Democracia, pueblo, país, son conceptos vaciados de contenido por la reiteración del discurso y la propaganda. Esas ideas se han transformado en lugares comunes que en estos tiempos casi no provocan reflexión, ni pasión, ni curiosidad. Son parte de la jerga política. Son acápites de la fraseología que escuchamos por décadas. Esas palabras, en la mente del hombre común, suscitan la idea de la política electoral, de la acción para captar el poder, disputar posiciones e imponer ideas. Incluso la noción de “patria” ha perdido el encanto, la capacidad de evocar y emocionar que tuvo en los días en que los niños la honraban al izar la bandera en el patio de la escuela.
El proceso de devaluación de lo público que invade al Ecuador y a América Latina, el desprestigio de lo político, la corrupción, la sospecha sistemática que pone en entredicho a casi todo, está matando las ideas y las emociones básicas, sin las cuales la convivencia y sus acuerdos son imposibles. Sin puntos de coincidencia, no existe sociedad. Existe, sí, un abigarrado conjunto de gentes que disputan intereses de todo orden, que arrancan cada cual su ventaja, que atesoran lo que pueden. Existe discurso y griterío, pero no hay lugar de encuentro.
No hay espacio en el que cada persona se sienta parte de un todo, miembro de un nación. O, al menos, integrante del barrio, la ciudad o la provincia.
Por eso, en tiempos de incertidumbre, cabe preguntarse ¿qué es el país? La pregunta alude a la comunidad histórica en la que casi todos se sienten insertos, a la que casi todos reconocen como lo “nuestro”, ese concepto que remonta la política, que une y permite identificar, aunque fuese de modo difuso, lo nuestro con el suelo firme, con la memoria, con el sentido de cada ciudad, con la esquina de cada pueblo, con el acento de cada región. Y con el porvenir.
Cuando uno empieza a preguntarse ¿qué es el país?, cuando la duda ensombrece la certeza que debería acompañar a esa palabra, significa que la crisis es muy honda, que excede lo institucional y supera lo político. Y que socava lo esencial: el sentido de pertenencia. Que rompe los lazos, que envenena los afectos, y hace pensar, con persistencia, en que es mejor irse, buscar otra casa, porque la nuestra se volvió insegura, se saturó de incertidumbre. Porque acá, aprendimos a odiarnos, a sospechar del vecino, a despreciar al otro, y porque las diferencias ideológicas y las opiniones políticas empiezan a dañar a las familias, es decir, a matar el germen de lo bueno.
Pese a todo, hay que preguntarse qué es el país, qué significa para cada cual esa palabra, qué evoca, qué afirma, qué niega, qué interroga. La pregunta —y la duda— al menos evidencian que todavía nos importa un poco, que algo nos duele este espacio que ha sido el horizonte de siempre.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.