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«Servidoras domésticas», por doña Cecilia Ansaldo

Mi imaginación tiene un antecedente notable en la colección de cuentos Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlin, que circuló hace seis años, rescatada de un injusto olvido...

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Vergüenza me da admitirlo: me pongo a escribir sobre mujeres que me han rodeado toda mi vida, estimulada por una serie norteamericana más que por la silenciosa y eficaz compañía de aquellas. Así somos de ciegos e insensibles cuando transitamos por fajas sociales a nuestro favor o por coyunturas privilegiadas de educación y trabajo. No vale argumentar: “Me lo he ganado”. Todos los que hemos desempeñado labores en el mundo productivo, nos lo “hemos ganado”, aunque con muy desiguales resultados.

La serie Maid de reciente estreno por la cadena Netflix nos empuja a pensar en las mujeres que se ganan la vida limpiando, cocinando y atendiendo niños de los demás. Se dirá: es un trabajo como otro cualquiera. Pero no lo es. Es una labor, como diría Simone de Beauvoir, que no termina jamás —hay que cocinar y limpiar todos los días—, el éxito de su logro es fugaz y quienes la llevan a cabo ganan los menores sueldos en la escala mundial. No se estudia para lavar y planchar y un aprendizaje imitativo del propio hogar permite atender una alimentación básica. Son personas dominantemente mujeres que, en la mayoría de los casos, están sin estar.

Mi imaginación tiene un antecedente notable en la colección de cuentos Manual para mujeres de la limpieza, de la norteamericana Lucía Berlin, que circuló hace seis años, rescatada de un injusto olvido (su autora murió en 2004) por la también narradora Lydia Davis. Ese libro agrupa los retazos de una vida acosada por la pobreza y el alcohol, escritos con una maestría apabullante. Ese mismo “olor a verdad” que brota de sus páginas es el que emana la serie Maid (en español Las cosas por limpiar), en la cual la lucha por huir de la rudeza y creciente abuso de un compañero hace que una mujer joven ponga por delante la seguridad de su pequeña de tres años.

La cadena de madres que la serie moviliza concentra la mirada sobre la responsabilidad de tener hijos. La abuela —una espléndida Andie MacDowell—, excéntrica y desequilibrada, ha arrastrado a su hija de pueblo en pueblo y de escuela en escuela, acomodada a la precariedad y el funambulismo; felizmente la muchacha —madre precoz— identifica los riesgos de una mala relación, de la dependencia económica y el maltrato, y consigue cortar la cadena. Pese a que el marco de la historia es el poderoso Estados Unidos, las fallas de los sistemas estatales de apoyo, refugio y asistencia social problematizan la búsqueda de estabilidad, de mera sobrevivencia.

Si miramos esas historias a la luz de nuestro país, el contraste es demasiado fuerte, nuestras mujeres pobres están a años luz. En la serie vemos mujeres de clase popular que han tenido una educación suficiente para pelear por sus derechos en juzgados, manejan vehículo, salvan una autoestima fundamental que las sujeta a su propia dignidad. El amor y el sexo no confunden sus lenguajes. La concepción de un hijo no es la experiencia repetida con la pareja de turno. Hay explotación laboral, pero la heroína se defiende con armas semejantes a las de su explotadora. Lo cierto es que la serie pone a los espectadores del lado de la criada (qué antigua categoría, del tiempo de “los de arriba y los de abajo”), de su valor y su inteligencia para tomar decisiones, de su amor por su madre bipolar. Nuestras empleadas domésticas deberían verla, más que nosotras.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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