«Réquiem», por don Marco Antonio Rodríguez

La ciudad creció partiéndose en añicos, sin un esquema que preservara la hermosura de su centro histórico. Desquiciamiento vial. Rascacielos jactanciosos, torbellino de vehículos, estelas de esmog, modas asincrónicas, rendición ante lo foráneo...

“Mi pueblo es una campana,/… San Francisco de Quito, de sayal y guitarra”. Quito de los treinta del siglo que dejamos. Memoria honda de la doble fibra de nuestro principio indígena-español, matriz de su riqueza artística, de su barroquismo, de esa luminosidad múltiple que la mostraba como un centro distinto de cualquier otro de América y quizás del mundo.

Piedras convertidas en calados y encajes preciosos, transparentados por manos sabias de indígenas; al comienzo guiadas por los españoles, luego sueltas bajo la égida de su genio inmemorial. En los atrios de iglesias, calles, fachadas, portones, zaguanes y patios de las casas, piedras lavadas por el tiempo, graves y fastuosas, livianas y dóciles, susurrando ecos de voces y pisadas furtivas de conspiradores, músicos, amantes y bohemios.

Los barrios de Quito eran circuitos humanos donde abundaba la vecindad. San Diego, San Roque, El Tejar, San Juan, La Tola, San Marcos, La Ronda… exhalaban bonhomía.

Visitar las iglesias era sumirse en la Edad Media y el Renacimiento (conciliadas por ensalmo). Suntuosas columnas, cúpulas y campanas llamaban a rezos y rebeliones. Cantuña birlaba a Satanás la última piedra de San Francisco para salvar su alma y fray Manuel Almeida, jaranero y rijoso, engatusaba al Cristo de San Diego para salir a sus correrías.

El tsunami de la migración gestó la diáspora de los “nobles” del centro. Pocos quedaron, entre ellos, Cristóbal de Gangotena.

La ciudad creció partiéndose en añicos, sin un esquema que preservara la hermosura de su centro histórico. Desquiciamiento vial. Rascacielos jactanciosos, torbellino de vehículos, estelas de esmog, modas asincrónicas, rendición ante lo foráneo. Artificio. Sentimiento de minusvalía. Desalojo de la vecindad y las buenas costumbres. Progresión de la desigualdad y la pobreza.

Después de un periplo que cruzó por La Mariscal, El Condado y el Quito Tenis, las familias “pudientes” y los nuevos ricos fundaron una nueva ciudad, exclusiva y frívola. Esplendor que se deshace como burbujas de aire. Monumento al gregarismo y a la individualidad. Marginamiento de los “otros”. Boato que pasmaría a cualquier jet set de América. “Lo cursi como fracaso de la elegancia”, que dijera Gómez de la Serna.

El centro histórico de Quito quedó escombrado luego de la asonada de octubre. Si quedó algún vestigio de lo que fue, la pandemia lo ha extinguido. Ciudad fantasma. Miseria en plazas y calles. Zona de guerra. Vallas azules y concertinas. Desolación. Olvido. “Los lugares mueren como los hombres aunque parezca que subsisten”, decía Joubert. “En Quito nací / y quiero volver a su vientre, / acariciar sus calles como un cuerpo, / besar poro a poro, sorber sus sales / como sexo abierto”.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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