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«Huigra: entre el tren y la nostalgia», por don Fabián Corral

Un pueblo mágico. Su apogeo y decadencia están atados al destino del ferrocarril del sur, al Chanchán y a la cordillera. Huigra es un enclave serrano que anuncia la proximidad de la Costa...

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Foto: blog del Proyecto Clubes de Comunicación Estudiantil del Ecuador.

Huigra es un pueblo ferroviario. Un pueblo mágico. Su apogeo y decadencia están atados al destino del ferrocarril del sur, al Chanchán y a la cordillera. Huigra es un enclave serrano que anuncia la proximidad de la Costa. Tiene el encanto de lo antiguo y la nostalgia de la cosas que ya no son. Huigra es el ruido del río torrentoso, el puente, la gruta de la Virgen, la estación del tren, el monumento a Alfaro y el recuerdo de mister Harman.

Llegar en el tren a Huigra desde la desolación de los páramos de Palmira, después de trasmontar la abismal sorpresa de la Nariz del Diablo, después de los puentes y de los túneles, era una especie de final de viaje. Era el inicio de la Costa. Se la sentía en el aire tibio que envolvía al pueblo, en los platanales de las orillas del Chanchán, en el vestuario de la gente que venía de Durán, en el “Universo” que voceaba un canillita en la estación. Se la sentía en las buganvillas. En el “mixto” que subía trabajosamente desde Guayaquil, venían gentes ataviadas de blanco, serranos amontuviados que presumían de su condición de migrantes incipientes. Venían, entre piñas y atados de cañas, los aires y los olores tropicales; las sartas de pescados, los acentos diferentes. Venía el país costeño a las alturas cordilleranas. Eran tiempos del país unido.

Huigra se conmovía con la llegada del tren. Era un instante de apogeo fugaz. Entonces volvía la vida. Se llenaban los salones de comensales transitorios. Se animaban los cargadores de mercancías. Se agitaban los despachadores de la estación. El telegrafista revivía de la eterna modorra que imponía el pueblo; vibraba el telégrafo y la magia de código morse repicaba en la profundidad del despacho ferroviario. Después, el tren se iba. Quedaba el olor a petróleo, el pito lejano, el río. Quedaba el pueblo sumido en su vida, en su silencio.

Huigra tiene su encanto. Quedan aún los restos de los buenos tiempos del ferrocarril; un campamento fastuoso que se cae de viejo; una casa opulenta eternamente abandonada, y el aire de otros días. Queda el billar con la rocola que toca, casi siempre, la música tristona de Julio Jaramillo. Queda el parquecito frente a la estación; viejas tiendas que despachan las humildades que los campesinos demandan. Más allá, una hostería buena, en lo que fue la quinta de Elia Liut, el piloto italiano de los años veinte, que se quedó por allí. Y por todo lado, la cordillera aplastante.

En tiempos normales, por las calles viejas, caminan turistas extranjeros que vienen de hacer ese viaje épico en un ferrocarril único. Llegan los gringos cargados de cámaras, apretados en el techo de los coches del mixto, asombrados todavía por la impresión de los abismos mitológicos de la Nariz del Diablo. Vienen a este pasado que se quedó en Huigra, anclado entre la cordillera y el Chanchán. Vienen a conocer este país que los ecuatorianos no conocen.

Chanchán, como Huigra, como Pistishí, son pueblitos ferrocarrileros enclavados en una geografía asombrosa. Allí están, como en la época de Alfaro, esperando la llegada del tren, esperando quizá un progreso inalcanzable. Son reliquias de un país que ya no es más. Son el pasado traicionado por la modernidad y la carretera que les volvió las espaldas y les aisló. El tren llega a ellos, en su necia e interminable agonía, con su carga de turistas y sus escasos pasajeros nacionales. Su viaje es como un rito que se cumple para no morir. Es una especie de recuerdo que persiste con la misma tenacidad con que sobreviven las gentes que viven a orillas del dramático Chanchán.

La vida de esos pueblos, metidos en las profundidades de la cuenca del río, llega a las primeras planas cuando una tragedia grande les azota. Reviven esos pueblos para el Ecuador oficial, cuando las montañas se caen sobre el cauce turbulento, cuando crecen los ríos, cuando el mundo y la geografía se derrumban sobre ellos. Sin tragedias que hagan noticia, esos pueblos no existen. Pero ellos son, en realidad, los que hacen el tejido de una nación diversa cuya vida decurre en la modestia y la pobreza, en el aislamiento y la soledad.

Llegar a Huigra y reconocerla, entrar a sus casas, ir por sus calles, es, en cierta forma, volver sobre el viejo país, regresar a las profundidades de una sociedad, que entre las turbulencias de la vida, olvidamos que existe. El viejo y verdadero Ecuador vuelve así, súbita y trágicamente, como para recordarnos que, además de las autopistas y los rascacielos, que más allá de los presupuestos y los balances, que ajenos a la turbulencias de la vida pública, hay hombres que viven como antes, entre privaciones y esfuerzos, animosos, soportando una soledad que oprime como la enorme y bella montaña que marca el horizonte de Huigra.

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