Casi todo el mundo es candidato a algo. Parecería que quien no lo es, no existe. Hay candidatos, claro está, a las cumbres del gobierno, pero el síndrome se ha extendido a las más humildes posiciones. La lógica electoral enfrenta, en una especie de guerra civil no declarada, a toda suerte de aspirantes a redentores y de caciques de los más remotos pueblos, que ya no miran al “otro” como persona, sino como potencial enemigo en la áspera competencia por protagonismo y poder. Es penoso que la democracia, de doctrina política ideal , haya derivado hacia su transformación en un foco de rivalidades alimentadas por los intereses y las carreras electorales de unos cuantos. En un enorme espectáculo.
La “mentalidad de candidato” que predomina en la vida pública, envenena la sociedad, mata la credibilidad y hace de todo un enorme show. La objetividad se pierde, la claridad se obscurece y el sentido común se enreda entre las cábalas de los innumerables aspirantes al poder. La mentalidad de candidato está en la raíz de un fenómeno que ha liquidado las instituciones y ha erosionado al Estado de Derecho, ese fenómeno se llama populismo.
Vivimos, además, un fenómeno que Ortega y Gasset llamó “la democracia morbosa”, que extiende sus dominios hasta donde la democracia como forma política nada tiene que hacer, como la cultura, por ejemplo. La “democracia electoral” en la universidad, liquida a la universidad; la “democracia” en la pintura, la vuelve mediocre y fea; la “democracia” en la literatura eleva a sitios indebidos a buscadores de fortuna que escriben folletines adulando al poder o, a lo mucho, producen novelones por entregas. La democracia es una forma de gobierno que se sustenta en la tolerancia y la transparencia, y en ese ámbito, es una noble idea. Pero cuando el electoralismo se extiende a la cultura, a la ciencia o a la academia, se convierte en medio de manipulación. O en enorme disparate colectivo.
La democracia tampoco asegura el éxito económico. No es una receta para la gestión de las empresas públicas. Si lo electoral fuese la fórmula ideal, entonces lo óptimo sería elegir por mayoría de votos a sus administradores, lo que aseguraría su fracaso, porque llegaría el más popular, pero no necesariamente el mejor.
El síndrome de candidato es un vicio que satura las conductas públicas, complica la economía, desnaturaliza las relaciones sociales y enturbia las perspectivas de los países, incluso de los más poderosos. La solución, por cierto, no está en la dictadura. No lo está en el abuso de “las trampas de la democracia” —propaganda, demagogia y show—. Está en la sujeción de la democracia a las instituciones. Está en la restauración de los límites Está en el retorno al viejo concepto de República. Está en el retorno al sentido común.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.