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«Mi santa y yo», por doña Cecilia Ansaldo

La leyenda de mi santa cuenta que Cecilia, de familia patricia, hizo voto de castidad en su corazón, pero que su padre la casó con un noble a quien ella hizo desistir de sus derechos conyugales...

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Tomo este título de la fecha en que escribo: el día en que he recibido salutaciones y afectos por llamarme como me llamo y estar vinculada a un personaje de la cristiandad. Consultadas varias fuentes, la imagen de Cecilia de Roma se pierde en la leyenda del siglo III, cuando el cristianismo crecía en pugna con los politeísmos circundantes.

Con ese nombre me identifiqué sin conflictos. Cuando nací estaba de moda y muchas niñas de mi generación lo recibieron (como las Danielas, Gabrielas y Andreas de después); me contaron que mi hermana mayor lo eligió, a pesar de que mi madre tenía para mí otro, que me ligaría a mujeres de antigua línea: yo me iba a llamar María Augusta y me quedé con la combinación equilibrada. Cuando estudié el mundo clásico, me gustó más todavía: tenía un hilo de conexión con la tierra de mis antepasados paternos y un eco sonoro de la cultura romana. Mi mejor amiga de adolescencia, que es italiana, me llamaba Sicilia.

La leyenda de mi santa cuenta que Cecilia, de familia patricia, hizo voto de castidad en su corazón, pero que su padre la casó con un noble a quien ella hizo desistir de sus derechos conyugales y lo condujo a aceptar la fe cristiana. Ese joven y su hermano, también convertido, se ocuparon de enterrar a los mártires numerosos de la época, que se dejaban sin exequias por decisión del emperador. Valeriano fue ejecutado. Luego la ley cayó sobre su esposa y esta fue impelida a renegar de su fe. Cecilia fue torturada y soportó sus dolores cantando. Aquí es cuando sale el ingrediente musical en torno de su imagen, luego de algunos siglos el papa Gregorio XIII la consagró como patrona de la música.

Desde entonces, aparece esta bella señora en esculturas y pinturas bajo la impronta de tal patronazgo; en algunas tiene una lira en la mano porque se deduce que ese dominio figuraba en la educación de una mujer patricia. Un experto, en cambio, sostiene que atribuirle relación con la música es producto de un error de traducción del acta de su martirio. Sea la verdad que fuere, me simpatiza la persona que es capaz de sostener su pensamiento —llámese fe, ideología, punto de vista—, pero como soy proclive a discutir, he practicado el entrecruzamiento verbal que somete a revisión las ideas y que admite que una posición personal puede sufrir cambios.

Sé que en materia de fe se trata de otra dimensión de la psiquis humana. Los creyentes dicen que es una gracia que se recibe cuando el alma está dispuesta. Me atengo nomás al modelo de virtud, de heroísmo o de solidaridad que emerge de esas figuras del pasado, a quienes llaman santos y de quienes provienen ejemplos y lecciones de conductas, a veces hasta incomprensibles, pero provistas de buenas intenciones y proclamadoras del mayor sentimiento humano, el amor. El “ama a tu prójimo como a ti mismo” hoy parece un imponderable, un llamado idealizado, una negación del egoísmo natural, casi espontáneo de la individualidad.

Cuando en 1969 Pablo VI eliminó 93 santos del calendario litúrgico —entre ellos al san Cristóbal que bailoteaba en el espejo de muchos transportes públicos, en mis años juveniles—, le dio un hachazo a mi formación católica. ¿Y si había otros inexistentes, y si el santoral seguía cargado de impostores? Como se puede deducir, mi adhesión a santa Cecilia es sentimental.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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