«¿Quemar a Kafka?», por don Fabián Corral

Alguien propuso alguna vez “quemar a Kafka”, a sus libros; es decir, destruir las evidencias de los absurdos que atrapan a la sociedad; enterrar la verdad para que florezca la mentira...

Alguien propuso alguna vez “quemar a Kafka”, a sus libros; es decir, destruir las evidencias de los absurdos que atrapan a la sociedad; enterrar la verdad para que florezca la mentira; olvidar lo que fuimos y, quizá, lo que quisimos ser, para que las ilusiones, recuerdos y esperanzas se transformen en mercancías susceptibles de transacción, o para que se ajusten a los estrechos moldes ideológicos, para que reine la eterna conformidad y la invariable unanimidad.

Alguien proponía “quemar a Kafka”, matar la “mala conciencia” e inaugurar así la paz de los cementerios y, al estilo de las viejas inquisiciones, anular a los herejes, a los disidentes, a los incómodos, para afianzar las ortodoxias y santificar los dogmas, para aceptar el absurdo que nos ancla en la incertidumbre, que nos corta las alas y nos obliga a ser, para siempre, terrestres, mediocres, dependientes de los poderes. Y todo con la excusa de un orden, de una consigna, que es igual a domesticación y silencio.

Kafka, como Camus y otros tantos, quitan el sueño a los lúcidos, inquietan a los cómodos, siembran inconformidades en algunos mansos, alientan rebeldías y generan locuras peligrosas. En tiempos de sumisión, los locos -los locos geniales- nunca han sido bien vistos, porque alborotan el cotarro, sacuden el polvo de las rutinas, descubren lo que ocultan los telones del teatro, dejan a descubierto las verdades, rompen las reglas, y se atreven a ir contra lo que la masa manda y la moda dicta. Esos locos, desde hace siglos, son los que emprenden contra los molinos de viento, pero señalan caminos, despiertan, conmueven.

Quemar a Kafka sería negar el laberinto de los procesos y la incertidumbre de sociedades que se dejaron suplantar por el Estado y que abdicaron de la cultura; sería enterrar la injusticia de las leyes, la explotación y el dominio de las burocracias, la irracionalidad de los sistemas que anulan al individuo y endiosan a colectivos, que son ficciones sustentadas en la propaganda. Pero quemar a Kafka sería inútil, como fueron inútiles todos los intentos por anular la memoria de las desgracias y los malos recuerdos del poder. Sería inútil como reescribir la historia, y así transformar lo malo en bueno, y tan disparatado como hacer de Bolívar un socialista y de Castro un libertador. Sería como apresar al mensajero, para que la mala noticia no llegue, para que enmudezca la verdad, para que la esclavitud sea la única vocación posible. Sería hacerles el juego a los que renuncian a los riesgos de la libertad, porque entonces no habría responsabilidades.

Quemar la mala conciencia sería abdicar del sentido del deber y dejar de lado la dignidad, cuya afirmación siempre es peligrosa, más aún si para eso es preciso refugiarse en el miedo.

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