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«La ovación de la vida», por don Óscar Vela Descalzo

En los días más luminosos, imagino el momento de la muerte como el del reencuentro con los familiares y amigos que se nos adelantaron. Imagino sus figuras sombreadas, delineándose poco a poco al traspasar el umbral...

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Estos últimos días no he dejado de pensar en Claudio Durán, en su sonrisa, en su voz, en su simpatía, en su novela, en su música que era todo para él… Me pregunto: ¿Cuántas ovaciones habrá recibido Claudio a lo largo de su vida? Supongo que fueron tantas que nadie, ni siquiera él las habría recordado todas.

Claudio, un argentino que a los cuatro años empezó a tocar guitarra y a los catorce ya estaba encima de los escenarios de Buenos Aires junto a los grandes de la música, recaló en Quito en 1980 en una gira con la Orquesta Tango. En Ecuador encontró el amor y se quedó para siempre.

Bonachón, vivaz, inteligente, llevaba su guitarra pegada a él como si fuera una más de sus extremidades. Su cabeza era todo un alboroto de notas musicales, ritmos, compases, silencios, y, desde hace poco, también de letras que se fueron engarzando con las melodías aborígenes de la zona de Manabí en esa novela cuyo contrato suscribió hace tres meses apenas, y que pronto será publicada bajo un sello editorial de Santillana.

Formó parte del grupo de músicos jóvenes del rock argentino como Charly García, León Gieco, Fito Páez… En el Ecuador tuvo una extensa actividad artística. Su faceta musical fue muy amplia, pues abarcó, entre otros, el rock, el tango, el folklore, el jazz o la música experimental.

Una de sus pasiones era la artesanía e historia de los pueblos ancestrales de la costa ecuatoriana. Allí se inspiró para escribir esa novela que él no llegó a ver impresa, ‘Jamacoaque’, dirigida al sector infantil-juvenil, y que recrea la vida de esos grupos étnicos, su cultura, leyendas, creencias y su relación con la naturaleza.

Hace unas semanas, antes de que se le diagnosticara la enfermedad que se lo llevó de forma repentina, Claudio escribió a sus amigos una carta en la que decía: “He perdido la voz. Cuando quiero emitir un sonido me sale un susurro de aire inaudible para los demás… Parece que fuera poca cosa, pero, cada vez que pienso que quizás mi voz se fue para siempre, me siento envejecido, triste y mucho más cerca del final de esta encarnación”.

Y no, no era poca cosa y menos para alguien como Claudio, un extraordinario conversador y, sobre todo, un hombre que usaba su voz como otro instrumento para hacer música. Y no, no era poca cosa aquel trance, era el anticipo cruel, fatídico, brutal, de la vida que empezaba a escapársele, lenta y silenciosamente, en aquellos susurros malditos.

En los días más luminosos, imagino el momento de la muerte como el del reencuentro con los familiares y amigos que se nos adelantaron. Imagino sus figuras sombreadas, delineándose poco a poco al traspasar el umbral en el que se queda el aliento final, y, si la vida ha sido buena, si la estela ha dejado una marca clara y perenne a pesar de las vicisitudes, además de las sonrisas y los afectos renovados de los que nos amaron, llegará suave, delicadamente, la ovación de la vida, la que ahora, imagino, estimado Claudio, has recogido por última ocasión.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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