pie-749-blanco

«La enfermedad innombrable», por doña Cecilia Ansaldo

He leído, con infinita pena y caudalosa admiración, la columna dominical en que Almudena Grandes revela que tiene cáncer, admitiendo que es el artículo más difícil de su vida...

Artículos recientes

Foto: Marca

He leído, con infinita pena y caudalosa admiración, la columna dominical en que la gran narradora española Almudena Grandes revela que tiene cáncer, admitiendo que es el artículo más difícil de su vida. Su lucidez me pone a pensar en esa espada de Damocles que pende sobre cualquier ser humano, más que nada sobre los más mayorcitos, y que abate a cantidad de personas pese a los incontables esfuerzos de la ciencia por combatirla.

Los que crecimos entre olas de humo —mi padre fumaba en la casa, mis compañeros en los pasillos de la universidad, algunos profesores en la misma tarima donde se erguían para ser visibles, mis colegas en la sala de sesiones— no perdemos de vista que fuimos consumidores pasivos durante años de la terrible nicotina que debió ir a parar a nuestros pulmones. ¿Habrá alguna familia que no perdió a un miembro afectado por este mal, que tal vez cruzó toda la historia sin ser identificado? Y pese a todos los análisis que tratan de prevenir sobre consumos alimenticios, ambientes nocivos y químicos destructores, nadie sabe si su organismo dará cabida a las nefastas células malignas.

Jamás, como hoy, hemos tenido tanta conciencia sobre salud y enfermedad. La información múltiple nos ha convencido de que ser saludable es un llamado al alcance de todos y, por eso, las nociones de nutrición, ejercicio y buenos hábitos se deslizan en el horizonte de cualquier cultura. Que esas verdades choquen con la realidad de pobreza y reducción de nuestro pueblo, es otro cantar. Enorme y gigantesco si pensamos en cifras, en desnutrición infantil, en dificultades para la higiene y la convivencia. El coronavirus complicó más el panorama de salud.

Vuelvo al cáncer, la enfermedad que muchos evitan pronunciar porque de su solo nombre parece emerger la posibilidad de albergarlo sin saberlo. No respeta edad. La idea de niños que lo sufran, con las existencias atrapadas en tratamientos dolorosos y esperanzas volátiles, es de una contundencia desgarradora. Pero ocurre. Hay literatura que ha recogido la tragedia de padres y madres acodados sobre camitas de infantes dolientes. O lo contrario, de hijos pequeños que se convierten en huérfanos porque el mal innombrable les arrebató a un progenitor. Nunca he pisado Solca, aunque puedo nombrar a personas cercanas que han trajinado por ese edificio que, según cada caso, es espacio de temporal refugio o de acabamiento.

Entiendo que silenciosos laboratorios llevan décadas de afanes científicos en pos de una cura definitiva. Que la venenosa quimioterapia —por los estragos— es un logro y que muchas veces derrota a las células destructoras. Los que pueden volar al extranjero y buscar atención médica de avanzada, lo intentan, y padecen de parecidas incertidumbres a las de quienes tienen que utilizar los medios nacionales para luchas de enorme envergadura. En algún momento de pesimismo me he preguntado si la siniestra sombra del negocio médico sería capaz de retener el descubrimiento de la curación que, como con poderosas plagas del pasado —la bubónica, la tuberculosos, el cólera, la lepra fueron devastadoras y hoy se curan con facilidad—, podría superarla con vacunas y tratamientos efectivos. Me detengo. No puede ser, me digo. Y seguimos en la paciente y herida espera de que la espada no caiga sobre nuestras cabezas.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

0 0 votes
Article Rating
0
Would love your thoughts, please comment.x