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«Farándula», por don Marco Antonio Rodríguez

Farándula y mass media son uno. Su progenitor, el mercado. Las sociedades se escinden al momento de calificarla. Alimento para unos, veneno para otros; el más efectivo narcotizador de masas. La farándula cumple...

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Farándula y mass media son uno. Su progenitor, el mercado. Las sociedades se escinden al momento de calificarla. Alimento para unos, veneno para otros; el más efectivo narcotizador de masas. La farándula cumple un papel sustancial en la sociedad por su inagotable contacto con ella y por los beneficios y secuelas que deja.

A la farándula se la menosprecia por hueca y frívola, pero es inevitable hablar de ella ya que vive arraigada en la matriz de la sociedad. El universo mediático que nos engloba y manipula muestra una galería sinfín de diosecillos de barro que convocan y subyugan. Las celebridades van despojándose de su oropel, pero mientras dura su esplendor nos mueven a su capricho. Lejanos, inaccesibles, soles que abrasan y ofuscan, los nuevos ídolos nos maravillan y subordinan.

Así, divas y divos, actrices y actores de cine, cantantes, futbolistas, magnates, politicastros, capos de la mafia —sueño de millares de adolescentes es ser o parecer Pablo Escobar o Chapo Guzmán— rondan nuestra memoria. Usuarios, fanáticos, censores e indiferentes consolidan y subliman el cosmos de la farándula. Enquistada en periódicos, revistas, radios, TV, internet, la farándula es la reina.

Farándula: mito y espectáculo. La cultura ‘culta’ la repudia, las masas la glorifican. (Para la mayoría: mundo mágico que aligera las miserias de la vida). Ficción y realidad. Los nuevos dioses son ‘marcas’: Shakira, Michael Jackson, Maradona, Daddy Yankee, Bad Bunny… Imágenes que reverenciamos y deificamos, pero que, a la postre, devienen productos enlatados.

¿Alguien se acuerda de Lauren Bacall, James Dean, Di Stéfano, Axl Rose, Bobby Moore…? Los medios comunicacionales edifican la fama. Las redes y una colección de plataformas digitales están superando ya a la TV, aunque con sus mismos artilugios los avienten a cielos e infiernos en un santiamén. Los famosos son humanos y como tales pasan de moda; su desvanecimiento es inevitable: tierra de tierra. Ceniza, olvido.

Abundan hombres y mujeres fans. Siempre serán más de los que suponemos. Muchos cumplen sus rituales de glorificación a sus ídolos en su intimidad, mediante un enlace intensamente sensible con el “universo astral”. Otros constituyen muchedumbres que se sienten mancomunadas por el mismo “Dios”. La todopoderosa Iglesia católica se mostró condescendiente con la fundación de la Iglesia maradoniana, por citar un ejemplo. ¿Sacrilegio? La jerarquía eclesial no se pronunció: ¿temor de lo que serían capaces las legiones de los rudos e impetuosos feligreses de la iglesia del astro del fútbol?

En su mayoría, los fans son integrantes de clubes, congregados por el “afecto adictivo”. Si alguien levantara un censo de objetos que visten las habitaciones de jóvenes, adolescentes y niños, se desconcertaría con la cantidad de afiches, réplicas, símbolos, videojuegos… de los “nuevos santos”, altares donde se yergue la deidad respectiva, desde futbolistas contemporáneos (Messi y CR7), hasta Jóker, The Weeknd o Ninja, ‘top’ de la cultura gamer. Generaciones de solitarios que se bastan a sí mismos en espera de más repulsión de sus ancestros para confinarse con mayor ahínco.

“La farandulización de la política es cuestión antigua, pero nunca como ahora en que la tecnología ha sometido al ser humano”, sustenta John Thompson. En nuestras comarcas acceden al poder monigotes que encandilan a los pueblos con excentricidades y fruslerías; cantan, bailan, visten atuendos simbólicos, saludan y sonríen al viento, besan mejillas fatigadas y húmedas de pobres y miserables, y acuden de inmediato a los lavamanos que tienen en su entorno para mitigar su desazón…

Los fundamentos de la democracia volaron hace rato en pedazos. Sobre sus restos operan aún campañas y elecciones. Política y corrupción fusionadas para alumbrar nuevas castas. Pirotecnia electoral que no llega a dar luz a los despojos que cubren el quehacer político.

“Hurra —diría el poeta—, por fin ninguno es inocente”.

Este artículo apareció en el diario El Comercio (parte 1 | parte 2).

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