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«La última visita», por don Marco Antonio Rodríguez

Solía recibirme en el portón de su casa museo, con su inconfundible aire de patriarca gitano, el pelo negro y abundante, las manos cuidadas por los dioses de su creación, orondo, grave y sonriente, vistiendo el overol...

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Solía recibirme en el portón de su casa museo, con su inconfundible aire de patriarca gitano, el pelo negro y abundante, las manos cuidadas por los dioses de su creación, orondo, grave y sonriente, vistiendo el overol de artista pintor, oficio que nunca dejó. «El dibujo es un pájaro invisible», dijo. ¿Era su dibujo el que rondaba su figura?

Subíamos a su taller que cada vez lucía más grande. Todo era grande en Oswaldo Viteri (Ambato, 1931-2023). Durante la pandemia nos dimos modos de mantener nuestros diálogos y vivificar nuestra amistad; luego advino un silencio extraño (¡quizás algún candoroso malentendido!).

Tanta vida compartida. Inacabables encuentros en los cuales hablábamos de la condición humana, libros, Viteri era un ávido lector: le seducía la poesía de Vallejo, Huidobro, Paz; entre los nuestros, Carrera Andrade, Gangotena, Granda; la política y su execrable vaciamiento de principios; la vida vivida…

En mi memoria, mi libro Viteri (1984) que tanto quiso. Los ensayos de Los desastres de las guerras, Cabezas o Dibujos (quinientos dibujos); nuestras reuniones con el querido poeta Freddy Peñafiel, quien fungió de cronista de antologías de mis cuentos y de Poetas nuestros de cada vida, durante los procesos de ilustración de los textos; y tantas, tantas otras vivencias.

La última visita devino en despedida. Alejamiento final. El adiós dado desde la vida, instante donde se incorporaron la muerte sobrellevada, la vida exaltada y la memoria de la muerte. Medio siglo de indeleble amistad.

Oswaldo me dejó sus abrazos. Su dignidad. Su insumisión ante el poder. Sus pasiones (patria, humanidad, libertad). Su obra —una de las más cimeras de nuestra América—: centenares de dibujos, tintas, óleos, sanguinas, ensambles, collages… alojados en lo más hondo de mi ser.

Ya no está más en ese umbral, ya no salgo a buscarlo para colmar los huecos que fragua el doliente júbilo de vivir. Después de lo vivido, solo huesos, huesos de ausencias, tan duros de roer.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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