Cada uno de nosotros representa a la humanidad; todos somos parte de ella y debido a la peste, lo sabemos mejor. Quien muere por coronavirus en cualquier parte del mundo, muere de la misma muerte, pero en el mundo han muerto muchos más pobres que ricos. ¿Simplificaciones?, no: la horrible luz de la muerte destaca aún más la desigualdad; el extremo de ‘prefiero morirme de coronavirus que de hambre’ es otra certeza atroz. Veamos la enfermedad cara a cara, a través de todas las caras: el desafío constante al que están sometidos médicos buenos, enfermeras y administradores hospitalarios. ¿Qué quiere decir para nosotros, confinados, ver de lejos la pandemia o creerlo así?
¿Es la peste la instalación del absurdo en nuestra cotidianidad? ¿Es absurda, más bien, esta forma de cotidianidad que vivimos con indiferente menosprecio? ¿Podemos atribuir al absurdo las catástrofes ecológicas a las que ya hemos asistido y a las que asistiremos, o es nuestra existencia la manifestación de un absurdo personal y global, testigo de nuestra indiferencia e incapacidad de aprender? La peste no ha sido vencida, toda victoria contra ella es interina; su condición, lo afirma Camus, es recomenzar.
La peste exige testigos con medios y razones para luchar contra ella, mientras hay quienes la niegan e imaginan ‘a mí no me tocará’. Contra las antiguas pestes, la de hoy no permitió cerrar a tiempo las puertas de las ciudades y el virus nos iguala en su circunstancia atroz. Forzados al exilio y a la separación, esperamos la última palabra de esta pandemia universal. Pero no llegará.
Como nunca, contamos con información privilegiada y las diferencias son más angustiosas: en ciertos países se diagnostica a tiempo, se cura y se asiste a muchas menos muertes. La conciencia de sus dirigentes contrasta con la inconsciencia de tantos de los nuestros: allá, una gran mayoría respeta la distancia personal, para nosotros imposible. Si la peste es universal, ¿qué excepciones, sino las que ponen nuestro interés o nuestra desidia, caben en ella? También está le religión; de fácil optimismo y de respuestas fáciles, ya no clama por un castigo contra un pecado universal: ha aprendido, sin duda.
Pero si la cercanía de la muerte fuese poco, en nuestros hospitales existen dirigentes, médicos, administradores que se aprovechan de la situación en torpe búsqueda de ganancia ilegal; ¿es más fácil la corrupción porque la gente, urgida por la muerte, no tiene tiempo de pensar, y confía? Lo peor de la peste es la pandemia de la corrupción, instalada en ciertos individuos y que se revela de mil maneras, ignora toda solidaridad y surge de corazones ciegos a quienes la enfermedad da la ilusión de impunidad; en el mal de todos, aspiran a que la situación apestada siga indefinidamente y facilite el robo y el enriquecimiento. Esos, viven desde hace mucho tiempo en la peste del egoísmo. Son ignorantes, culpables y dañinos, con un corazón vacío. Así, para Camus, que tanto sabía, la peste es la vida.
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.