Ponencia presentada en el Congreso Internacional de Literatura Hispanoamericana «Ricardo Palma» por el embajador don Francisco Proaño Arandi, secretario de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 26 de septiembre de 2019 en Lima.
Contemplando la vigencia y actualidad de una literatura indigenista o neoindigenista en el Perú, que se inicia con Clorinda Matto de Turner, en las postrimerías del siglo XIX, alcanza un punto mayor en la novelística de Ciro Alegría y José María Arguedas y prosigue hasta hoy con una serie de notables cultivadores del tema, procedentes sobre todo de los Andes peruanos, cabe anotar un primer contraste o más bien una paradoja a la hora de comparar el decurrir de la literatura de esta signo en el Ecuador, en relación con su correlato peruano. El hecho es el siguiente: pese a la gravitación del tema indígena en el debate político de la historia ecuatoriana contemporánea y singularmente en el ámbito de la izquierda política, ha tenido pocos cultores relevantes: Jorge Icaza, que alcanzó resonancia universal con Huasipungo, su novela emblemática, aparecida en 1934 y traducida, casi enseguida, a diversos idiomas; Fernando Chaves, precursor de la tendencia con Plata y bronce (1927), novela acusada por críticos contemporáneos de adolecer, pese al tema, de un estilo signado aún por el modernismo y no propiamente realista, menos todavía naturalista, como parece exigir una problemática que indigna, cual es la del indio andino; Sergio Núñez, de inequívoco signo realista socialista en obras como Novelas del páramo y la cordillera (1934) y Tierra de lobos (1939); Alfonso Cuesta y Cuesta, autor de Los Hijos, y también, aunque su obra estaría más dentro de una corriente indianista, a G. Humberto Mata, ardiente polemista y autor de Sumag Allpa (1940) y Sanaguin (1942), novelas en las que construye personajes indígenas vindicativos y rebeldes.
De esta constatación podemos deducir que el impacto del indigenismo fue sobre todo político, consecuencia lógica del ideario que movía a los escritores social realistas que irrumpieron en la década del treinta con un definido programa de denuncia del clima de opresión, explotación y menosprecio sufrido por los sectores subalternos de la sociedad, entre ellos, de manera profunda y lacerante, el proletariado indígena andino.
Lo contrario ha sucedido con el indigenismo literario en el Perú, donde hasta hoy podemos constatar la presencia de autores que han venido cultivando el tema de la explotación del indígena, cuanto los atinentes a su cosmovisión, mitologías y cotidianidad.
Un año antes de la aparición de la primera novela peruana indigenista, Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, esto es, en 1888, el polígrafo peruano Manuel González Prada señalaba:
No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años ha que el indio rastrea en las capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro y sin las virtudes del europeo; enseñadle a leer y escribir, y veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la dignidad de hombre. A vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se adormece bajo la tiranía del juez de paz, del gobernador y del cura, esa trinidad embrutecedora del indio[1]
La situación del indio peruano ha sido motivo de preocupación para los intelectuales más lúcidos del Perú, entre ellos González Prada y, más tarde, José Carlos Mariátegui, quien, en 1929, al reflexionar sobre el tema del indígena andino y su representación en la literatura, avizoraba (y soñaba con) el advenimiento de una literatura auténticamente india, escrita por los exponentes genuinos de esos pueblos. Entonces, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Mariátegui expresaba;
La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.
El contraste que hemos señalado es tanto más agudo si tenemos en cuenta el protagonismo político alcanzado por las organizaciones indígenas ecuatorianas, sobre todo a partir de la insurrección general del año 1990, hecho que naturalmente debía haber influido en la aparición de un mayor número de autores representativos de esa temática.
Alejandro Moreano[2], destacado pensador y escritor ecuatoriano, lo subraya:
Si en el Perú –expresa– existe una continuidad y presencia permanente de una literatura referida a la problemática indígena y hoy andina, desde Alegría e incluso Clorinda Matto de Turner hasta el presente; en el Ecuador aparece truncada, confinada en la Generación del 30, con una débil presencia en el período que se extiende de los 30 a fines del siglo XX.
Y ello, enfatiza, a pesar de la presencia determinante del indígena ecuatoriano en la escena política.
No obstante esta disimilitud, hay por otra parte líneas de coincidencia temática entre el indigenismo ecuatoriano y el del Perú. Icaza, por ejemplo, en Huasipungo, plasma, en esquemáticos rasgos, una radiografía de la sociedad ecuatoriana de principios del siglo XX, marcada aún por el régimen de servidumbre prevaleciente en la Sierra andina, pese a los intentos de cambio socio-económico propios de la Revolución Liberal de 1895. En la novela aparece la terrible y obsesiva trilogía (presente en otras obras de Icaza) representativa de la estructura del bloque en el poder del sistema latifundista oligárquico: el hacendado, el teniente político (autoridad local de carácter civil y policial), el cura párroco y, en el trasfondo, sustentando ese poder vicario, la fuerza pública que envía el Estado. Enfrentado a ese poder se encuentra el indio, sujeto de expoliación inmisericorde e inhumana. La coincidencia con lo señalado por González Prada en su discurso de 1888, es evidente: lo que él denomina la triada del juez de paz, del gobernador y del cura. Similar referente sociológico estructural está presente, asimismo, en la magna novela de Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno.
El estilo de la novela indigenista, sobre todo en Icaza, es directo, casi esquemático, trazado con rasgos expresionistas y concebido para visualizar, en blanco y negro, aunque transfigurado por un poderoso aliento poético, la realidad del campesinado andino. Los personajes son vistos desde su externidad y más bien como prototipos de los estamentos sociales que expresan y representan, tanto el poder prevaleciente y explotador, cuanto el indígena despojado de su humanidad.
Era inevitable que esa externidad, esa dicotomía entre lenguaje del autor –perteneciente a la “ciudad letrada” (término acuñado por el crítico uruguayo Ángel Rama)– y lenguaje de los personajes indígenas, junto al esquematismo y maniqueísmo que hemos señalado, debían llevar a la vertiente indigenista a una suerte de impasse.
El impasse del indigenismo
En primer lugar debemos afrontar la cuestión de si el indigenismo constituye la expresión representativa del pueblo indígena andino. Icaza, que escribe –como hemos dicho– desde la ciudad letrada, denuncia y se conduele de la realidad del indígena, pero inequívocamente no es parte de su universo, no llega a su interioridad anímica, cognoscitiva, emocional, mítica y, por tanto, pese a la fuerza poética del texto, no podría expresar a cabalidad al indígena en la plenitud de su condición humana. Se trata de una situación dramática, ya subrayada por Mariátegui –como vimos más arriba–, para el creador inmerso en ese conflicto, cuando motivado por una genuina posición política y humana, trata de alcanzar esa meta, en su obra y como individuo artista: ser la expresión de un pueblo que considera suyo y al que pertenece.
Otro límite planteado al desarrollo de la literatura indigenista, en el Ecuador, fue la irrupción de una nueva generación en los años sesenta, cuyo programa, que algunos de ellos denominaron parricida, proclamó la ruptura con los cánones estéticos de la Generación del 30 y abogó por una escritura que, sin abandonar su compromiso político, complejizara el discurso, interiorizara en los personajes, buceando en las connotaciones propias de su origen socio-político y de su realidad individual, y que, a la vez, en ese cometido, incorporara las técnicas de la nueva narrativa hispanoamericana y de los hallazgos y avances estéticos alcanzados, sobre todo en el área del relato, en el ámbito universal, desde las vanguardias y por autores de influencia o fascinación inevitables como Proust, Joyce, Kafka o Faulkner. Era evidente que esa generación criticara adversamente los parámetros estéticos del indigenismo de los treinta y cuarenta. Sin embargo, quizá por ese afán de ponerse al día con literaturas como la europea o, en América, con la rioplatense y, en general, con los autores del boom, no se intentó una alternativa al esquematismo indigenista tan criticado que pudiera desembocar en una literatura quizá más adecuada a la realidad indígena o, mejor dicho, a la realidad de un país escindido en profundidad.
En el Perú, en contrapartida, sí podemos verificar la presencia en el tiempo, hasta nuestros días, de una literatura en la que confluyen propuestas indigenistas y neoindigenistas o antiindigenistas, cuando la escritura alcanzada supera la externidad y la dicotomía del lenguaje observables en el indigenismo y, en su lugar, fusiona las estructuras lingüísticas del español y las lenguas vernáculas, tal como sucedió con el caso emblemático de José María Arguedas a partir de la publicación de Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964), y, más tarde, con Manuel Scorza, artífice del ciclo “La guerra silenciosa” que abarca las novelas Redoble por Rancas (1970), Garambombo, el invisible (1972), El jinete insomne (1976), Cantar de Agapito Robles (1976) y La tumba del relámpago (1978).
Cabe aquí señalar algunos nombres de autores peruanos que, provenientes de la sierra peruana, han novelado la problemática del indígena andino: Zein Zorrilla, Óscar Colchado, Samuel Armando Cardich, Carlos Herrera, Alfredo Pita, Julián Pérez, Sócrates Zuzunaga Huaita, Mario Guevara Paredes;l Luis Nieto Degregori, Juan Alberto Osorio, Jaime Pantigozo, Feliciano Padilla, Miguel Garnett; Luis Nieto, Rosas Paravicino, Edgardo Ribera Martínez, Marcos Yauri Montero[3].
Por su parte, Carlos Huamán nos habla del poderoso movimiento indigenista aparecido en los Andes peruanos a lo largo de la pasada centuria[4]:
Alrededor de González Prada se reunió un grupo de escritores que empieza a ocuparse del problema del indio. Entre ellos figuran Clorinda Matto de Turner, Abelardo Gamarra El tunante y Mercedes Cabello de Carbonera. […] Esa misma preocupación se manifestó en Lima con la creación de la Asociación Pro-Indígena en 1909, encabezada por Pedro Zulen, Dora Mayer y Joaquín Capello […] También se reconoce la aparición de núcleos indigenistas como la Bohemia Trujillana, encabezada por Antenor Orrego en Trujillo. En Puno, la destacada actividad de Alejandro y Arturo Peralta, quienes, en 1926, fundaron el grupo Orkopata junto con Mateo Jaica, Emilio Armanza y otros.
Neoindigenismo y antiindigenismo
Hay, no obstante, en la literatura ecuatoriana posterior al auge del realismo social, dos obras que, abordando la realidad socio-económica y cultural del indio, trascienden el indigenismo y ensayan la posibilidad de una escritura que incorpore, dialéctica y estructuralmente, las hablas del español dominante y el quichua, lengua entre las vernáculas la más extendida y que ha persistido a lo largo de siglos de colonización y opresión como una forma, triunfante sin duda, de resistencia. La primera de tales obras es el extenso poema de César Dávila Andrade, aparecido en 1959: Boletín y elegía de las mitas. La segunda, una novela, Por qué se fueron las garzas, de Gustavo Alfredo Jácome, publicada en 1979.
Comentando Boletín y elegía de las mitas, Jorge Dávila Vázquez, escritor cuencano, señala[5]:
Ese afecto (al indígena) se transparenta en la composición –estructurada desde la perspectiva indígena– de esta crónica poética, en estilo entrecortado, pero muy efectivo, en que la supresión del artículo, el uso abundante del gerundio y las formas elípticas del habla, incorporadas con toda la frescura de lo cotidiano, revelan el sustrato quichua, la huella del idioma indígena en el español que nos fuera impuesto por los conquistadores. Pero, la lengua del poema, además de sus tonos familiares, renuncia conscientemente a ser “correcta”, y se contamina deliberadamente de quichuismos y arcaísmos léxicos y expresivos.
Por su parte, Alejandro Moreano señala[6]:
Se ha intentado encontrar semejanzas entre la poesía de César Vallejo y la de César Dávila Andrade. Se ha visto en Boletín y elegía de las mitas un parentesco temático, formal y de actitud humana con el Vallejo angustiado por la tragedia española, en su España, aparta de mí este cáliz. Sin embargo, las diferencias son significativas, tal como las han mostrado varios críticos. Desde otra perspectiva, Boletín y elegía de las mitas tiene, más bien, un mayor parentesco con la narrativa de José María Arguedas que la diferencia de géneros –poesía y narrativa– no puso en evidencia de inmediato. En efecto, a la manera de Los ríos profundos, aunque con recursos distintos, Dávila Andrade organiza el lenguaje y la materia literaria a partir de la cosmovisión, la musicalidad y sintaxis del quichua ecuatoriano. No se trata solo del uso del gerundio, la supresión de los artículos, menos aún del uso de quichuismos, sino de una totalidad expresiva que se manifiesta en el estatuto de la palabra y el ser, la energía, el ritmo y la música de las palabras.
La segunda instancia de lo que podríamos denominar neoindigenismo o antiindigenismo ecuatoriano se produce en 1979, con la publicación de Por qué se fueron las garzas, novela del escritor mestizo otavaleño Gustavo Alfredo Jácome. Subrayamos deliberadamente la condición mestiza de este autor, puesto que se trata de un escritor fronterizo, que desarrolla su visión y su narrativa en un escenario de marcada conflictividad: la existente entre la cultura del pueblo indio de Otavalo (que habita en la provincia de Imbabura, en la sierra norte ecuatoriana) y la occidental, conflictividad atravesada, como sucede en toda zona intercultural, por significativas interinfluencias de toda índole, en especial las lingüísticas. Jácome, calificado lingüista, logra, con las limitaciones que su condición racial-cultural imponen para una inmersión de mayor profundidad en el ser del indígena, una escritura integradora, que rebasa las dicotomías formales de la estética indigenista conjugando, para ello, diversas estrategias: la construcción de un lenguaje que refleja el universo simbólico de una región en la cual se entrecruzan estructuras idiomáticas que, siendo originalmente distintas, finalmente se interrelacionan e influencian recíprocamente; recuperación de mitologías y creencias que devienen finalmente antagónicas a la “razón occidental”; abordaje de una pluralidad de temas por los cuales la novela proyecta una visión totalizadora de la realidad inherente a sus personajes: indígenas, mestizos y, entre unos y otros, esa zona de penumbra en que la impronta cultural india emerge, implícita, en el ser del mestizo, y viceversa, de la mestiza en el indígena, fenómeno posible de observar en territorios de interculturalidad y que tiene su expresión más viva precisamente en el habla.
Jácome logra lo que podríamos denominar una transfiguración lingüística: la integración en el espacio general del texto novelístico de las diferentes estructuras lingüísticas que se conjugan, se intercalan, se fusionan y transfiguran en la realidad idiomática de la región de Otavalo, y, no solo allí, sino a lo largo y ancho de la geografía andina. En ese esfuerzo, el autor desplaza el uso de palabras y giros quichuas, españoles, quichua-castellanizados, español-quichuizados, más los que inventa, sustentando la invención en su profundo conocimiento de ambas lenguas y de la realidad circundante.
Hay muchos otros aspectos de interés idiomático y antropológico en la novela de Jácome, pero solo mencionaremos uno más: la asunción de un mesianismo andino, la reposición simbólica de la pareja imperial del desaparecido Tahuantinsuyo que obligaba al matrimonio ritual del Inca con su hermana, la Coya, trasunto literario del afán mesiánico latente siempre en la conciencia indígena: la reconstrucción del origen, el despertar a una nueva historia y una estrategia colectiva orientada a la recuperación de la memoria y de las tradiciones ancestrales, el reconocimiento de la propia identidad y la defensa y despliegue en el plano político-social de su cultura, de su tierra y de su lengua.
No puedo dejar de señalar, aquí, más allá de sus disimilitudes, varios paralelismos entre la novela de Jácome y la obra del gran escritor neoindigenista peruano, José María Arguedas. De manera general, podemos indicar que ambos coinciden en la búsqueda de un lenguaje apropiado que exprese las dimensiones lingüísticas quechuas o quichuas y mestizas tomado como punto de partida y escritura de fondo el castellano. Esto les permite eludir formulaciones regionalistas o folklóricas y alcanzar eficazmente su cometido primordial: expresar el universo indígena en un contexto de conflictividad intercultural, ahondando en situaciones individuales y recuperando el contexto simbólico y mítico que sustenta su identidad. Analizando la obra de Arguedas, el estudioso peruano Carlos Huamán[7]señala:
En este sentido no es aventurado afirmar que la realidad social, cultural y lingüística del universo quechua-andino dotó a Arguedas de un modelo lingüístico que aprovechó para su literatura, no como una actitud naturalista de retratar el habla local, sino como un hallazgo o rescate lingüístico para hacer literatura y romper las fronteras del regionalismo.
Algo semejante podría decirse de Gustavo Alfredo Jácome, precisamente porque se nutre, como en el caso de Arguedas en el Perú, del sustrato cultural lingüístico de su lugar natal: Otavalo. Aparte de ello, ambos escritores coinciden también en su crítica al indigenismo. Al respecto, Huamán apunta:
Por otro lado, Arguedas se preocupa por hacer una literatura, no del tipo indigenista que daba una mirada al indio desde afuera, sino otra diferente que viene desde el centro mismo del mundo quechua[8].
Por su parte, Jácome, en carta dirigida a Danielle Pier, estudiosa francesa autora de una extensa tesis sobre el tema Indigenismos literarios y reformas agrarias en las obras de J. Lara, M. Scorza y G.A. Jácome (París X, Nanterre,1996), dice lo siguiente:
Escribí mi novela Porqué se fueron las garzas movido por el afán de reivindicar al indio de su condición de paria, tanto en la vida real cuanto en la novela llamada indigenista [] Me propuse describir al nuevo indio, con alma, con sentimientos de raza, con orgullo de su sangre india. Y volver un monólogo interior de sus obstinados silencios. Huasipungo habíase convertido en una novela de cartel que desfiguraba al indio y le pintaba únicamente como un ente de necesidades animales. (Carta de 5 de junio de 1994).
En su tesis, Pier anota el esfuerzo que hace Jácome en su novela para liberarse de las trabas estilísticas “impuestas, más o menos, por el realismo social del pasado”. Y añade: “Su novela se inscribe plenamente en la literatura contemporánea, aunque conservando la marca original del sustrato indígena”[9]. La estudiosa francesa realiza un detenido análisis comparativo del lenguaje usado por los tres narradores andinos y concluye:
Después de observar las interferencias lingüísticas usadas por los autores se advierte que Scorza deja poco sitio en sus novelas al plurilingüismo vigente en el Perú. El autor peruano justifica su opción afirmando que sus “héroes épicos” son elocuentes y tienen la misma facundia en su quechua nativo que en el castellano pintoresco que él les presta. En cambio, (el boliviano) Jesús Lara y (el ecuatoriano) Gustavo Alfredo Jácome ilustran a la vez el “realismo del lenguaje” y el “realismo lingüístico”. Dan relieve a la inestabilidad de las vocales /e/, /i/, /o/, /u/ vigente en sus países respectivos para figurar el habla de los indios poco aculturados; así, se encuentra: “patruna lenda” por “patrona linda (en Surumí, de Lara), y “mesmo” por “mismo”, “Losmilla” por “Luzmila” (en Porque se fueron las garzas.
Sin embargo, Pier no deja de señalar que, mientras Lara se ubica más cerca del realismo social, Scorza y Jácome ofrecen “una creatividad literaria que se sale de los caminos trillados: la riqueza de invención, lo poético, la emoción y una multitud de hallazgos generadores de sentido que refuerzan la denuncia”. “Con la escritura audaz de G. A. Jácome –concluye su resumen–, un paso más es dado hacia el “nouveau roman”. Pero con los dos estamos lejos del indigenismo tradicional y la literatura andina de tema indio adquiere una indudable originalidad”.[10]
La mencionada “puesta al día” con lo que sucedía, sobre todo en cuanto a estrategias y técnicas narrativas en la literatura universal, no debería ser un impedimento, en el caso ecuatoriano, para la aparición de obras que ensayen, dejando atrás el indigenismo, con una mayor hondura y autenticidad, el tema indígena. Obras ecuatorianas como Boletín y elegía de las mitas y Por qué se fueron las garzas lo prueban.
Pero todo esto nos conduce, a modo de final conclusión, a lo predicho por Mariátegui en aquella fecha de 1929:
Una literatura indígena vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.
La profecía es válida. Pero en el ínterin y mientras aguardamos el advenimiento de esa suerte de tierra prometida de la literatura de esta parte de América, obras como Porqué se fueron las garzas, de Gustavo Alfredo Jácome, o Boletín y elegía de las mitas, de César Dávila Andrade, tanto como las de Arguedas, Scorza y otros en el más amplio horizonte andino, producidas en el límite fronterizo y conflictivo de dos culturas interrelacionadas y fatalmente enfrentadas, no dejan de abrir caminos de diálogo, de simbiosis fecundas y esperanzas que no contradicen la posibilidad, latente siempre, de la utopía.
He citado en algunos momentos de este texto a la estudiosa francesa Danielle Pier y a su ensayo Indigenismos literarios y reformas agrarias en las obras de J. Lara, M. Scorza y G.A. Jácome, tesis de 1137 páginas presentada en 1996 en la Universidad de París X-Nanterre. Una síntesis del trabajo de Pier fue traducida al español por el escritor ecuatoriano A. Darío Lara. Ambos, tanto Pier, como Lara, fallecieron hace algunos años. Valga esta oportunidad para expresar una sugerencia: tal vez sea posible que los tres países, Bolivia, patria del novelista Jesús Lara; Perú, por Manuel Scorza; y Ecuador, por Gustavo Alfredo Jácome, pudieran aunar esfuerzos a fin de traducir íntegra y publicar la obra, sin duda brillante y esclarecedora, de la destacada ensayista francesa. Un empeño tal sería de enorme utilidad para la prosecución de los estudios y el mejor conocimiento del indigenismo literario de estas tres hermanas naciones.
No solo en el tema propiamente de la novela indigenista y en la postindigenista podemos encontrar puntos de contacto y a la vez diferencias profundas entre las literaturas ecuatoriana y peruana. En la poesía, por ejemplo, la interesante afinidad estructural y temática verificable en la obra de dos de sus poetas más representativos: César Vallejo y César Dávila Andrade[11]. Entre estas afinidades y disimilitudes, en lo que atañe a su percepción de lo andino, tanto como a las determinaciones históricas y geográficas de sus respectivas patrias y regiones, cobran especial evidencia las existentes en dos novelistas: el peruano Ciro Alegría y el ecuatoriano Luis A. Martínez, precursor del movimiento realista social. Me refiero sobre todo a sus novelas más conocidas: El mundo es ancho y ajeno (1941), de Alegría, y A la Costa (1904), de Martínez. Uno de los temas subyacentes en ambas obras es el de la migración interna, es decir, el desplazamiento hacia otras regiones de miles de campesinos andinos como secuela del despojo, de la mala distribución de la tierra, del abuso de los gamonales y del sistema feudal prevaleciente. En el caso de la sierra ecuatoriana, el éxodo se dirige hacia la región litoral; en el del Perú, hacia la Amazonía, teniendo como punto de atracción la promesa de mejores salarios en la industria extractiva del caucho. Hay dos momentos supremamente coincidentes en ambas novelas cuando sus protagonistas principales, Augusto Maqui, en El mundo es ancho y ajeno, y Salvador Ramírez, en A la Costa, deben iniciar su descenso hacia las regiones tropicales dejando atrás sus montañas y páramos de origen. Ambos novelistas parecieran transmitir la misma concentrada emoción propia de quien se aleja, quizá para siempre, del hábitat que lo vio nacer y dirige una postrera mirada al paisaje entrañable. Ambos inciden, a través de sus respectivos lenguajes artísticos, en la vasta y contradictoria realidad que describen: el paisaje, la desproporcionada geografía, la cruda verdad de los conflictos humanos, la injusta estructura social que obliga al desplazamiento, a la tragedia, a la desesperanza.[12]
Ciro Alegría describe así ese momento:
Otra emoción poderosa estaba constituida por la pérdida de los cerros y el encuentro del vegetal. Poco a poco, se fueron quedando atrás las cumbres, los riscos, las lomas, las faldas, las laderas. Las mismas piedras quedáronse atrás. Crecían los vegetales en cambio. La paja se hizo arbusto, el arbusto matorral, el matorral manigua y la manigua selva. Augusto volvió la cara al advertir que caía paulatinamente a la sima profunda. Muy lejos, en el horizonte, se extendía una quebrada línea de montañas azules. Ese había sido su mundo.
Luis A. Martínez lo enfoca en términos casi análogos:
Un joven, caballero en una mula, quedó largo rato quieto en el punto culminante del desfiladero desde el cual se divisan esos dos admirables y diversos panoramas. Lanzó una última mirada al Chimborazo, y dando un foetazo a la cabalgadura, principió la larga bajada de la cordillera. Al bajar observaba el continuo cambio del paisaje. Al principio la vegetación era humilde, achaparrada y de colores sombríos, como si el artífice fuera la niebla oscura y sempiterna de las altas cimas. Luego eras árboles de apretado follaje que mostraban en las musgosas ramas orquídeas admirables o que estaban cubiertas de enmarañada red de bejucos y enredaderas; más abajo, las palmeras de grandes y movibles penachos anunciaban las puertas de la tierra caliente.
Verdades que desde la literatura nos aúnan e impelen en el ineludible compromiso de nuestras dos patrias hacia la prosecución de un mañana mejor, más justo y más humano para dos pueblos nacidos y crecidos en la misma compartida matriz histórica, tan atormentada y a la vez tan vívida siempre de esperanzas y renovadas utopías.
Francisco Proaño Arandi.
[1] González Prada, Manuel (1889). Tomado de Páginas Libres, Bib. Andrés Bello, Madrid, p. 78.
[2] Moreano, Alejandro (2014). “Entre la permanencia y el éxodo. Pueblos indios, historia, literatura en Ecuador y Perú”, en Pensamiento crítico-literario de Alejandro Moreano, II tomo. Cuenca: Universidad de Cuenca, p. 217-219.
[3] Moreano Alejandro, Ob. cit., p. 233.
[4] Huamán, Carlos (2004). Pachachaka, Puente sobre el Mundo, narrativa, memoria y símbolo en la obra de José María Arguedas. México, D.F.: El Colegio de México-Universidad Nacional Autónoma de México. Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, p. 98.
[5] Dávila Vázquez, Jorge (1998). César Dávila Andrade, combate poético y suicidio. Cuenca, Ecuador: Universidad de Cuenca, p. 219.
[6] Ob. cit., pp. 214-216.
[7] Huamán, Carlos (2004). Ob. cit., p. 98.
[8] Ibid, p. 101.
[9] Pier, Danielle (1996). Resumen de su tesis Indigenismos literarios y reformas agrarias en las obras de J. Lara, M. Scorza y G. A. Jácome, traducción de A. Darío Lara. Quito: Memoria No. 5-6-7 de la Sociedad Ecuatoriana de investigaciones Históricas y Geográficas del Ecuador (SEIHGE). Producción Gráfica (2010).
[10] Pier incluye en su tesis algunas precisiones previas. Así distingue, para los casos de los tres novelistas que estudia, el “realismo del lenguaje”, que da cuenta de los niveles de la lengua castellana, del “realismo lingüístico”, que alude a la introducción del quichua o quechua vernacular, dada la pluralidad lingüística de los respectivos países.
[11] Araujo Sánchez, Diego (1994). Estudio introductorio a De César a César, Poesía Escogida, Selección de poemas de César Vallejo y César Dávila Andrade, a cargo de Jorge Dávila Vázquez. Ediciones del Banco de los Andes, Quito.
[12] Proaño Arandi, Francisco (2009). “Derroteros y deslumbramientos en algunas de las literaturas andinas” en Entretextos, ensayos sobre literatura. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, pp. 201-205. Los textos de Ciro Alegría y Luis A. Martínez: El mundo es ancho y ajeno, Ediciones Casa de las Américas, La Habana, 1972, p. 551; A la Costa, Campaña Nacional por el Libro y la Lectura, Colección Media Luna, Quito, 2003, p. 122.