«La verdadera gloria» (Julio María Matovelle)

¡Oh, cuánto el hombre por brillar se afana!, / insecto que ignorado se desliza; / en vano con orgullo se engalana / ese poco de polvo y de ceniza, / que si hoy se mueve, morirá mañana. / ¡Qué incesante anhelar, qué ciego...

¡Oh, cuánto el hombre por brillar se afana!,
insecto que ignorado se desliza;
en vano con orgullo se engalana
ese poco de polvo y de ceniza,
que si hoy se mueve, morirá mañana.

¡Qué incesante anhelar, qué ciego empeño
por gozar de una vida transitoria!
Y, ¿qué es la dicha, al fin, y qué es la gloria?
Niebla que pasa, momentáneo sueño,
burla del tiempo, despreciable escoria.

Para vivir de muerto, que locura,
compra el sabio a la historia los pregones;
por prenderse el guerrero dos galones,
cava él mismo la negra sepultura,
y le prenden con balas los cañones.

Con caireles de perlas y topacios,
el celaje deslumbra en los espacios
del moribundo sol a los reflejos;
nos miente todo lo que brilla lejos,
nos engaña hasta el humo con palacios.

Cómo encanta falaz, cómo ilusiona
contemplada distante la grandeza;
cuán espléndida luce la corona;
mas, aquel que la lleva en la cabeza,
siente sólo y admira lo que pesa.

¡La virtud, la virtud!, ved lo que vale
más que el cetro, la púrpura y el oro;
en la tierra es el único tesoro,
y en el orbe no hay cosa que le iguale,
ni en grandeza, ni en gloria, ni en decoro.

El que quiera alcanzar para sus sienes
de lauro eterno fúlgida guirnalda,
huyendo del placer la muelle falda,
y a manos llenas derramando bienes,
enjugue el llanto que a su estirpe escalda.

La versátil, plateada mariposa
cuyo breve existir no dura un día,
vive y muere en él cáliz de la rosa
y suelta en polvo de oro el ala hermosa,
expira perfumada de ambrosía.

Pero el cóndor, altivo rey del Ande,
airoso huella con seguro paso
la diadema imperial del Chimborazo;
y sobre cimas de terror se expande
perezoso batiendo el vuelo escaso.

Así, el genio no mora entre las flores
sino entre abismos de pesar profundo.
La copa del festín y los amores
a los menguados que deleita el mundo;
¡para el genio la hiel de los dolores!

Es la gloria la estrella de la tarde
que brilla en el ocaso únicamente;
bañando en llanto la angustiada frente,
sobre el sepulcro asoma la cobarde,
cual solitaria y tímida doliente.

La escena del Tabor, después de muerto,
después de la ignominia del Calvario;
de zarzales el mundo está cubierto,
sólo el tigre feroz o el dromedario
encontrarán placer en el desierto.

En el carro del trueno el iris prende
sus festones de lila y de granada,
y, cuando el rayo los turbiones hiende,
la procelaria audaz el vuelo tiende
sobre las ondas de la mar airada.

Y el héroe con titánica osadía
aumenta en majestad, en gracia aumenta
al furioso rugir de la tormenta,
y batiendo las alas a porfía
los crudos huracanes atormenta.

La escabrosa eminencia no codicio
ni quiero asiento deleznable y falso;
la cumbre está cercana al precipicio,
y el trono para el malo es un cadalso,
para el bueno, un altar de sacrificio.

Fija en el sol en dulce arrobamiento
el águila se eleva al firmamento,
desde el rudo peñón en que se posa,
y en jirones la nube tempestuosa
desgarra con intrépido ardimiento.

Levantada la frente y mudo el labio,
absortos contemplando de hito en hito
las visiones de mágico astrolabio,
se alzaron con la viva fe del sabio
Galileo y Colón al infinito.

¡Oh, cuán ricas coronas, oh cuán bellas!
las que ciñe a los héroes el martirio,
no frágiles y breves como aquéllas
de oloroso clavel y blanco lirio,
sino engastadas de rubís de estrellas.

El contento y la dicha, al fin de todo,
joyas son que no encierra el duro suelo;
si es barro el hombre, de cualquiera modo,
primero ha de lavarse de este lodo:
la verdadera gloria está en el cielo.

Fuente: Biblioteca Virtual Cervantes.

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