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«Madre de ojos verdes», por doña Cecilia Ansaldo

Son distintos los caminos que siguen los libros para llegar a nuestro lar. Se cuenta hoy con tanta información previa que cantidad de veces conocemos de salida, circulación y acogida con mucha anticipación...

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Son distintos los caminos que siguen los libros para llegar a nuestro lar. Se cuenta hoy con tanta información previa que cantidad de veces conocemos de salida, circulación y acogida con mucha anticipación, y si aspiramos a la edición impresa, solo se trata de esperar. Algunos afortunados como yo contamos con el ocasional envío de los autores. Pese a que leo por curiosidades dirigidas, a veces, se me da la frescura de un descubrimiento accidental mirando novedades en una librería.

Esto último me ocurrió con El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2016), cuya autora no conocía. La recomendación de la contratapa empleaba esa lista de adjetivos —cruel, abrupta, inflexible— que llama la atención sin decir casi nada. Estoy feliz de haber leído esta novela primeriza de Tatiana Tibuleac, escritora moldava que vive hoy en París y que ostenta una madurez y una sabiduría respecto de las relaciones maternofiliales, impresionante. De leer una ficción a querer saber todo sobre quien la concibe, hay solo un paso. Hoy solo me falta escuchar su voz (escribe en rumano, su lengua natal, y habla en francés o en inglés con los periodistas) para redondear la imagen de una mujer que salió del periodismo múltiple en su país para instalarse en la narrativa.

España tuvo la suerte de su visita tanto cuando circuló en nuestra lengua su novela como cuando recibió el Premio Cálamo (2019), prestigioso galardón que otorga la librería del mismo nombre, de Zaragoza, desde 2001, en la categoría mejor libro del año. Entonces se mostró sorprendida de la buena conexión que esa cultura había tenido con su novela, tan dura, pero con vetas escondidas de humor. Luego ratificó la sensación en una entrevista concedida al diario argentino Clarín. ¿Qué tendremos los hispanohablantes para sintonizar con un narrador destruido que cuenta los hechos compartidos con su madre enferma el último verano que pasaron juntos?

La casi inaprensible categoría de novela contemporánea se cumple a cabalidad en ella, porque eslabona 77 fragmentos a modo de capítulos que se apoyan en trozos de, a duras penas, un par de versos que metaforizan una aprehensión de esa madre de ojos verdes. El protagonista, dueño de la perspectiva dominante, es capaz de mostrar una rápida y dolorida transición del adolescente herido al hombre marcado por el desamor y el abandono, que de todas maneras puede mirar hacia atrás y recrear cómo pasó del odio al amor y al perdón.

La novela exige una lectura muy atenta porque trabaja el hilo de las asociaciones de los recuerdos, las menciones inacabadas, el caudal de las sugerencias. El hijo está tan lleno de emociones adversas que escribe sus evocaciones como parte de una terapia y toma como punto de partida su infancia carente y su adolescencia de encierro en un hospital de enfermos mentales. En la piel del texto brota la alucinación, el desequilibrio, pero pronto se transforman en miradas de compasión, de solidaridad y de comprensión, que son posibles cuando la madre es capaz de pedir perdón, cuando se elige al hijo como compañero, aunque sea para afrontar la enfermedad y la muerte.

Consciente de que he leído una traducción —aunque sea de la experta traductora de Mircea Cartarescu— afirmo que se puede apreciar el vigor poético de quien narra para recrear una psiquis y para trasladar emociones intensas.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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