El destino de Eugenio Espejo (1747-1795) fue llegar a ser la conciencia crítica de su tiempo, un faro que iluminó al final de la oscura Colonia, el que marcó el camino por el que, después, trajinará su patria. Decía que el filósofo es aquel “que sirve de antorcha a su ciudad”; pues bien, él fue ese filósofo, esa antorcha que alumbró la mente de sus conciudadanos a fin de que conocieran su propia verdad.
Lo primero que Espejo se preguntó fue ¿quiénes somos? “El conocimiento propio es el origen de nuestra felicidad”, afirmó en “Primicias de la Cultura de Quito” (1792). En este paulatino y socrático proceso de conocerse, Espejo partió de la nada halagüeña constatación: “vivimos en la más grosera ignorancia, en la miseria más deplorable”, (Discurso en la “Escuela de la Concordia,”). Se impuso la tarea de desenmascarar a indoctos que pasaban por sabios, rufianes que se proclamaban honorables, hipócritas que llevaban la máscara de santos. El ríspido doctor Espejo se ganó la antipatía del poder.
A partir de esta idea, Espejo analizó la vida quiteña, desnudó a personajes intocables, criticó las enseñanzas que dejaron los jesuitas, el gongorismo y la retórica de la época, la higiene pública, en fin. ¿A dónde apuntaba toda esta crítica fundamentalmente cultural? Espejo, fiel reflejo del pensamiento ilustrado, responde: a la creación de una “nación adulta en literatura”. Para este autor, el nivel de civilización de un pueblo se mide por la madurez y amplitud de su vida literaria; esto es, de su creatividad estética y científica, en una palabra, por la riqueza de su experiencia intelectual. Esto no será posible si antes no se dan las condiciones para que surja el “sujeto” portador de esos cambios cualitativos, y ese no es otro, en palabras de Espejo, que el “hombre de letras ciudadano”.
En este proceso de dolorosa mayéutica, Espejo se disfraza, desmiente su condición mestiza, pues en un juego de enmascaramientos y desenmascaramientos propio de nuestra cultura, se esconde tras el anonimato para actuar con libertad, para “quitar(les) la máscara a nuestros falsos sabios y hacer(les) que parecieran en el traje de su verdadera y natural ignorancia”. Espejo se refiere con frecuencia a su “arte de esconderse”, al uso del anonimato y del seudónimo. Dice de sí mismo: “se ocultó lo más que pudo, y así ha conseguido el arte de esconderse” (Ciencia blancardina). Estimo que esta retraída conducta de Espejo obedece al íntimo impulso de su ser mestizo, a la ética del encubrimiento tan arraigada en la sociedad quiteña, a la cultura del enmascaramiento que aún pervive y que nuestro autor, sublimando esta tendencia, lo toma como principio de sabiduría: “No hay cosa como ser solo —reitera Espejo— y no hay cosa, como si se tiene alguna doctrina y espíritu que sepultarlos en el silencio y la oscuridad.”