(¿Qué día se acabó el mundo, las águilas se desplomaron y nos quedamos mirando sitcoms?)
Hija de cabello color avellana: hoy preparo el guion de una película
donde tú y yo somos una comedia delirante.
En la escena inventada, caminamos por el centro de Quito
por la Avenida Maldonado, frente al Ministerio de Defensa,
junto a un muro de piedra que me recuerda una calle de Newcastle
donde vendían libros (y que yo visité junto a un fantasma).
Hoy lavo trastes. Hoy solo imagino que imagino cosas.
Pienso que, si te pareces a mí, escribirás sobre robots inútiles e islas con castillos.
O, si te pareces a tu madre, tendrás una colección de botellas vacías
y una ventana al mar sobre tu pecho. Yo quizás te enseñaré
la contabilidad de las galletas o la retórica de las hormigas.
Ahora estoy soñando y cada sueño es un taxo radioactivo:
hay racimos de corazones dentro y, en cada corazón que brilla,
hay un parque infantil donde tú y yo corremos tomados de la mano.
Y subimos a un columpio (esperando que no haya niños)
Cerca de allí tu observas un gato de ojos rojos. Y, como es lógico,
él te hipnotizará para que creas que este mundo existe
como quien ve, como quien escribe lo que ve, cuando no escribe,
cuando no ve. Entonces, me llamas desde un paisaje del futuro.
Me cuentas cosas tristes, una historia de amor en la que pierdes tu alma
por alguien cruel que no ha llegado a la cita contigo:
—Papá, esa persona me trató mal, pero la quiero, pero…
—Mmm, recuerdas ese pinzón azafranado —te diré— ese pájaro brujo.
Viaja con ellos, visítalos junto al río de esta infancia que eres,
charco y luna,
pídeles un consejo sincero, ellos no mentirán.
No tendré más que decirte, pero querré cambiar la brújula de todo.
Eso me hace pensar que soy
un tipo fracasado de cuarenta años que imagina lápidas
e imagina que las acaricia o imagina que imagina o corre
entre las bancas de un teatro que está por demolerse
o es puramente niebla. Y sueño. Y, sin embargo, me escondo tras un teléfono móvil
que compré hace días. Ahora mismo, me pareces,
pequeña perinola en movimiento y giras sobre tus cientos de motores
para quitarme el cuaderno de agua que estaba escribiendo
a la luz de tu figura de habichuela.
En tus ojos, ahora mismo, sin las calles saqueadas por mi mente,
sin escenarios importantes, aquí, en este cuarto con persianas,
leo las frases de lo que no me conocen, de los que no me creen.
Y trato de borrarlas con una caricia patética, difusa, infantiloide.
Y, luego, despiertas, lloras y siento en tu llanto cada una de las cosas que se quiebran,
pero podría dibujarte, como tu madre dice, “un paraíso”.
Sin embargo, hoy —y casi siempre— mi corazón es una bolsa de basura
fuera de un restaurante chino. Todo lo que veo en la televisión
está narrado en un idioma que no entiendo.
Estoy hablando por hablar. Solo siento armonía en el desequilibrio.
Suena una canción de Bad Bunny y bailo contigo para festejar
que nada es verdadero. Y tú, pequeño tsunami de año y medio,
eres una bandera de estrellas partisanas en los cielos del páramo.
Te cuento que soy lo menos parecido al hombre que quiso ser el niño que yo fui.
Aquí, en la casa de mi tía, cerca de Conocoto, sueño un agujero de gusano
que absorbe toda la vida del planeta.
¿Dónde estará el diseño de este mundo ahora que la niebla recorre
los eucaliptos y busca ingresar en las pastillas que necesito ingerir
para evitar mi caos? Aquí lo espero, como quien nada espera,
con mi cabello lacio, escuchando los gemidos de una ansiedad purísima,
imitando a Groucho, en las erratas de mi lengua. Elaborando instrucciones
para no recibir instrucciones. ¿Ya conté que mi hija cogió una mandarina
del árbol, la mordió y empezó a comerla como si en ese acto de fe
se le fuera la vida? Un pequeño cosmos, chorreante, de luz y azúcar,
de colorante y agua, para saciar lo que posee de vacío cada hecho del mundo.
Pensé que esto era una película, pero es el final de un cortometraje aficionado,
destruido para que los fotogramas donde sale mi hija
sean la única profecía que yo pueda comprender.
Y aquí el cielo está en un chip que no puedes comprar en el mercado negro.
Y las estrellas empleadas aquí no quieren que nadie las trabaje: ellas trabajan solas,
en su nostalgia de haber muerto hace milenios.
Y un viejo camina —cantando Las Mañanitas/a una wawa pequeña—
por un camino
cuyo fin
él no puede vislumbrar.