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«Sobre la belleza», por doña Cecilia Ansaldo

Queremos lo bello. Lo bello se hace amar. Un enigmático resplandor emerge de la realidad que se merezca la mirada que invade, que explora, que quiere apropiarse de lo contemplado...

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Hay una novela de la británica Zadie Smith que tiene el nombre con que titulo esta columna y de ella solo recuerdo el trasfondo: dos profesores universitarios polemizan en torno de la pintura de Rembrandt. Se abre así el telón de lo bello detrás de sórdidas guerrillas de antagonistas académicos y familias mentirosas. La belleza, sobre la que han discutido insignes filósofos, no es suficiente para reconducir vidas, aunque se teorice sobre ella.

A mí me da por pensar en cuán arraigada, sin explicitarlo, tenemos nuestra propia noción de belleza. Aunque los griegos hayan hablado de proporción y armonía, de dimensiones específicas, armamos nuestro modelo perfecto —de paisaje, de conjuntos, de seres humanos— y vamos sometiendo a comparación a los seres de carne y hueso que nos rodean con ese modelo. Quien más se les parece es bello, quien se va alejando, empieza a merecer eufemismos atenuadores o rotundamente, es feo. Como en la vida, lo próximo a la perfección —belleza, bien, verdad— es excepcional, lo corriente es deambular buscando lo más parecido al anhelado modelo.

Queremos lo bello. Lo bello se hace amar. Un enigmático resplandor emerge de la realidad que se merezca la mirada que invade, que explora, que quiere apropiarse de lo contemplado. Con hambre de propiedad, el audaz seduce o compra porque en la posesión se concentra la plenitud. Acabo de ver una película en la cual el contrahecho Toulouse Lautrec contempla la Venus de Milo y se pregunta por la raíz de esa belleza: el contraste entre el cuerpo del pintor y la espléndida estatua es intencional.

Quien tiene autoconciencia podrá descubrir desde cuándo y por qué admira e identifica lo que lo extasía. Y hasta le será claro en qué momento giró su mirada hacia otros rumbos y sacudió el árbol de sus clichés. Basta que María Fernanda Ampuero describa a un personaje como el niño blancorrubioojosazules para que la línea así escrita le dé un golpe al prejuicio racial que lo convierte en un ser más hermoso que otros. Afortunados los que encontraron el libro, la pintura, la película o el profesor que les mostró la multiplicidad de seres y objetos que se merecen proximidad y entendimiento como mínimo, simpatía como paso intermedio, amor como finalidad.

No dejo de reconocer que lo que es categoría perceptiva y conceptual se ha convertido en lisonja ligera, en palabra casquivana. En Facebook se puede apreciar cuán generosamente se regalan los adjetivos a las fotografías. Hasta creo que los usuarios exhiben sus mejores poses y perfiles persiguiendo esa volátil sensación de reconocimiento. Qué gusto sabernos admirados, piropeados, en resumidas cuentas, aceptados. Calzamos de alguna manera con el modelo.

Pero en el fondo entendemos que hay bellezas y bellezas. Aunque la ciencia haya podido blanquear las pieles oscuras y la cirugía estética afinar los rasgos, aunque una soñada eterna juventud sea la afanosa meta de cosméticos, alimentos especiales y regímenes gimnásticos. Lo diferente ya se ha abierto suficiente camino como para descongelar la herencia clásica y desoccidentalizar la cultura. El arte nos da lecciones indispensables y aprendemos a ver belleza en la vejez, en los cuerpos enfermos, en los ojos cansados. Basta que la vida se imponga con sus poderosos lenguajes.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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