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«Nilo», por don Marco Antonio Rodríguez

Desde la atadura del sueño y la reflexión germina el arte de Nilo Yépez (Tulcán, 1935). Sus rostros están siempre en actitud de despedida, de ausencia, de olvido. Nilo, artista de caudalosa inteligencia, siempre lució como un ser poblado de ángeles caídos...

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Desde la atadura del sueño y la reflexión germina el arte de Nilo Yépez (Tulcán, 1935). Sus rostros están siempre en actitud de despedida, de ausencia, de olvido. Nilo, artista de caudalosa inteligencia, siempre lució como un ser poblado de ángeles caídos, violentismo, acritud. Pero, paradójicamente, ha pintado rostros inmensamente tiernos y tristes: grupos de mujeres, mujeres cobijando a sus hijos, niños solitarios. Personajes abatidos o en actitud de huida, con sus manos simulando adioses.

Nilo es pequeño, frágil; usa lentes grandes, trajes y corbatas oscuros, camisas blancas; durante el tiempo que lo conozco, jamás lo he visto vestir de otra forma. La informalidad de los artistas no va con él. Su rostro adusto, sombrío, taciturno. La nostalgia que envuelve su arte visual resume sus rasgos físicos.

Nilo es hombre urgido por insatisfacciones, soledumbres, rupturas. En su personalidad se alberga una sustancia tumultuosa y áspera, pero también otra, sensible en extremo, semejante a la de las criaturas que él pinta. Las suyas son composiciones en las que la materia posee una vivacidad intensa.

Nilo ha descendido a sus ultimidades y ha atravesado por ciclos ominosos. Recluido en una austera casa apartada de Quito, se lo ve de repente, como una sombra o un aparecido, siempre yéndose (¿de él mismo, de los demás?). A sus 85 años, sigue pintando. Imprevisible, iracundo, insólito, su ciclónico temperamento intacto, salvo su rostro de niño que contrasta con los surcos que ha tallado el tiempo. Nunca toleró prejuicios, convenciones, favores, dogmas; prefirió ensimismarse, hacerse a un lado. Su único amigo, el que jamás estuvo lejos de él, Carlos Manuel Arízaga; más allá, Euler Granda y el autor de este testimonio. En su autorreclusión ha vivido Nilo, tumultuoso, incrédulo, rebelde, apasionado, y sabido es que las pasiones furtivas y las acerbas señalan esta clase de temperamentos. Su otro nombre es destrucción: Nilo ha cruzado períodos de autodestrucción.

Para cada línea, trazo, veladura, luces y penumbras, Nilo elabora con clarividencia sus componentes formales; este medio no mengua su pureza, una de las constantes de su obra: simplicidad noble y honda, severidad en el manejo del color, dibujo consumado.

En boda de linajuda familia, Nilo, cuchillejo en mano, trató de agredir el escudo nobiliario esculpido en piedra; otro, armó un estropicio, en el púlpito de una iglesia improvisó una sabia y blasfema “homilía”. Arrancó aplausos. ¿Figuración tradicional, sentimentalidad que represó otras búsquedas? Quienes sientan su arte tienen la palabra. En nombre de los innumerables días y noches compartidos, rememoro los versos del poeta: “Qué queda?/ Una rama en el viento que pasa./ Una nube sobre su tallo de pensamientos:/ el ser no es sino un sueño que el mismo Dios olvida;/ la tierra está sola, los pájaros pueden cantar”.

Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Comercio aquí.

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