El tiempo te vigila, te sorprende, te encarcela, te anula.
Ardemos en su llama como un frágil pabilo intrascendente;
altivo crees vencerlo. Él siempre posee el as de oro;
el rey de la corona nada facilita la derrota.
¡Ay, precarios pueblos de la nieve!
Son la única riqueza de lo eterno, hombre,
eres el fantasma de ti mismo en el instante
y apenas puedes descifrar el preámbulo
donde nacen las aguas de tu existencia.
Estás a tiempo —oyes decir a las comadres.
¿A tiempo para qué, señoras lívidas?
Ni siquiera tiempo para morir por ti dispuesto.
“Él” es el tañedor de los variados
y el de los mágicos y sublimes salmos,
el señor de paroxismos, sorpresas deslumbrantes
o funestas y de tu voluntad,
el poderoso señor de la memoria,
y tú, una gota cayendo, espléndida sonrisa acaso
del inocente sin realeza, que vendió sus juegos de existir
y se refugia en las caídas hojas de su ala
donde lo apresan las redes de lo inerte.