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«Inquilino del infierno», por don Juan Valdano

En 1873 Arthur Rimbaud escribe un largo poema en el que reflexiona acerca de su corta y estremecida existencia; se trata de Una temporada en el infierno. Tenía 19 años. Lo redactó luego de su ruptura con Verlaine...

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El grito rebelde del héroe moderno y
metafísicamente emancipado había
resonado en el ámbito decrépito de la
decadente cultura de Occidente.

En 1873 Arthur Rimbaud escribe un largo poema en el que reflexiona acerca de su corta y estremecida existencia; se trata de Una temporada en el infierno. Tenía 19 años.  Lo redactó luego de su ruptura con Verlaine y el escándalo que ambos protagonizaron en Bruselas. En el revuelo de los tormentosos días de su adolescencia llegó a escribir una obra intensa y extraña de la cual el mundo no ha dejado de hablar. Luego de ello, Rimbaud desapareció de Francia. Sus errabundos pasos se perdieron en las movedizas arenas de un desierto de Abisinia. En el poema citado, Rimbaud maldice y reniega de todo aquello que puede ennoblecer a un ser humano: Belleza, Justicia, Patria, Dios. Nada noble halla en su propia estirpe. Dice: “Tengo de mis antepasados galos el ojo azul claro, la sesera estrecha y la torpeza en la lucha. Pero no unto de manteca mi cabellera. De ellos tengo la idolatría y el amor al sacrilegio… todos los vicios: cólera, lujuria —magnífica la lujuria— en especial, mentira y pereza. Me espantan todos los oficios. Familias como la mía se lo deben todo a la Declaración de los Derechos del Hombre… Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.  Mi raza nunca se sublevó sino para el pillaje”.

Había nacido en 1854. Baudelaire, por entonces, escandalizaba a la burguesía de París con sus Flores del mal, su teoría del poeta maldito y la extraña idea de hallar belleza en lo repugnante. Entre 1870 y 1871 Francia atravesaba una profunda crisis política: caída de Napoleón III, guerra con Prusia, caos social: triunfo pasajero de la Comuna de París. Rimbaud, un anarquista por naturaleza, se inmiscuye en los desafueros de la Comuna. Fue uno de aquellos vándalos juveniles que, fugados de casa, formaron parte de esas tribus de vagabundos que vivían como salvajes y que estaban dispuestos a incendiar París por un cigarro o por un vaso de coñac.

En la citada obra y con un lenguaje transido de connotaciones herméticas, Rimbaud ahonda en su abismo personal, esa violenta y deliberada rebeldía frente a todo aquello que lo ata a una tradición, a su cultura: cristianismo, valores éticos, orden, ley, respetabilidad, buenos modales. Pretendía, con ello, pulverizar el mundo del que él había surgido. El grito rebelde del héroe moderno y metafísicamente emancipado había resonado en el ámbito decrépito de la decadente cultura de Occidente; Baudelaire había sido el precursor, Rimbaud, oficiante del nuevo rito, no había hecho sino sacar las consecuencias.  El Romanticismo se había marchado dejando en los espíritus su morbo, algo que minaba la fuerza interior, cierto malestar en la cultura que lo llamaron esplín: el tedio que carcomía las almas. Nietzsche, profesor en Basilea, supo interpretar la inquietud: habló de la muerte de Dios. El superhombre liberado de todo dogma había hecho su ingreso en la historia. Albert Camus dijo que los demonios del siglo XX tenían rostros de filósofos; helos aquí: Hegel, Marx, Nietzsche. ¿No serían ellos los propietarios de ese infierno del que habló Rimbaud?

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