Discurso de incorporación como Individuo de Número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua
Carlos Freile
Memoria de Gustavo Alfredo Jácome
Por una feliz coincidencia tengo el honor de ocupar el sillón que dejara vacante el sabio escritor Gustavo Alfredo Jácome; y digo feliz por cuanto él nació en Otavalo en 1912 y en gran medida su obra gira sobre su patria chica y mi familia tiene un vínculo lejano pero perdurable en el tiempo con dicha ciudad, pues el primero de los antepasados con nuestro apellido fundó en 1593 un mayorazgo uno de cuyos principales bienes inmuebles, el Ingenio de Santiago de Buenavista, se halla en ese idílico paisaje.
También me une, y lo digo con modesta satisfacción, el deseo infantil de llegar a ser maestro, de dedicar la vida a la docencia. Así lo hizo Jácome, con una vocación que no solo se expresó en el aula, sino en las letras, en su permanente defensa de los niños, sobre todo de los menesterosos, de los despreciados, de los olvidados. Largo sería elencar todas sus obras y
[1] Nota para la presente edición: mayores datos sobre las circunstancias que rodearon a la escritura de esta obra de Espejo y los personajes involucrados puede encontrarse en las siguientes obras de mi autoría: La “Defensa de los Curas de Riobamba” de Eugenio Espejo (Investigación, Introducción y Notas. Con la colaboración de Carlos Paladines), Publicaciones del Archivo Municipal de Historia, Vol. XL, Quito, 1997 (XVI + 277 pp.). Cartas y lecturas de Eugenio Espejo, Quito, Biblioteca del Bicentenario 10, Banco Central del Ecuador, 2008 (540 pp.). Véase también mi artículo: “Los personajes de la Defensa de los Curas de Riobamba y de las Cartas Riobambenses de Eugenio Espejo” en Boletín de la Academia Nacional de Historia, V.LXXVIII, Nos. 165-166, Quito, 2002, pp. 222-257.
encomiarlas como merecerían, baste recordar las poéticas, algunas dedicadas a los niños, Ronda de la primavera y otras rondas infantiles, Romancero otavaleño, Luz y cristal; luego sus escritos en prosa, rebeldes clarinadas de denuncia, como Barro dolorido, Porqué se fueron las garzas , Los Pucho Remaches; también enriqueció a la crítica literaria con La imagen en la poesía de César Dávila Andrade, su discurso de incorporación a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Manierismos gongorinos en el poetizar de Gonzalo Escudero; dedicó parte de su labor de escritor, vocación cultivada desde la escuela, al idioma, por ejemplo Estudios estilísticos, Puntuación artística y Gazapos académicos, que nos trae a la memoria el viejo Ripios Académicos de Antonio de Valbuena, obras de enorme impacto en nuestro medio. Sus enseñanzas totales y sus escritos completos reflejan su inclaudicable vocación a servir, a entregar, a mirar en el otro el objeto de sus desvelos, porque sabía que al dar no se merma la propia riqueza, sino que se la aumenta. Como homenaje al maestro, grande en su sencillez, me permito leer una tierna cancioncilla infantil, de su libro Luz y cristal, ejemplo de su viril y auténtica reciedumbre, natural y espontánea, tan ajena a las poses de falsas fortalezas y vacuas importancias :
“Sube y baja
Ríe pequeñuelo,
Juega, querubín,
En el sube y baja,
Azul balancín.
Hacia arriba, niño,
Hacia abajo, amor,
Que el viento te mece
Cual si fueras flor.
Sube un lucerito,
Luego baja el sol,
Así sube y baja
Mi niño, mi amor”.
Versos una de cuyas virtudes estriba en llevarnos a una época de ingenuas alegrías, con reminiscencias de “Rin, Rin, renacuajo”, muy distantes de las violencias de vengadores y similares que enternecen hoy a nuestros niños.
Las Cartas Riobambenses: circunstancias
Allá por 1786 Eugenio Espejo decidió viajar a Lima para escapar de la creciente persecución que sufría por parte de sus enemigos, colusionados con las autoridades audienciales, pero al llegar a Riobamba se quedó allí por un par de años, no sin movilizarse hacia los pueblos cercanos. El motivo inicial de su permanencia en la Villa fue la petición presentada por los párrocos para que los defendiera de los ataques lanzados contra ellos por el cobrador de tributos de la provincia, Ignacio Barreto. Los curas habían tomado esta decisión en base a dos criterios: el primero, la bien ganada fama de Espejo como experto no solo en medicina sino también en derecho; el segundo, su reconocida amistad. Por su parte, Espejo aceptó para aprovechar la oportunidad y lanzar sus temibles dardos contra Barreto y sus comensales, viejos enemigos suyos, porque no lo hizo por una paga, pues tan solo recibió unos vasos de vino en amena conversación con los eclesiásticos. También quiso dar a conocer un retrato completo de los males de este Reino de Quito en las diferentes áreas de su economía y de las relaciones entre los diferentes estamentos.
Mas no se contentó con escribir la llamada Defensa de los Curas de Riobamba, una de las mayores obras de la inteligencia quiteña en la época hispánica, sino que fue más allá, con el ánimo de golpear, zaherir, reír y hacer reír a costa de varios personajillos crecidos en su soberbia y vanidad. Considero que la intención del Precursor fue lanzar el guante a que lo recoja uno de sus enemigos: Barreto o Vallejo, pero ninguno lo hizo. Tuvo que bajar al ruedo la dama ofendida, doña María Chiriboga y Villavicencio. ¿Cuál fue la ofensa? Lo vamos a ver, pero conviene recordar que esta linajuda señora había abandonado a su marido, don Ciro de Vida y Torres, para convertirse en pareja amatoria del mencionado Barreto, quien, a su vez, había dejado a su esposa quiteña sola y hundida en la miseria.
El trasfondo de las Cartas Riobambenses es, pues, esa amistad ilícita entre doña María y Barreto, que tenía en ascuas a la sociedad riobambeña, tanto más que el esposo ofendido había planteado un juicio de divorcio, vale decir de separación de cuerpos, por la notoria inmoralidad de su linajuda esposa. Ella, en consecuencia, se había convertido en enemiga circunstancial, no directa ni responsable, entrada por el portillo.
Su estilo literario
Espejo fingió que la autora de las cartas era doña María, excepto de la primera, que pone en pluma de los curas (a los investigadoresles ha parecido que falta por lo menos una carta en el corpus conservado hasta hoy). Aunque no cuente una historia de manera lineal, el lector sí la encuentra con facilidad, por eso Alejandro Carrión tildó este escrito como novela, calificación en la que no anduvo mal encaminado, pero novela con base real, como corren tantas por este mundo de Dios. Es verdad que Espejo no era escritor sobresaliente, me refiero a su obra total, manejaba el idioma con poca solvencia, su estilo adolece de fallas estilísticas, barbarismos, anacolutos…, por ello González Suárez le negó categoría literaria y hasta hondura conceptual, sin embargo considero que bien vale la pena dedicarle unos minutos a su estilo satírico y burlesco. Tal vez Espejo llega al nivel ínfimo como escritor cuando perpetra versos verdaderamente infames, sin corrección formal y, lo que es mucho peor en un escrito de esta clase, sin gracia ni donaire, sus versos no son pedestres caen en la categoría de cuadrúpedos o equinos. Como decíamos cuando escolares, aquí sí Espejo “se peló”.
Las burlas
El padre Mario Cicala en su Descripción de la Provincia de Quito nos traslada la amarga queja del presidente Montúfar sobre la afición de los quiteños a la sátira y a la burla por medio de pasquines: “Amigo, temo y tiemblo las pasquinadas tan terribles de los mestizos, sepa que los mestizos quiteños son endiablados para las pasquinadas mordaces y picantes; es necesario admitir que estos tienen relaciones con el diablo, ya que con dos palabras definen a cualquiera con la más exacta propiedad”. Hernán Rodríguez Castelo lamenta que no se haya conservado casi nada de esa producción, y cita la excepción: “Gracias a su hábil anonimato y al escurridizo genio de su autor nos quedaron las Cartas Riobambenses, que, así y todo, por poco le merecen al audaz corresponsal larga cárcel”, en otro sitio añade que estas son “ejemplo de divertida -para el lector- y cruel -para las víctimas- sátira echada a rodar sin firma ni indicios que pudiesen llevar al autor ante los tribunales”. Y en distinto lugar señala: “Pieza única de la literatura quiteña del siglo XVIII. Representación de alta calidad de toda una corriente de esa literatura popular satírica a que tan dados eran los quiteños -y, en especial, los quiteños de Quito ciudad”. Sabemos que doña María Chiriboga sí entabló juicio a Espejo (lo publicó Carlos Paladines hace pocos años). El mismo Espejo inició su carrera literaria con mordaces críticas a las personas autoproclamadas cultas y a su capacidad y formación en El Nuevo Luciano. En esta obra también hace un par de alusiones directas a pasquines que circulaban en Quito, a lo mejor escritos por él mismo.
Tomadas en conjunto las Cartas constituyen un tremendo acopio de expresiones denigratorias del honor ajeno y contrarias a las buenas costumbres; pero no solo eso: de manera muy clara Espejo pone en boca de doña María fórmulas que van en contra de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia Católica en materia de moral, lo cual es mucho más grave que simplemente burlarse de ella y de sus compinches. Este asunto no ha sido ponderado en su verdadera magnitud por quienes se han dedicado, muy de pasada, a comentar esta obra por considerarla menor y sin importancia. En su tiempo, sin embargo, provocó una amplia reacción en Riobamba y Quito, muchos rieron y no pocos se indignaron, pero nadie quedó indiferente.
Un ejemplo, Espejo dice por pluma de doña María: “Créeme que en Riobamba todavía están las costumbres a la romana. Seriedad, honor, palabras graves, modales góticos son su encanto y su pasión. Un poco de buen humor, de trato de gentes y de sociedad; un tantico de franqueza popular, de gusto al placer, y de afición a los guapos y literatos, un momento de pasear, de beber, de comer, de reír y de dormir alegremente, lo tienen en Riobamba por pecado, por deshonor, y por causa escandalosa. Falta, falta, mi Marcos, el uso de las amables modas en mi país. A pesar suyo, yo, yo las he de introducir, sostener y autorizar “. Nótese el “un momento de dormir alegremente, lo tienen en Riobamba por pecado”.
Espejo da un paso más, con peligro de verse atacado como enemigo de la doctrina de la Iglesia, pues en pluma de doña María pone en solfa en más de una ocasión la antigua enseñanza moral sobre “las pasiones desordenadas”, con la apariencia de defender las “ordenadas” de su corresponsal; por ejemplo, dice que los riobambeños “al contrario de ti, las tienen pésimas, mal conducidas, y en una palabra las más desordenadas. La que más domina a algunos de ellos es la suma alegría, de manera que algún día, pienso, han de quedar muertos repentinamente de risa”. Y en otro lugar: “Nadie mejor que tú sabes que el miedo, el temor, la cobardía y el apocamiento son unas verdaderas pasiones. Si ellas son producidas sin motivo, serán villanas; mas muy bien ordenadas si nacen en el corazón con justicia”. Basta recordar que los moralistas casi en su totalidad cuando usaban este término se referían a la concupiscencia en el sentido carnal para entender el rechazo que estas palabras debieron producir en sus lectores pues minimiza y ridiculiza el concepto moral y su gravedad.
Póngase atención a la atrevida distorsión del concepto de “amor al prójimo”, eje de la existencia del católico, y de virtud: “Oh gente ésta tan de mal juicio y tan malvada! El amor al prójimo me lo quieren hacer pecado. Dónde vivimos, muy dilecto? Unos paseos de caridad, una comunicación de llaneza, un trato de amable sociedad, un gusto depurado de la amena conversación, y el uso honesto, pero dulce de una mesa, y un mismo lecho: cata allí lo que me imputan a mal. Estos herejes, bien se ve que no saben lo que es virtud; y por eso son tan ríjidos, y la pintan áspera, desapacible y cruel.”
Hernán Rodríguez Castelo constituye la insigne excepción al descuido con que la critica ha visto a las Cartas: en su monumental Literatura en la Audiencia de Quito Siglo XVIII dedica varias páginas al somero análisis de esta diatriba espejiana y apunta certeras opiniones, antes nunca escritas como este comentario a un párrafo específico: “Esto es del más subido erotismo -que el juego metafórico, más que asordinar, torna aun más sensual- que se haya escrito nunca en la literatura ecuatoriana. ¡Piénseselo escrito en pleno siglo XVIII y de una dama que vivía!” Y no solo eso, puestas las palabras en boca de ella, ¿cuáles? Estas: “Sí, señorita, dijeras, quién no ciega al resplandor de estos ojos; quién no arde en las ascuas de tu boca; quién no se derrite, derrama y perece en la ceniza caliente de la nieve de tus carnes”. Pero el mismo maestro reconoce que “mucho del humor por alusión y, en el otro extremo, por eufemismo o elusión debe escapársenos -no así al lector al que Espejo destinaba su `papel´-…” Con toda modestia pretendo aclarar algunas de las ironías, burlas y sátiras de Espejo, por conocer un poco el entorno en que se movían los personajes y por haberme sido permitido en mi largo trajinar en los senderos recorridos por el sabio quiteño introducirme en esas vidas hoy olvidadas pero que provocaron la mejor obra satírica de la época hispánica.
Fino observador de las circunstancias de su tiempo y lugar y como una suerte de aperitivo, Espejo se hace eco de la vieja polémica entre curas y terratenientes (debida sobre todo a la defensa que aquellos hacían de los indios en contra de los abusos de estos) y pone en pluma de ella dura diatriba contra los primeros: “…he quedado muy satisfecha, y gustosa de que haya en Quito quien baje el copete a estos “omnipotentes”, a estos potentadillos , a estos avaros atesoradores del dinero de todo el mundo,…” Resumen de las acusaciones presentadas por Barreto en su Informe.
Las fingidas cartas de doña María se dirigen a Marcos de León y Velasco; este señor era hijo natural de padre desconocido en Ignacia Castro, quiteña, de mediano estamento. Cabe imaginarse las risas y sonrisas que habrán florecido en los labios de los lectores al leer once veces en la primera página el apelativo de “Vuesa Merced”, ya que las malas lenguas, de las que Espejo saca su material, afirmaban que el padre había sido un sacerdote mercedario, uno de dos hermanos con los apellidos llevados por Marcos. Por la misma razón, se percibe otro dardo contra este señor cuando en unos versos cojos exclama la supuesta autora:
“y si a la tuya me apego,
mi Marcos el “literato”,
muestro muy bien que no trato
con el hijo de algún lego. …
Todo el mundo te señala
con su dedo universal,
y dice: desde el corral
de la Merced sale un ente,
que piensa tan noblemente
y se llama Marcos tal”.
En otra cuarteta doña María habría escrito:
“Loco pensamiento mío,
abate, abate tu vuelo;
que el querer volar muy alto
es de locos pensamientos”.
La agudeza de estos dardos se le escapó al perspicaz erudito Rodríguez Castelo; se debe recordar que “abate” era una fórmula común para referirse a los sacerdotes, en preferencia seculares, tal el caso del posible padre de Marcos; el autor remueve el puñal en la herida porque añade: “Extendiera la curiosidad de mi sexo a penetrar la inteligencia de este verso, si no supiera claramente que, de miedo de tu brío, prorrumpió en una locura. En lo que juzgo que acertó algo, creo que es poner dos veces la palabra “abate”; porque es cierto que para mí lo eres tú; y yo, acá, a mis solas, te he de llamar mi abate Pedro, mi abate Marcos. Lástima fue que el echador de coplas no echase otro “abate”, para aplicártelo yo y decirte mi “abate Papeles”.
Nueva burla cuando encomia: “Pero un hombre como Vuesa Merced, de su alta calidad, de su nacimiento ilustre y distinguido, como ha de pensar sino con nobleza”, pues los riobambeños sabían de su baja calidad. Pero la humillación sigue, ya no contra él sino contra un primo, según Espejo, pues más bien era sobrino segundo, Antonio Yépez y Villota, de quien dice: “El sabe de filosofía, sin haber abierto un vade (resumen CF), de latinidad, sin pensar en las declinaciones de los nombres; de teología, de matemáticas, y de todas las ciencias sin el trabajo de estudiarlas…” (¿No parecen estas palabras escritas hoy día en referencia a ciertas graduaciones fantasmales?)
Del mismo Marcos se burla por su afición a la erudición, por lo cual uno de la pandilla le habría puesto de apodo Marcos Papeles: “vivir cazando noticias literarias, buscar manuscritos, desenterrar mamotretos, copiar antigüedades”; como sabemos, sátira contra la pretensión de ser un “erudito a la violeta”. Este tipo de mofas fue muy frecuente en la época de la Ilustración a ambos lados del Atlántico. Todos conocemos, precisamente, entre otros a Juan José Cadalso y Los eruditos a la violeta.
Sin embargo lo más duro y cáustico viene ahora:
Espejo escribe un párrafo en apariencia inocente sobre el “brío literario” y repite las alabanzas a Marcos como “literato”. La picardía del texto se descubre al final cuando afirma: “Inclinada yo también, como hija de Don Josef Chiriboga, a la literatura, me muero por los literatos; así Vuesa Merced me merece, y debe mil muertes chiquitas”. En primer lugar, don José Chiriboga, a pesar de pertenecer a una familia distinguida en el Reino de Quito por su afición a las letras, basta recordar al canónigo riobambeño Ignacio Chiriboga y Daza con su biblioteca de cinco mil volúmenes, nunca escribió nada que no fuera cuentas de sus haciendas, ¿por qué la referencia escondida? Porque vivía separado de su esposa y hacía vida marital con Vicenta Guaranga, con la cual casaría después de enviudar y con una hija, de la cual desciende alguna ilustre familia quiteña. Pero la procacidad es mayor y no notada ni por Rodríguez Castelo: “muerte chiquita” era una expresión vulgar, propia del léxico de la mala vida para designar al orgasmo. Poner en boca propia que doña María “se moría por los literatos” era pues una ofensa grave.
Allí no queda el asunto: pocas líneas después leemos: “El misterio consiste, Don Marcos mío, en que nuestro sexo se inclina más al brío literario: nos morimos por los guapos, y así, a un hombre que enristre con vigor la lanza, que tome una cuerda y la ponga con destreza sobre la media luna eclipsada de un toro, que sea membrudo, ancho de espaldas, fuerte de bigotes, esforzado de ojos, tieso al andar, más tieso al escupir, bien nutrido con cecina, entre montañés y castellano viejo, y que piense noblemente, a uno de éstos, digo, le meto en lo más íntimo de mis entrañas” ¿Hará falta algún comentario? Tan solo que “brío literario” tiene que ver con algo diferente a las meras letras.
De igual manera escribe como quien no quiere la cosa: “Perdóneme Vuesa Merced si la poesía está mala por la debilidad de mi talento, y solo repúteme buena la voluntad de hacerlo bien” y en otro momento, “Barreto de muy buena opinión toda su vida, Madamita Chiriboga bien reputada desde “vida”; aquél de bigotes; ésta de barbas”. Sin olvidar que el marido de doña María se llamaba Ciro de Vida. En otra de las cartas: “cata allí lo que me imputan a mal”, y más adelante: “La buena reputación sí que es una tortura del gusto, y la cadena de cuyos eslabones gime la sociedad”.
Se queja de la declaración de un testigo con estas palabras llenas de malicia: “Que dijese que no nos vio dormir juntos, vaya; porque, en efecto, yo en todas las noches de fiestas estuve desvelada, y sin juicio temerario puedo decir que Barreto estaría con sus tamaños ojos muy abiertos. Qué dormición ni qué dormición entonces?”
Se debe resaltar la picardía un tanto grotesca también para ojos ya acostumbrados a leer algo más que La amante de Lady Chatterley, no se diga para personas del siglo XVIII desconocedoras del Cándido y de La Religiosa, acostumbrados más bien a deleitarse con La perfecta casada o El Año Cristiano. “Estoy sitiada, los castillos tomados, las banderas por tierra, la ciudadela ganada. No diré que me han cogido por hambre; pero rendida ya, he entregado las llaves de la ciudad al vencedor; vivo a su discreción, él triunfa y manda, abre y cierra las puertas de los almacenes como quiere. Soy prisionera amable; … Antes de esto, mi Marcos, qué guerra tan viva y varia ha sostenido mi valor! Entonces sí dejé muchos cañones abatidos, muertos en el campo, y heridos en el hospital. … Mas si sabes el modo con que perfeccionan estos malvados la conspiración, pudiera ser que te movieras a risa. Vienen con machetes, con pistolas descargadas, con llaves de escopeta, con badajos de campanas, con asadores quemados, con munición en la bolsa, pólvora en el cartucho, bala en el bolsico, picos y picas. … Yo, para decir verdad, no puedo decirte quienes son los conspirados; bien que el levantamiento se ha hecho al medio día, cuando el sol estuvo muy claro y cuando yo tenía mis ojos muy abiertos.” Sería grotesco tratar de explicar lo leído.
En momentos Espejo cambia de tercio y arremete contra otro de sus enemigos, en este caso, José Miguel Vallejo: “Al acabar de escribir estas últimas palabras, acaba de entrar el amable Vallejo , y como él es tan curioso, preguntón, vedor, mirón, tocador y tirador de cosas a manera de fraile, me cogió la carta, y la leyó de cabo a rabo. Quedó admirado de las pasiones bien ordenadas, sustos y temores de nuestros conspirados, en que tú les habías metido, enseñándoles moderación y buena fe, con tus “papeles”. Rodríguez Castelo señala que en esos tiempos a lo mejor el verbo “coger” tenía un sentido conocido en otros lares hoy y que entre nosotros se perdió; también sin más comentarios. Pero los ataques a Vallejo siguen: “…amable Madamita, vea Vuesa Merced la carta original del amable León; léala bien, con los dos hermosísimos luceros de sus ojos, esos “luceros” amables, por los que me muero y pierdo”. El juego de palabras y conceptos se descubre cuando se avisa que Vallejo había sido amante de la esposa de Juan Antonio Lucero, con la cual tuvo dos hijas. De paso, también le tilda de “inocente”, apelativo aplicado no solo a los libres de culpa sino a los carentes de razón.
Nota final
Como conclusión diré que Espejo siempre manejó la sátira como una de sus armas, en este caso de manera extrema, rompió los moldes propios de su tiempo y de su espacio. Al no dar importancia a estas Cartas los diferentes estudiosos han pasado por alto la malicia y la picardía del autor, el conjunto de alusiones procaces y de dobles sentidos, encontrables en cada línea, en cada párrafo, basta leer el texto con astucia y con conocimiento de las circunstancias para darse cuenta del escándalo que provocó y del porqué de la reacción de doña María, en vista de la indiferencia cobarde de Barreto y de Vallejo, sobre todo.
El impacto hubiese sido ínfimo de haber puesto las Cartas en pluma de la Cuscús o de la Raquiepito, muy conocidas “linares” del ambiente barriobajero de la época, pero se trataba de doña María Chiriboga y Villavicencio, nieta del Conde del Real Agrado, bisnieta del conde de Selva Florida, sobrina nieta del marqués de Lises, prima de la esposa del marqués de Selva Alegre, con un linajudo etcétera. Espejo se burlaba no solo de la dama, sino de sus compinches, cada cual más vil que los otros, pero con ínfulas de ascender en la sociedad.
Por otro lado, el mismo Espejo se da modos para llamar la atención del lector hacia niveles más profundos en la sátira con el arbitrio de poner en pluma de la dama lo contrario de sus ideas más queridas: “la buena reputación es la tortura del gusto”, “la mala fama es el principio de la amable libertad”, “todo está en no dar a las cosas las significaciones modernas”, pues es notorio su empeño constante en difundir el buen gusto en el sentido ilustrado y la libertad auténtica del verdadero filósofo. En esta misma línea, ¿quiso Espejo moralizar de manera jocosa como lo había hecho en serio en su también polémico Sermón Moral? De acuerdo con los retóricos de su tiempo, Mayáns, Boileau-Despréaux, manejados por él, tal vez quiso seguir la norma de Horacio, a quien conocía muy bien, Ridiculum acri fortius et melius magnas plerumque secat res, traducida así por don Tomás de Iriarte:
“Con más acierto y vigor
que la severa invectiva,
una crítica festiva
corta el abuso mayor”.
Tal vez, pero queda la crítica mordaz, sangrienta, flechazos en la diana del honor de doña María y de quienes no tuvieron la hidalguía de entrar en lisa por ella. Espejo los zahirió y solo por esta gigantesca burla todos esos minúsculos personajes han pasado a la Historia. Gracias al satírico Espejo hoy hemos dedicado estas desgarbadas palabras a recordarlos para mayor gloria del escritor y regocijo de sus lectores.
Las gracias no pueden quedarse allí, deben extenderse a los amables colegas cuya bondad me ha abierto las puertas de esta venerable institución; y aún más allá: a mis padres, quienes me enseñaron el amor a nuestra lengua y a sus muestras literarias; mi madre con poemas infantiles, charadas, adivinanzas, trabalenguas, mi padre dándome a conocer poemas entrañablemente unidos a mi vida, solo cito uno, “El Ama” de José María Gabriel y Galán, escuchado de sus labios cuando yo tendría unos diez años de edad; cuyo comienzo reza
“Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era…”
Allí el poeta, hoy olvidado, nos expande el ánimo con versos dedicados al adusto paisaje castellano, y que yo siempre he aplicado a las tierras mías, las de mi provincia, esa que “tiene por numen tutelar al Chimborazo y por techumbre a Dios y al infinito”, en decir de mi hermano Juan. Así escribía Gabriel y Galán:
“… y cantaba también aquellos campos,
los de las pardas, onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas…”
Y mis ojos infantiles, hoy ya mustios de paisajes lejanos, se elevaban desde Pucará hasta Puculpala, Antús, Casahuaico y más allá, hasta las agudas cumbres del Altar.
Y gracias, las más sentidas, a mi Lucía, porque como escribí en mi libro más entrañable, “mantiene su lámpara encendida” a pesar de todas mis obscuridades, y no solo lingüísticas.
De corazón: muchas gracias