
Señor, Señor
de todo lo creado, sabemos
que pese
a la carga de los años,
el alma florece
por el contacto cálido
y hermoso
de esas presencias
que Tú, buen Dios, enciendes
como estrellas al borde del camino.
Pueden ser una flor,
un leve arroyo,
un perfume sorprendente, un rayo luminoso
entre las hojas,
el trino de las aves, anónimas, secretas,
una sonrisa tierna, al paso, aliviando la carga
de amargura,
que a veces pesa
tanto en el sentir humano.
Todo lo recibido es un cántico de Gloria,
todo habla de un poder
que está más allá
de lo que vemos,
y se ejerce sobre
cuanto vive, palpita
o sueña, en este universo que habitamos.
Gloria a ese alborozo que causan la belleza
y la armonía,
Gloria a esa mano,
que se tiende amorosa en medio de las sombras,
Gloria a las imágenes puras,
intactas,
leves, que vienen desde lejos, de la infancia quizás,
la juventud perdida,
el anhelo de ayer,
o la esperanza,
que se niega a morir
y que florece aún
en medio de esas tinieblas,
que a veces pueblan
nuestra vieja carne, ¡Gloria!
Pero esa gloria está también
en la obra de lo humano,
en las piedras talladas del gótico
que vuelan hacia Ti,
en el genio de Miguel Ángel
y su Capilla Sixtina,
en el éxtasis de las santas
de Bernini, en el himno sobrehumano
de Bach, Beethoven, Verdi, Brahms,
en la voz apasionada de Juan de la Cruz
y de Teresa de Ávila, la grande,
de Claudel o de Francis Thompson,
los místicos, los siervos.
Y está la gloria en el derroche imaginativo
del Dante, de Shakespeare, de Cervantes,
en la pasión creadora de Víctor Hugo,
en el himno al color del Impresionismo,
en todo cuanto habiendo sido
sueño, imaginación,
se encarnó en obra de arte. ¡Gloria a Ti, Señor,
Uno y Trino,
Tú, que iluminas
la mente y el corazón del hombre,
desde siempre
hasta siempre, Gloria!
Fuente: Jorge Dávila Vázquez, Misa del cuerpo. Quito : Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2021, pp. 91-93.