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«La raridad», por doña Cecilia Ansaldo

Quienes escribimos sabemos que la página en blanco es un territorio de luchas, que sufrimos de vacilación e insuficiencia y por eso, a veces, inventamos palabras. Qué fácil sería hoy emplear extrañamiento o rareza...

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Quienes escribimos sabemos que la página en blanco es un territorio de luchas, que sufrimos de vacilación e insuficiencia y por eso, a veces, inventamos palabras. Qué fácil sería hoy emplear extrañamiento o rareza, que sí existen, pero no me sirven para lo que quiero expresar. Ya Rubén Darío tituló Los raros (1896), una colección de semblanzas en las que exaltaba la obra de escritores que se fueron contra la tradición y buscaron lo nuevo, insistiendo en el carácter de excepción de sus escritos.

La actitud contracultural puede venir en la acendrada psiquis de los individuos, ser una pose o una búsqueda consciente, a despecho de lo que hacen los cauces sociales con las personas. Como sabemos, familia y escolaridad ponen marcas cuando no tenemos control de nuestras vidas y luego creemos ser de alguna forma personal, convencidos de nuestras verdades íntimas. Ya no recuerdo quién dijo que para ser hay que echar abajo el edificio involuntario y levantar otro, el elegido, el pensado, el de las opciones. Por mucho que Cervantes haya sostenido aquello de que “la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, cada vez somos menos libres para construirnos.

He identificado en muchas personas un vaivén entre el deseo de ser originales y la escapatoria a la diferencia. Singulares sí —en modos de vida, en ciertas opiniones, en alguna actitud contestataria—, pero raros, no. La rareza implica señalamiento, cuchicheo, marginación. El raro verdadero va abriendo una fisura en el piso que hace imposible el cruce hacia esa mayoría que lo critica por cómo viste, cómo habla, con qué se gana la vida (ah, las vocaciones que recibieron de los mayores el exabrupto “te vas a morir de hambre”). Y para atender su sociabilidad, busca a otros raros como él. Así la sociedad se va poblando de clubes, bandas, logias, sectas.

Algo ha tenido el arte que ha cobijado, con preferencia, a los incómodos y extraños. Lo versificó el poeta Borja: que atendían “un vuelo de Pegaso” y no se daban cuenta de que estaban acuciados por los acreedores. Con petulancia de superioridad, no lo vulgar de la vida —las precariedades de comer, refugiarse y vestirse— sino solamente sus proyectos creativos. ¿Todavía es así? Que lo respondan las familias o los amigos que prestan recursos a adultos enamorados de su obra, pero ineptos para sobrevivir.

Por allí hay alguien —la gran Rosa Montero— que dice que todos tenemos manías y rarezas en dosis pequeñas, pero suficientes para determinar mínimos raptos de locura. Ahora, en tiempos en que se repara en la salud mental y en lo amenazada que se halla, tal vez es momento de identificar cuán reducida es la plataforma de normalidad de cada uno. ¿Cruzar la ciudad al volante en medio de ocasionales ataques de pánico, no se ha hecho sensación diaria? ¿Estudiar el rostro de los transeúntes para calcular de dónde vendrá la violencia? ¿Seguirles el rastro a las autoridades de turno y hacer memoria sobre su paso por la vida pública para ejercitarnos en la previsión de actos acomodaticios y corruptos?

Esa es una posible dinámica de la vida cotidiana. Lo raro se integró a lo habitual. Y los valores básicos en los que creímos y nos educaron impregnan las conductas excepcionales, escasas, minoritarias. Lo dicho, requerimos de raridad.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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