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«Obra anónima» (Bruno Sáenz Andrade)

Todo aquí, en el taller, la madera preciosa, las gubias, los pinceles, / tiende a decir el nombre y a pregonar la fama del hacedor de imágenes. / Lo pregona la obra perfecta, terminada, esa que en proporción irreprochable y gracia / no ha de lograr...

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Todo aquí, en el taller, la madera preciosa, las gubias, los pinceles,
tiende a decir el nombre y a pregonar la fama del hacedor de imágenes.
Lo pregona la obra perfecta, terminada, esa que en proporción irreprochable y gracia
no ha de lograr la industria del artista más grande sino media docena de ocasiones felices
(¿he de alargar un poco la cifra del milagro?):
las llagas de Francisco, la Asunción de María, el Salvador yacente, Cristo resucitado
(la humanidad del Justo se desprende del suelo. Va a iniciar el ascenso a la casa del Padre),
Simón el pescador, adornado de galas, de glorias improbables,
con las plantas lavadas del polvo del camino, de breas y de redes…
Aunque alguien pensaría que la sola presencia del maestro artesano
hace brotar del tronco, del árbol derribado, la forma, los colores, aun la santa apariencia,
el amor de otras manos se suma con pericia al donaire extremado,
copia ademán y oficio, pule con ojo ajeno, da contorno al empeño de la sabiduría.
El tallador también aprende del discípulo. La pieza bien lograda no admite firma alguna.

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