El mandato de la prisa indica que hay que escribir media página; a lo sumo, una página; de lo contrario, se corre el riesgo de que el artículo o el ensayo concluyan bajo la sumaria sentencia de que “está muy largo” y “no tengo tiempo”, y que el libro se cierre, se cancele la conexión o el periódico termine prontamente en la basura. Esta dictadura proviene del agobio propio de nuestro tiempo, de la superficialidad, la incultura, la incapacidad de reflexionar y la vocación por escribir, y leer, “trinos”, es decir, abreviaturas telegráficas, frases copiadas y ocurrencias primarias, casi siempre próximas a la grosería.
Sin llegar a los extremos, hay que aceptar el reto y apretar las ideas, renunciar a los adjetivos, precisar las reflexiones y escribir la media página, o la extensa página completa, a fin de que sea un micro ensayo, una reflexión certera, una rápida aproximación a dolorosas verdades, o una ventana abierta al optimismo, que permita que un rayo de sol se meta entre líneas, o que siembre en el lector la indignación o la esperanza. Que sea un conjunto exacto de palabras que envuelvan algunas ideas esenciales.
¿Vale la pena? Ese es el punto ¿Vale la pena sacrificar la complejidad de una reflexión, o la integridad de una memoria, para concederle razón al lector apresurado y esquivo? Ese es el desafío de una época en que gobierna la prisa, en que el párrafo debe ser corto y la idea certera. En que el texto debe ser como una flecha que se clave en el lomo de la duda y despeje la verdad. O la belleza.
Y como no hay espacio para más, aquí concluyo estas líneas.
26 mayo 2020