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«‘Hélice’ en la vanguardia ecuatoriana y latinoamericana», por don Vladimiro Rivas Iturralde

Casi siempre las revistas de vanguardia se han distinguido por su carácter militante, combativo. Han convocado los ardores de juventud —punto de partida de actitudes artísticas y vitales que el tiempo se encargará de atemperar, de confirmar o de contradecir—...

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Casi siempre las revistas de vanguardia se han distinguido por su carácter militante, combativo. Han convocado los ardores de juventud —punto de partida de actitudes artísticas y vitales que el tiempo se encargará de atemperar, de confirmar o de contradecir—. En ellas se han reunido artistas y pensadores jóvenes con intereses y sensibilidades afines para decir en conjunto su palabra al mundo. Cualquiera haya sido el sistema de valores de una generación, han sido los individuos que la han conformado los encargados de contribuir con su aportación personal para que el sistema de valores exista. Y a la inversa, los individuos se han identificado con una cosmovisión suprapersonal expresada en la revista, que ha sido su voz colectiva. De ahí que no les ha importado mucho que tantos nombres se hayan ocultado tras un seudónimo ni aparecido sus colaboraciones sin firma. La revista es una tribuna plural para voces afines. Cualquiera haya sido el sistema de valores de una generación, los individuos se han asociado para afirmarse a sí mismos en la ruptura, que puede asumir dos formas distintas pero complementarias: la negación del pasado, por una parte, y del medio en que se desarrollan sus vidas, por otra.

Esta última fue la propuesta del notable grupo de escritores y artistas ecuatorianos reunidos en torno al pintor Camilo Egas (1895-1962) y al escritor Raúl Andrade (1905-1981) en la revista Hélice. Esta publicación ecuatoriana —más bien quiteña— tuvo una duración efímera. Aparecieron apenas cinco números, todos entre abril de 1926 y septiembre del mismo año. Sus dirigentes y colaboradores eran entonces muy jóvenes: Camilo Egas tenía 31 años, Raúl Andrade 21, Gonzalo Escudero 23, Pablo Palacio 20, Jorge Reyes 21, y así, pocos eran los que pasaban de la treintena.

Pero el pasado contra el cual este grupo de escritores y artistas se rebelaron no era tanto un pasado literario o artístico como vital y moral. Cuando Hélice se funda, no existía una tradición literaria consistente en Ecuador. Hubo grandes escritores aislados, en diversos momentos de su historia, como Espejo, Olmedo, Juan León Mera o Juan Montalvo. Pero casi todos habían sido rebeldes. El único conservador, Juan León Mera, no se encerró en una torre de marfil: además de realizar su propia obra como narrador, poeta y ensayista (fue el redescubridor, en el siglo XIX, de la obra de Sor Juana) investigó la poesía popular e hizo aportaciones interesantes en este campo. A pesar de su indudable mérito como trabajo de compilación, hay mucha autocensura en su Antología de cantares del pueblo ecuatoriano (1892). Trabajo realizado por un intelectual conservador en un ámbito conservador, los Cantares no pueden ocultar cierta pacatería, elidiendo y eludiendo la picardía sexual que caracteriza a toda poesía popular.

La literatura ecuatoriana aparece, con un sello propio y distintivo, en las décadas del veinte y treinta, periodo en el cual los escritores de Hélice realizan, de forma paralela, su obra de rebeldía. Es la obra del grupo de escritores realistas del Grupo de Guayaquil (José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera-Malta, Enrique Gil-Gilbert y Alfredo Pareja Diezcanseco), del indigenista Jorge Icaza en Quito y esa isla en esta generación, que es el vanguardista lojano Pablo Palacio, el más célebre narrador de Hélice. Literatura de fundación, el realismo social ecuatoriano inaugura la tradición literaria más importante del país. Pero, como he dicho ya, la obra de este grupo es contemporánea a la de Hélice, no anterior, de modo que mal podía ser el pasado literario el objeto de la rebeldía de quienes conformaban la revista. También los poetas del tardío modernismo ecuatoriano, de la llamada “generación decapitada” (Medardo Ángel Silva, Arturo Borja, Humberto Fierro y Ernesto Noboa y Caamaño) fueron contemporáneos de Hélice y compartieron sus principios morales y estéticos.

A propósito del tardío modernismo ecuatoriano, cabe precisar aquí que la misma revista Hélice fue una manifestación tardía de la vanguardia. Como todos sabemos, la mayor parte de las revistas vanguardistas latinoamericanas datan de 1922, o antes. De 1922 es también Trilce de Vallejo, cumbre de la vanguardia hispanoamericana. Hélice cubre un solo año: 1926.

La pregunta, entonces, permanece en el aire: ¿contra qué se rebelaba la revista Hélice? Contra el realismo social, no, porque aún no existía; contra el tardío modernismo, tampoco, porque sus sensibilidades eran coincidentes.  

Debo a Nicolás Kingman el descubrimiento de esta revista. Andaba yo investigando cosas sobre Pablo Palacio con una testarudez detectivesca y una pasión justificadas por el amor a su obra y por el desconocimiento casi absoluto de la persona que la escribió. En el verano de 1986, Nicolás me prestó su colección completa de Hélice, en la que Palacio había publicado cinco cuentos de Un hombre muerto a puntapiés, un año antes de reunirlos en libro. De la consulta de esas páginas y de muchas otras surgió en mí la curiosidad por interrogar a toda una generación, a toda una ciudad, a toda una época. Reflejo parcial de esa múltiple interrogación son estas líneas.

Ecuador, 1926. Eran los tiempos de la dictadura progresista de Isidro Ayora —culminación de aquel levantamiento de militares jóvenes contra el casi anciano presidente liberal Gonzalo Córdova, movimiento que ha pasado a la historia como “Revolución juliana”—. El levantamiento de julio respondió al anhelo de modernidad de un país estancado en los fraudes electorales y el incumplimiento de las promesas del liberalismo post-alfarista, que culminaron con la matanza del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil y se institucionalizaron en un sistema arcaico de administración pública. Esta sed de modernidad cristalizó en importantes reformas económicas, políticas y administrativas. “Todo se quería disciplinar y ordenar”, escribe Pareja Diezcanseco: “Pensábase que, de la noche a la mañana, podríamos tener una bella República utópica”.[1]

Eran los tiempos de la misión Kemmerer, asesoría norteamericana al gobierno de Ayora para modernizar la administración pública. Eran también los años de la visita y el desencuentro del gran poeta francés Henri Michaux con Ecuador, en particular con Quito. Un año más, y él escribiría estos versos que interpretarían, sin proponérselo, el sentir del grupo de Hélice:

Petit village de Quito, tu n’est pas pour moi.
J’ai besoin de haine, et d’envie, c’est ma santé.
Une grande ville, qu’il me faut.
Une grande consommation d’envie
.[2]

Eran los años de la cancelación del Banco Comercial y Agrícola de Guayaquil y su reemplazo por el flamante Banco Central del Ecuador, con sede en Quito, como primera entidad monetaria del país. De un banco particular a un banco central. El Estado ecuatoriano se fortalece: toma las riendas de la economía, de la educación laica, de los servicios de salud.

Eran los años postreros del tardío modernismo ecuatoriano, y los años en que el vigoroso grupo de Guayaquil y Jorge Icaza en Quito se iban forjando.

Eran, en fin, los años de la fundación del Partido Socialista, con el que explícitamente simpatizará la revista.

Quito era una ciudad pequeña. Quito se asfixiaba en su aislamiento andino, cuando en la casa de la familia Andrade, se reunía un pequeño grupo de escritores y artistas con el propósito desmesurado de extender las fronteras de la ciudad hasta la lejana Europa, hasta la siempre deseada París, centro aún de la cultura europea. La idea cristalizó en la “Revista quincenal de Arte” Hélice que, aunque no pudo cumplir con la periodicidad anunciada, alcanzó a cinco bellos números, que buscaban integrar todas las artes con los modestos recursos de impresión con que entonces se contaba. El pintor Camilo Egas figuró siempre como director y el ensayista Raúl Andrade como secretario de redacción. Esteticistas hedonistas, ofrecían en sus páginas textos en prosa y en verso, dibujos, grabados, caricaturas y reproducciones —en inevitable blanco y negro— de cuadros, dibujos y esculturas de la vanguardia europea y americana (Diego Rivera), críticas de teatro, y hasta breves partituras de compositores ecuatorianos. El grupo central contó con la colaboración permanente de escritores de la talla de Gonzalo Escudero, Pablo Palacio, Jorge Reyes, Isaac J. Barrera, y la ocasional de Gonzalo Zaldumbide. Jorge Carrera Andrade, Alfredo Gangotena, Miguel Ángel Zambrano, Hugo Mayo, Miguel Ángel León. Por ahí aparecen el poeta argentino Oliverio Girondo, el ultraísta uruguayo Julio J. Casal, el indianista peruano Alejandro Peralta; más allá excelentes traducciones desgraciadamente anónimas de los franceses Max Jacob y André Salmón.

Salvo el número 4, cada entrega contiene una breve partitura musical: hay composiciones de Sixto María Durán, Juan Pablo Muñoz, un tango argentino de R. Ramos Albuja. Ramón Hurtado —seudónimo de Raúl Andrade— escribe en el número 2 ingeniosos juegos verbales sobre mujeres de ópera. Con el seudónimo de Carlos Riga, también Raúl Andrade alude a la ópera — espectáculo casi desconocido en Ecuador— en una nota sobre las enfermedades románticas. Hablar en el Quito de 1926 de La Traviata, Mario Cavaradossi, Carmen, Tosca o don José era desafiar al lector, enrostrarle su ignorancia, por un lado, y desear otro país, por otro.

Sin embargo de tan notables escritores, el acento parece puesto en las artes plásticas: grabados, dibujos y caricaturas de Camilo Egas —primer gran indigenista de la pintura ecuatoriana, inquieto buscador y experimentador—, y de otros distinguidos artistas plásticos de la época y, por supuesto, crítica de arte, traducciones de artículos sobre vanguardistas franceses como Derain, Braque, o sobre el ítalo-francés Amadeo Modigliani, el mexicano Diego Rivera, y sobre artistas plásticos eslavos que la fama ha menospreciado. Los grabados de las cubiertas son notables. Dice un fragmento del manifiesto de los artistas plásticos: “Como ninguna otra ciudad civilizada, Quito vive al margen de las corrientes artísticas que hoy apasionan a todos los centros culturales. Sólo la tradición agita su bandera descolorida”… “No vamos a usar la corbata roja ni la bomba de dinamita del bolchevismo artístico. ¡No! La Venus de Milo sigue siendo para nosotros el símbolo eterno de la belleza mutilada”. Lanzar a la Venus de Milo como símbolo de combate resulta significativo: el grupo de Hélice carecía de una tradición a la cual combatir, como sí la había en México, Chile o Argentina. Combatían más bien una ausencia, un vacío: la falta de tradición cultural.

Las características dominantes del grupo que hizo Hélice son su esteticismo hedonista, su afán de modernidad, su humorismo, su desarraigo espiritual. “Cosmopolitismo, audacia, autenticidad”, enumera Gonzalo Escudero como en una inscripción. Además de la apetencia por conocer y dar a conocer a un público parroquiano el arte que se producía en Europa y otros países de América hay, como signo maldito, una profunda insatisfacción con la ciudad, a tal punto que convierte al grupo —si cabe llamársele tal— en una segunda generación decapitada. La primera fue la del modernismo tardío contemporáneo de Hélice. Si el gobierno de Ayora quería modernizar al país, Hélice, con todas sus contradicciones, quería modernizar la cultura. Revista de claustro quiteño, apenas mira al país que descubrirían los escritores de denuncia de los treinta. Hay creatividad, audacia, autenticidad, como proclama Escudero, y una ironía que echaremos de menos en los escritores realistas del treinta. El humor corrosivo de Raúl Andrade es un signo de identidad de la revista. Con ojos más críticos y despiertos, mira a la vez al decadente París de los modernistas y al nuevo y atrevido de las vanguardias de la primera postguerra, y un poco al arte de los países socialistas. La sed de cosmopolitismo se resuelve en invocación de mundos desconocidos en la parroquia (la ópera, las corrientes europeas de vanguardia, liberalismo en las costumbres sexuales) y en apetencia de viaje. El estilo elegante, irónico, arrogante, de la revista cae ocasionalmente en los devaneos frívolos de la página de sociales. Pero frente a esta frivolidad —que hasta puede ser interpretada como una ironía más (los tés bailables con campeonas de tennis, de fox-trot y charleston)—: ¡qué ganas de apropiarse de la cultura europea con tan escasos medios!

Una revista así tenía que ser elitista. Un grupo tan selecto de colaboradores no podía transigir con la ambición del nuevo rico de la cultura, del recién llegado, como tampoco podía su actitud aristocratizante convivir con la pedagógica: “Esta Revista solicita especialmente colaboraciones y no mantiene correspondencia de ninguna clase con sus colaboradores espontáneos”, advierte.

Casi siempre produce la revista una sensación de monólogo, de diálogo en el vacío, de discusión con nadie, contra nadie. Si Hélice se proclama contra el “clasicismo burgués” (¿quién ha dicho que la estética burguesa ha de ser forzosamente clásica?), me pregunto si había realmente en el Ecuador, es más, en el Quito de entonces, “clásicos burgueses” a quienes les importaba defender a capa y espada el arte clásico y mostrarse renuentes al desorden del “nuevo arte”. Lo dudo mucho. A no ser que la revista estuviese íntegramente dedicada a combatir la estética del poeta coronado Remigio Crespo Toral y alguno más. Como el deseo es el padre de la invención, Hélice parece fingir contrincantes intelectuales a quienes combatir. En sus mejores momentos, es casi siempre Raúl Andrade quien pone el dedo en las llagas verdaderas, pero ya llegaremos a ellas. En el número 4, al comentar Gonzalo Zaldumbide un libro de Armando Zegrí —escritor español al que la historia ha engullido— asienta, con su prosa modernista, una de sus contribuciones fundamentales para la discusión de la cultura ecuatoriana: “Desde los orígenes de nuestra vida intelectual todo preciosismo ejerció sobre los primeros aprendices de literatos un influjo irresistible. Aprendimos durante la Colonia a balbucir en verso y prosa gongorinos. Más de dos siglos, nuestro afán de expresión fue cultista”… En la Página de la Redacción leemos, a propósito de una probable visita a Quito del escritor futurista Marinetti (que ignoro si se realizó o no), que la cultura ecuatoriana, “hecha de retazos librescos, de novelas de Ricardo León y poesías del panadero Carrere, de oleografías de revistas españolas y cuadritos pompier, no puede, no podría recibir a Marinetti”… “y sépase de una vez que esta Revista se fundó con el único fin de hacer Arte”. Y se defienden, con franco desdén y arrogancia: “Es natural que se nos ataque. No hacemos Arte para los Toapanta ni para los Chiluiza”. Son apellidos típicamente indígenas de origen quichua.

Hay, en efecto, poses de enfants terribles, de aristocrático desdén por lo que les rodea, pero hay un lugar donde a estos escritores se los percibe desgarradoramente verdaderos: en la crítica de las costumbres. En el número 2, Jaime Rival —otro seudónimo de Raúl Andrade— ataca con buen estilo y santa cólera la pacatería y la gazmoñería reinantes en la ciudad. La revista pretende, pues, incidir no tanto en la literatura y el arte, como en los usos y costumbres. Con igual buen estilo defiende

la inmortalidad de la carne, el descaro y elegancia de la mujer que generosamente muestra su cuerpo. De veras, se pregunta, ¿está bien que la mujer haya evolucionado hasta llegar al taparrabo sentimental? Yo creo en la inmortalidad de la carne. Creemos en el escote amplio y la falda inocente de la niña de 12 años que nos ha mirado al cruzar la acera vulgar. Sus ojos han aprendido ya a ser crueles. Acaban de florecerle los senos. Nuestro corazón —bibelotier escarmentado y triste— adora la pureza criminal de estas niñas llenas de gracia venenosa y fragante. Pensamos que para nuestra sed urgente y desolada ellas serían la esponja levemente hundida en la hiel de la noche, y sorpresivamente notamos que nos hemos conmovido […] ¡Las altas mujeres, descaradas y elegantes, que pasan dejándonos el suplicio de sus senos profundos de pezón luminoso, bajo la seda tierna de los trajes ligeros!

Isaac J. Barrera, más allá, celebra el erotismo de las poesías de Aurora Estrada y Ayala. Pero el texto más revelador —salvo, claro está, los cuentos de Palacio— de la angustia y tensión social que oprimían en aquella época a los artistas quiteños es “Aquí el artista es un perdido”, texto muy baudelaireano de Raúl Andrade:

Si alguna vez se interroga a un muchacho de Quito, de mediano refinamiento espiritual, por el mayor deseo de su vida, surgirá invariablemente la respuesta, amarga y desconsoladora: —Irme de aquí […] El asunto es partir, no importa a dónde […] El artista es sensitivo. Ama la noche. Le gusta la pena dulce de las tonadas criollas. Es pobre y las muchachas ‘bien’ no tienen la suficiente superioridad espiritual para darse el lujo de tener un ‘amado mal vestido’. Hay que buscar cariño en las hetairas. La frase mallarmeana: haber leído todos los libros y tener la carne triste, nunca encontró un ambiente más propicio para aclimatarse, que este ambiente de Quito. Se la podía grabar como divisa de esta ‘pobre juventud perdida’. Juventud escéptica y lamentable de la que nunca podrá esperarse el Heroísmo […] “Y así el artista vive desterrado, desterrado de una patria que no conoce y de un hogar que no tiene.

Es que su destierro era doble: del inculto país en que vivían y de la Europa deseada por sus lecturas. Parecían estos artistas vivir en Quito como en un ghetto, cercados, no sólo por cordilleras y espacios conventuales, sino por una población indígena y mestiza que los ignoraba, y con una ignorancia olímpica de la otredad nacional de entonces: la Costa, Guayaquil. Quito: ciudad-estado: ghetto: claustro, equivalencias en aquellos años de una sola realidad tozuda de la que era preciso evadirse por los libros o los viajes. Muchos de ellos se evadieron, en efecto, a otras latitudes: Raúl Andrade, Escudero, Zaldumbide, Carrera Andrade, Camilo Egas, Gangotena…

Finalmente, destacaré los cinco cuentos de Pablo Palacio publicados en Hélice. Al año siguiente (1927) aparecerán reunidos en su libro Un hombre muerto a puntapiés, una de las cumbres de la narrativa latinoamericana de vanguardia. He dedicado a su obra un ensayo publicado en el No. 52 (enero-junio de 2019) de la revista Tema y variaciones de literatura, por lo cual no me detendré en ella.  

Concluyamos. Sin plena conciencia todavía del carácter mestizo de la cultura ecuatoriana, aparece el grupo de Hélice en un momento de búsqueda de modernización del país, aunque estaba claro que ninguna modernización habría de serles suficiente. Porque buscaban o deseaban otro país, no por deslealtad sino por impaciencia. Su ruptura no fue con una tradición literaria, sino con un vacío cultural. Quisieron forzar la realidad limitada del lugar en que vivieron y desear otro país dentro del suyo —un país espiritual, el de los laberintos del arte, que sólo la cultura europea podía ofrecerles—, impulso legítimo de todo escritor que aspire a ser moderno, cosmopolita.

BIBLIOGRAFÍA

Altazor y las vanguardias latinoamericanas”, en Tema y variaciones de literatura, No. 52. México, UAM Azcapotzalco, 2019.

Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana, vol. II. México, Fondo de Cultura Económica, 1974.

Escudero, Gonzalo. Obra poética. Edición de Javier Vásconez. Prólogo de Iván Carvajal. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana-Banco Central del Ecuador-Acuario, 1998.

Hélice, edición facsimilar. Edición de Vladimiro Rivas Iturralde. Quito, Banco Central del Ecuador, 1993.

Verani, Hugo J. Las vanguardias literarias en Hispanoamérica. Manifiestos, proclamas y otros escritos. México, FCE, 2003.

Yurkiévich, Saúl. La movediza modernidad. Madrid, Taurus, 1996.


[1] Alfredo Pareja Diezcanseco, Ecuador, la República, de 1830 a nuestros dios, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, p. 844.

[2] Pequeña ciudad de Quito, no eres para mí.
Necesito odio y deseo: es mi salud.
Una gran ciudad me hace falta.
Una gran consumación de deseo.
(“He nacido agujereado”, en Ecuador, 1928).

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