Vivíamos en un mundo de básicas certezas, seguridades, referentes y creencias casi inamovibles. Vivíamos con orientaciones más o menos claras, con tareas y entusiasmos cotidianos; con trabajos y formas de ganarnos la vida. Nuestros destinos habituales, a partir de la casa, fueron la calle, la oficina, la fábrica o el campo. Caminábamos alentando una razonable confianza y, cuando ella se rompía por la violencia u otros episodios, quedábamos momentáneamente desconcertados, pero sabíamos que el retorno a lo habitual era seguro y pronto.
Súbitamente, todo eso concluyó, y empezamos a vivir hacia adentro. La casa se convirtió en el mundo; la calle y la oficina, el campo y los caminos, se hicieron distantes, inalcanzables, vedados. Nuestro entorno, hecho de vecindarios, saludos y cercanías, se disolvió; empezamos a actuar de lejos, a trabajar por medios electrónicos, y a mirar de otro modo a la gente y a las cosas, en una sociedad que se llenó de miedos, desconfianzas e interrogantes. Pisábamos en tierra firme y, de pronto, nos encontramos lidiando con la arena movediza de una catástrofe humana, de malas noticias y medidas excepcionales y medias verdades.
La circunstancia que ahora enfrentamos puso en cuestión algunos fundamentos de nuestra cultura. Se devaluaron los mitos bajo los cuales crecimos y en los que estuvimos instalados: el mito del progreso indefinido, el del Estado de bienestar, el del asistencialismo, el de la eficacia de la ciencia, el de la producción y el consumo como sucedáneos de la felicidad. El mito de la política como actividad al servicio de la gente; y quedó en descubierto lo que la política es de verdad: un mecanismo de dominación, de negación de los derechos, de encubrimientos y trampas; un sistema hecho para endiosar mediocridades, construir caudillismos, extraer recursos y vender promesas de humo.
Queda la familia, la casa, quedan los libros, la necesidad de pensar con calma, y de escribir, porque la costumbre de lidiar con el idioma, con las ideas y los sentimientos, ayuda a entender la realidad, explorar este mundo cifrado de tragedias, e intuir que hay luz al final del túnel. Queda la solidaridad. Quedan las preocupaciones. Queda la aspiración de que, después de esta guerra de miedos y fantasmas, que algún día terminará, tendremos una mejor sociedad. Queda esa esperanza, que hay que preservar y fortalecer. Pero, junto a ella, está también la duda de si la necedad y la ceguera persistirán, de si saldremos del encierro los mismos seres acosados por la voracidad, el disparate y la ambición. Y si volveremos a la prisa, la barbarie y la destrucción del mundo.
Queda la confianza en las fortalezas de cada cual. Y la certeza de que del Estado casi nada se puede esperar.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.