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«Pensando…», por doña Susana Cordero de Espinosa

Si el auténtico amor a los otros es renuncia y sacrificio, el mundo no es un mundo de amor, aunque tantos presuman de adhesión a una fe. Nuestra pobre vida personal y social, política, económica; nuestra ansia de posesión, consumo...

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En mi último artículo esbocé así la interpretación eclesial de la pandemia: ‘Está la religión, que ya no clama por un castigo contra un pecado universal: ha aprendido, sin duda’. Antes, la primera reacción entre iglesia y pueblo era preguntarse: ¿cuál fue nuestro pecado?, ¿qué hicimos de malo para merecer esto? Pero ya no somos Sodoma castigada otra vez; el sufrimiento personal y universal es suficiente para ayudar a los fieles ‘a alcanzar la vida eterna’ y su desgracia, que es la nuestra, exige fuerza y solidaridad. Comparemos dos posiciones: una, católica, la de Georges Bernanos, y otra, atea, la de Sartre. El primero afirma en su hermosísimo ‘Diario de un cura de campo’: “El infierno es no amar. Mientras estamos en esta vida nos podemos formar la ilusión, creer que amamos por nuestras propias fuerzas, que amamos fuera de Dios. Pero nos parecemos a locos que tienden los brazos al reflejo de la luna en el agua”.

Sartre, en su genial ‘La náusea’, escribe: “Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos” (no surgimos de la voluntad superior de un Dios, somos gratuidad pura). “Hay quienes han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario —Dios—, pero ningún ser necesario puede explicar la existencia”. Y llega a la náusea, el sentimiento de la sinrazón de existir, de nuestra nada.

Para Bernanos, el cauce de la religiosidad es la existencia del amor; es imposible amar fuera de la creencia en Dios, fuente de caridad, de entrega, de renuncia a favor de los demás. Para Sartre, la náusea es el sabor de esta existencia, y es desesperación, pues no es fácil aceptar que la vida no tiene sentido. Al existir sin otra esperanza que nuestra ‘nada’ posterior somos auténticos, no nos mentimos a nosotros mismos: no es fácil aceptar que nacimos gratuitamente, que existimos para nada y que nuestro estar en el mundo no tiene explicación ni meta.

¿A cuál de estos ‘principios’ opuestos adherirnos? Si el auténtico amor a los otros es renuncia y sacrificio, el mundo no es un mundo de amor, aunque tantos presuman de adhesión a una fe. Nuestra pobre vida personal y social, política, económica; nuestra ansia de posesión, consumo y comodidad que prescinde de la miseria de los demás muestran que la fe y el amor son insuficientes. Por otra parte, ¿cómo exigir a quien se sabe ‘nada’ en la Tierra, que actúe con esperanza para mejorar el mundo, y contribuya a que los miserables tengan una existencia digna? Sin embargo, hay auténticos santos en las Iglesias y fuera de ellas. Marguerite Yourcenar, en entrevista con Matthieu Galey, admite que toda capacidad de relación es una forma de religiosidad (de ‘re-ligar’, ‘re-unir’); vivió sencilla y claramente la certeza de estar ligada a todo, a la naturaleza, a los hombres; su creación la mantuvo atada a la búsqueda de la verdad que anheló, a los seres que amó sin conocerlos, a la Tierra, a los árboles, al paisaje, al infinito mar.

Este artículo se publicó en el diario El Comercio.

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