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«Semblanza de Remigio Crespo Toral», por doña María Augusta Vintimilla

En conmemoración de los 146 años de la existencia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, doña María Augusta Vintimilla preparó este ensayo en homenaje a Remigio Crespo Toral, antiguo miembro de nuestra corporación.

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Remigio Crespo Toral (Cuenca 1860-1939) fue uno de esos espíritus ilustrados que proliferaron en el escenario cultural ecuatoriano e hispanoamericano de la segunda mitad del siglo XIX, en la conflictiva época de conformación de las nuevas naciones. Crespo es de aquellos intelectuales de vasta formación humanística, encarnados en la figura del letrado, que combinaron la escritura literaria con la vida política y la activa participación en las tareas administrativas del Estado.

Crespo Toral ilustra bien esta figura, sobre todo en el ámbito regional de su Cuenca natal. Además de connotado poeta y ensayista, fue diputado por 6 periodos, Rector de la Universidad de Cuenca durante 15 años, Abogado Consultor del Ecuador en Madrid, historiador, periodista, biógrafo, internacionalista, crítico literario, traductor de clásicos latinos. Y, a comienzos del siglo XX, añadió a esta intensa actividad intelectual, política y literaria, la faceta —si se quiere insólita— del empresario moderno, cuando participó en la fundación del primer banco de la provincia, institución de la que luego fue vicepresidente.

Hay que recordar que en 1860, cuando nace Crespo Toral, Cuenca es una pequeña ciudad de raigambre rural, aislada de los dos centros económicos y políticos del país, adormecida en sus lentas rutinas provincianas, regida por una concepción bucólica del mundo y de la vida; una sociedad marcadamente elitista y excluyente, bastión del conservadurismo político e ideológico, y con la autoridad indiscutida de la iglesia en todos los órdenes. Un mundo que pronto se verá amenazado por las reformas liberales y, en general, por la modernización. Los sentimientos ante la modernización distan mucho de ser homogéneos, pues la crisis del régimen tradicional provoca también el temor ante la pérdida de los antiguos privilegios y la añoranza de modos de vida que se derrumban.

Remigio Crespo es una figura cardinal de todo este proceso, pues recoge y condensa la tradición central de la cultura cuencana de la segunda mitad del siglo XIX y la extiende hasta ya bien entrado el siglo XX.
Sus biógrafos coinciden en señalar que su primera educación la recibió de su madre, durante los años de una infancia campesina en la hacienda familiar de Quingeo, un valle en las afueras de Cuenca, lo cual era muy frecuente entre las familias de las élites terratenientes de la época. El apego al terruño, la exaltación del paisaje local, la apología intimista de la infancia y el hogar paterno, la idealización romántica del mundo campesino, y un acendrado catolicismo militante, serán las notas dominantes de su pensamiento político y su escritura literaria.

La biografía intelectual de Crespo Toral, como la de otros escritores de su tiempo, muestra cómo se valieron de los privilegios que les otorgaba su clase, para hacerse de una vasta cultura clásica y, simultáneamente, para estar al día con las expresiones más contemporáneas del arte y el pensamiento.

Desde su adolescencia, durante su formación en el colegio de los jesuitas, Crespo Toral leyó con provecho a los clásicos, y lo que aprendió de ellos no lo abandonó jamás, aún en una época en que el romanticismo primero y los modernismos después, transformaron profundamente el pensamiento y la sensibilidad de los hispanoamericanos. Pero sus abundantes comentarios y reflexiones sobre temas literarios, y más ampliamente culturales, muestran que conocía bien las corrientes estéticas de su momento, aunque su trato con ellas es siempre receloso, cuando no abiertamente polémico.

Como la mayoría de los escritores pertenecientes a las élites cultas, Crespo Toral viaja asiduamente por varios países de Europa y América, en misiones oficiales y diplomáticas. Desde los 16 años escribe en los más influyentes periódicos y revistas de la ciudad, animados por agrupaciones culturales a las que perteneció o ayudó a fundar. Su vasta obra poética y en prosa, combina la sensibilidad romántica con una voluntad clásica de reminiscencias eglógicas y pastoriles. El léxico castizo, el refinamiento de las formas, la prosa elegante y cuidada, que dejan traslucir un cauteloso acercamiento al modernismo, le valieron un considerable prestigio literario en el Ecuador y en el mundo hispánico. En 1888, con su poema América y España, obtuvo la lira de oro en un certamen organizado por la Real Academia Española, de la cual fue miembro desde 1889; y en 1917 en una faustuosa ceremonia, es coronado Poeta Nacional, por el Gobierno ecuatoriano.

Su imaginario nacionalista arraiga vigorosamente en el legado hispánico y occidental, en el paisaje solariego, la devoción religiosa, y en una sensibilidad marcada por la conmoción que le provoca el inminente hundimiento de su mundo, sobre todo a partir de las reformas liberales.

En 1924, en su calidad de Mantenedor de la Fiesta de la lira, escribía: “La falta de calor local en la mayor parte de las manifestaciones del ingenio americano, procede del menosprecio a lo doméstico: a la ciudad, al terruño, a la nación, al linaje, a los antepasados”, y abominaba del modernismo ese “género frívolo, de artificio retórico y de prestados colores, inspirado en el cosmopolitismo”. Tal es su credo: el legado de los ancestros, la supremacía de los clásicos, el apego a la tierra, la intimidad hogareña que transforma la noción abstracta de la Patria en materia sensible, ligada a los afectos.

Su desmesurado poema narrativo Leyenda de Hernán, publicado en 1917, y dos de sus textos más celebrados en su tiempo: Mi poema y Corceles y Cóndores son ejemplos de ese credo, y de una estética demasiadas veces ahogada por una retórica de la grandilocuencia. Aunque es cierto que, en otros poemas más breves, deja filtrar ciertos matices modernistas, tanto por el asunto como por el léxico refinado, la imagen colorista, las variaciones rítmicas y la musicalidad. Pero su excesivo apego a las formas clásicas acaba por atemperar los atisbos de una emoción más personal y subjetiva, asfixiada por el rigor de los moldes académicos.

Para terminar, yo diría que su prosa ha resistido mejor el paso del tiempo. Vigorosa, ajustada, bien distribuida, despojada de los excesos retóricos de su poesía, aunque no exenta de ironía y cierto tono admonitorio. Hay en ella una erudición sin alardes, y atenta más bien a la precisión conceptual, pero siempre impregnada una subjetividad briosa y apasionada.

Remigio Crespo fue hijo de su tiempo, sí, pero de un tiempo y unas circunstancias que él mismo ayudó a configurar.

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