidad, pese a las advertencias que recibe de que hablar de ella le llevaría a reavivar profundas heridas y morir en sus manos.
En Salamandras se encuentran omnipresentes la soledad, la condición inerme de los personajes o la destrucción del amor, la hostilidad y el poder desintegrador en las relaciones entre ellos. He aquí, de forma sumaria, cómo se concretan esos motivos en algunos de los relatos.
El burócrata cuya vida rutinaria y sin ilusiones es vista desde los ojos de un joven que lo sigue y aunque nada sabe de su vida pasada, imagina su actual existencia irrelevante desprovista de ilusiones, el aislamiento y la carencia de amistades, sufre por la falta de alegría, el tedio y soledad que conjetura en el personaje e inclusive por su nombre, Segismundo, que, como observa, sería excelente para reyes y santos medievales, pero no para el empleado de una sórdida oficina pública.
En “Ella”, un hombre enamora a una muchacha fea para revelarle, cuando la joven está más ilusionada, que el pretendido amor es un engaño, una burla. Si le causa ese daño arbitrario y procede con refinada maldad es porque él mismo ha sentido la hostilidad y el rechazo de los otros por su apariencia física. Los dos personajes están condenados a sus propias soledades. En otro cuento, la felicidad del matrimonio empieza a derrumbarse porque la mujer compra unos zapatos blancos por los que el hombre siente inexplicable aversión y un irracional desasosiego. La relación de la pareja se destruye por la locura, la desconfianza, los celos, el desencanto… En “Su temor y el mío”, la indecisión y el miedo, obstaculizan la posibilidad de la vida feliz de otra pareja. La mujer había rechazado la declaración de amor del hombre tanto cuando ella tenía 20 años y él, 24, y la rechaza también ahora, 25 años más tarde, por el los mismos sentimientos de temor y miedo, que actúan como fuerzas arbitrarias, obscuras, irracionales que destruyen las posibilidades de un destino compartido.
En “La rebelión”, el burócrata, habituado a obedecer y pasar desapercibido, toma conciencia de forma imprevista tanto de la soledad, del esfuerzo que despliega cada día en una causa en la que no es indispensable como de la necesidad de serlo. Esa conciencia le lleva a la rebelión de dejar el trabajo de forma definitiva. A pesar de las carencias y de no saber qué haría después con su vida, el relato termina con un hálito de esperanza. “Abrigaba en sus manos los amaneceres —nos dice el narrador— , la llovizna, los secretos de un árbol. La fe. Se sentía libre”[2].
En el cuento “La última vez”, otro oficinista, humillado y ofendido en el cumplimiento de funciones insignificantes, anuncia que su forma de liberación será ahorcarse pues sus ojos han descubierto por casualidad el rincón donde una defectuosa unión del techo deja al descubierto una madera salida en la que cumplirá su propósito cuando las dependencias se queden vacías. Todo en ese viernes sería realizado por última vez porque ha decidido acabar con su vida. El personaje es un extranjero que, a causa de la guerra, emigró de Europa Oriental hacia estas tierras y soportó por doce años la soledad y el aislamiento por partida múltiple: dificultades de comunicación por el idioma, carencia de relaciones y amigos, nostalgia por el mundo que se vio obligado a dejar, prepotencia e indiferencia de los poderosos y hasta burla de los niños. Sin embargo, el relato termina con otra frustración cuando se da cuenta de su derrota al no poder consumar su resolución suicida.
En uno de los mejores cuentos de Salamandras, “Las manos suavemente extendidas”, parece que el adolescente protagonista escapa al final de la sensación del dominio del padre. “Hay alguien detrás de mí —empieza confesándonos—. Lo siento. De repente, sorpresivamente, regreso a ver, pero nadie se esconde, nadie se escabulle o corre en la lejanía. Detrás mío, a borbotones, la soledad y alguien”[3]. Ese alguien es el padre que, con su indiferencia, su dureza y la carencia de ternura, dejó ir a la madre y, con la misma indiferencia, recibió la noticia de la muerte de ella. El comienzo de la crisis final se produce cuando el chico está por cumplir los dieciséis años: mientras iba en un bus, se fija en las manos de una mujer y mira su rostro quizás hermoso detrás de una capa de pintura que la desfiguraba. Ella hablaba con el padre. Una frenada súbita del vehículo provoca que la pierna de la mujer se junte fuertemente con la del adolescente. La reacción de ese momento, él la narra así: “Un escalofrío incómodo me recorrió el cuerpo, como si de pronto se me descubriera un poder desconocido y absorbente. Como si una descarga eléctrica me tuviera paralizado. Busqué a lo menos sus ojos. Fue imposible”[4]. Después, el muchacho la encuentra otra vez, se reúne con ella y presiente que el padre llega a saberlo. Los dos viven desde entonces atemorizados. Y él, obsesionado con la persecución y vigilancia paterna.
Estas narraciones revelan ya las cualidades características de la mejor tradición del cuento —intensidad, rapidez, síntesis. Un cierto espíritu chejoviano las anima en su capacidad de sugerir estados emocionales y de relatar no solo con las voces narrativas, sino con las elipsis, sobreentendidos y silencios.
En doce de los 15 cuentos, el escritor elige la tercera persona como punto de vista narrativo. Solo tres se desarrollan desde un yo protagonista, en primera persona. El narrador intermediario se mantiene en general neutral y se aproxima más a la interioridad de los personajes cuando la tercera persona se confunde con la voz de los personajes. Esa ambigüedad y la suma de acumuladas pinceladas impresionistas del narrador crean, a pesar de la relativa brevedad de los relatos, un mundo denso, complejo y muy sugestivo.
Diecisiete años después, Ernesto Albán Gómez publica su segundo libro de cuentos: Pandora, obra enormemente representativa de los cambios que se venían operando en la narrativa ecuatoriana. No es mi intención realizar un análisis minucioso de temas, personajes y procedimientos narrativos de este libro. Pretendo solo poner de relieve de qué forma, con grandes calidades como muestras del género, estos cuentos sintonizan con las innovaciones que se habían producido en el relato latinoamericano.
Bien sabemos la historia de la caja de Pandora como explicación en el mito griego de la presencia del mal en el mundo: al violar la prohibición de abrir aquella caja, se escapan de ella todas las desgracias que podían afectar a los seres humanos: guerras, enfermedades, plagas, sufrimientos, envidia… Al cerrar Pandora la caja, no alcanza a escapar la esperanza que, a pesar del azote de todos los males, se conserva aún para el mundo.
Una reiterada preocupación del autor de Salamandras, que perdura en los relatos de Pandora, es la de la omnipresencia del mal multiforme sobre la faz de la Tierra. El relato que da título a la colección propone una inquietante conjetura sobre el origen del mal: este no estuvo siempre presente en la humanidad, que vivió una edad dorada sin su presencia. Pero un día, sin saber el porqué, a uno de esos hombre de la mítica edad feliz le dolió el pensamiento y observó que esa felicidad es, para decirlo con las palabras del narrador, “ingenua e ilusa y se apoya apenas en la inalterable repetición de actos instintivos, de formalidades milenarias que, sin remedio en el curso de los siglos han producido siempre los mismos inocentes resultados”[5]; concluyó entonces que nada cambiaría si alguien no provocaba una alteración de aquella rutinaria situación. Por falta de aspiraciones en ese mundo, nadie podía comprender el dolor de pensar, de indagar en la naturaleza y en el sentido de las cosas, ni sentía la necesidad de crear arte o de “ perpetuar sus palabras en la piedra”[6]. Por ello el protagonista asume la tarea de cambiar el curso repetitivo de esa edad de oro: se arma con una vieja osamenta, sale en busca del ser más bello y deja caer el instrumento homicida sobre la cabeza de la inocente víctima. Reconocemos entonces en él la estirpe de Caín.
Este segundo libro se caracteriza por la gran variedad temática y de recursos y procedimientos narrativos. “Una historia inútil” es una curiosa ucronía en la que el autor desarrolla una conjetura insólita: la conquista y colonización del imperio de los incas por obra del imperio británico. Tanto en este relato, como el que le sigue, “La sombra de César”, el narrador confiesa que cuenta con una información deficiente, un característico recurso borgesiano. Y este cuento último utiliza otros recursos de la misma estipe: la referencia, como fuente real, al libro póstumo de un historiador estadounidense, pese a que ese autor y su obra son inexistentes. Además, deja el final abierto al conjeturar varias posibilidades para la terminación de la historia.
“La angustia se cubre con un pálido manto” desarrolla, con el pulso maestro de una gran sutileza, un tema que no se había tratado antes, me parece, en la narrativa ecuatoriana: la confesión de la experiencia de surgimiento de un amor lesbiano.
En un relato de anticipación, “En la pantalla”, se desenvuelve la visión apocalíptica del fin del mundo por una conflagración nuclear. Las noticias de la destrucción de ciudades alrededor de la Tierra se difunden de inmediato, y las gentes comprenden que no tienen la posibilidad de escapar. El final tiene un sentido trágico mayor. Cuando el globo terráqueo parece a punto de estallar, la mente que imagina este apocalipsis confiesa, con pesadumbre, que aquello que ve es más de lo que puede tolerar; entonces se disuelven las imágenes de destrucción “en la mente, en la bola de cristal, en la pantalla”[7], y el narrador cierra su relato con estas palabras: “Él (ese Él lo escribe con mayúscula) tomó una decisión irrevocable: no hablaría esa noche con Noé ni le daría orden alguna. Empezó a llover”[8].
También en la colección el autor incluye un cuento de ciencia ficción en “El entremés del que inocentemente se condena”; el escenario no solo es la Tierra, sino una desconocida galaxia. Aparecen máquinas del tiempo, laboratorios en donde se realizan peligrosos y polémicos experimentos y una sociedad controlada por una organización política rígida y totalitaria. No obstante, una copa de coñac desencadena la confidencia de un personaje a otro acerca de sus relaciones con una mujer cuyo marido pertenecía a la policía secreta. Cuando este realizaba viajes en el tiempo, permanecía la máquina en casa y entonces bastaba desconectar el tablero de control para estar seguros la mujer y el amante pues el policía no podía regresar mientras no se restableciera la corriente. Aunque el que inocentemente se condena cree que ha podido burlar todo control, el parco confidente, que es el marido ofendido, termina por comunicarle que la mujer ha muerto, y el personaje comprende que pronto se completará la venganza también con su muerte.
En “Tiene usted miedo del diablo”, el cuadro del infierno en la iglesia de La Compañía de Jesús en Quito permite al autor imaginar una fantasía muy bien lograda. Mientras el narrador de papel, que esta vez asume nombre y apellido del mismo autor de carne y hueso, observa la pintura, le aborda un hombrecillo al que cuenta que se halla por finalizar una investigación histórica acerca de un tal Fergusson procesado por la Inquisición a inicios del siglo XVII. Al parecer, mientras era procesado, el hermano jesuita que pintó el cuadro decidió tomarlo como modelo “para uno de los siniestros personajes que pueblan el cuadro”[9]. Ha sido muy difícil para el investigador establecer cuál de los demonios reproduce la figura de Fergusson. Sin embargo, esa tarde sus observaciones habían dado fruto porque cree reconocerlo, según le dice, “en aquella figura que está en la parte baja, un tanto a la derecha del observador, cubierto casi con llamas, rodeado de una gigantesca serpiente, y que sostiene a un condenado con los pies en alto”[10]. El curioso interlocutor se despide identificándose como Mario Fergusson. Cree el narrador Ernesto Albán que ha sido víctima de una tomadura de pelo y dedica sus esfuerzos a indagar sobre ese desconocido personaje. Varios amigos dan fe de que lo conocen vagamente y este se aparece al investigador de manera fugaz. Después, en una última reunión, Fergusson le da a entender que es el mismo personaje procesado por el tribunal de la inquisición; y expone las cambiantes formas de presencia del mal en el mundo en las distintas épocas, sobre todo en la nuestra. Después no desaparece de Quito, sino ya no se lo ve en esa figura por las calles de la ciudad.
Mantiene este gran relato la ambigüedad de la fantástico, en un vaivén entre lo extraño, explicable por causas naturales, y lo maravilloso, por causas más allá de lo natural. En el mismo terreno de la fantasía se ubican relatos cortazarianos como “El automovilista” cuyo protagonista entra a una autopista en la que se le van cerrando todas las salidas, y “El llanto y el espejo”, en el cual el investigador, que encerraba en una habitación a su pequeña hija para que no lo importunara en su trabajo, deja de escuchar su llanto habitual y comprueba que la niña ha desaparecido, pero él solo seguirá escuchando después el llanto todos los días acompañándole en su tarea inútil.
Otro elemento que integra el mundo de Pandora es el humor. En “¿Tiene usted miedo del diablo? “ se insinúa ya un tenue humor irónico; y aparece, con un ingrediente de cruenta burla, en el final del cuento “La muerte del último Fakir”. Además se muestra como un humor desenfadado en los tres cuentos que cierran la colección, en los que el escritor asume una actitud experimental con el lenguaje, en textos cercanos a una literatura del absurdo en donde campean imágenes insólitas, como en “La filmación”, en la cual “el director, inteligente anofélido, que usaba pantuflas amarillas para patear con automática precisión los biscochos del desayuno, sufre un infarto”[11] o el autor del argumento a quien “derretía el sol como a un paquete mal embalado de mantequilla”[12] desaparece por completo en presencia de todo el personal. Así el relato refiere los avatares insólitos que afectan al productor, al galán, a la estrella de la película, al actor mal encarado, a la vampiresa…, en fin todo el grupo que se aprestaba a filmar en el África la cinta “La muerte del elefante”.
Estos incompletos y esquemáticos apuntes sobre Salamandras y Pandora dan una imagen limitada de la intensidad narrativa, la riqueza de los temas, la fértil imaginación del autor, lo logrado de los personajes, la maestría en el uso del lenguaje en los dos libros. Sin embargo, sus ediciones están agotadas desde décadas atrás. En realidad, hay que comprometer a Ernesto Albán Gómez para la reedición de sus cuentos. Y la publicación de una novela que, según rumores, tiene lista desde hace tiempo pero la ha mantenido sin darla a la luz.
También el libro bajo el título de Teatro que publica en 1973 entre los dos libros de cuentos y que recoge tres textos dramáticos está a la espera de una segunda edición. Dos de estos, “JI” y “El pasaporte” mostraron también sus calidades en el escenario. La primera, con el mismo autor en papel protagónico en las tablas. Yo vi esa puesta en escena por el Teatro Independiente en la Casa de la Cultura Ecuatoriana: era el año 1963, un año antes de concluir mi etapa de colegio.
“JI” recrea la traición de Judas, en nuestro tiempo. Tras un breve prólogo, que estuvo a cargo de Juan Andrade Heyman, se desarrolla un implacable diálogo entre JI y Adah, papel que en el cual actuó Serena van der Werff. Entre los acercamientos y rupturas de la pareja se revelan las motivaciones del protagonista para su conducta y su tragedia íntima. Contra la oposición y el amor de ella, JI, Judas Iscariote, decide consumar su traición.
El Pasaporte fue puesta en escena por el Teatro Ensayo bajo la dirección de Fabio Pacchioni. Un ambiente kafkiano rodea a la obra en la que flota el espíritu del teatro del absurdo: el Solicitante debe sujetarse al escrutinio de un tribunal de inquisidores para conseguir un pasaporte, que finalmente se lo niegan. La maquinaria totalitaria del Estado que deshumaniza a las personas se configura en este original texto dramático.
La verdadera historia de Notre Dame es un ingenioso homenaje a Víctor Hugo. Literatura de la literatura, los personajes de la novela vuelven a la vida a dar sus propias versiones de su historia y desmitificar la dimensión romántica en la que nacieron.
También en el ámbito dramático mantiene Ernesto Albán Gómez una obra inédita, “Se prohíbe leer a Maquiavelo”. Su vocación para el teatro tiene hondas raíces en la herencia familiar con los dos grandes actores en el teatro ecuatoriano, su padre Ernesto Albán Mosquera y su madre Chavica Gómez, de inolvidable memoria con su compañía dramática y que dieron vida por varias décadas al teatro nacional con las Estampas Quiteñas y Don Evaristo, el personaje más querido y popular del país.
Una personalidad como la de Ernesto Albán Gómez con tantas cualidades intelectuales y humanas y que tanto ha hecho en los campos de la creación literaria, de la enseñanza y el cultivo de la lengua honra con su presencia la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Bienvenido, admirado Ernesto, a esta tu casa.
[1] Ernesto Albán Gómez, Salamandras, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960, p. 102
[2] Salamandras, p. 98.
[3] Salamandras, p. 81.
[4] Salamandras, p. 84.
[5] Ernesto Albán Gómez, Pandora, Quito, Centro de Publicaciones, Pontificia Universidad Católica del Ecuador, p. 10.
[6] Pandora, p. 11.
[7] Pandora, p. 117.
[8] Ibid.
[9] Pandora, p. 147.
[10] Ibid.
[11] Pandora, p. 213.
[12] Ibid.